Este artículo ha sido recogido de las páginas
XLSemanal
sin ningún fin comercial.
|
|
Robert Graham (en la foto pequeña) fue uno de los pocos hombres de total confianza del papa Pablo VI desde 1966. Destapó la identidad de los espías nazis y aliados que actuaron en el Vaticano.
|
«Llamad a Leiber!» El papa Eugenio Pacelli, Pío XII, sólo confiaba en tres
personas: Augustin Bea, su
confesor, un jesuita; sor Pascualina Lehnert, también llamada la Papisa, su
ama de llaves; y Robert Leibert,
otro jesuita, su secretario personal y presunto jefe de su servicio secreto,
aunque la Santa Sede
siempre ha negado tener un servicio secreto. Los tres religiosos eran alemanes.
Y los tres lo ayudaron a capear una época tormentosa: Pío XII
llegó al papado en vísperas de la Segunda Guerra
Mundial (1939) y murió en plena Guerra Fría (1958). Fascismo,
nazismo y comunismo fueron sus tres bestias negras. Luchó contra ellos
con desigual fortuna y empeño. Hoy por hoy es el Papa más
controvertido de la historia contemporánea. Fascistas, nazis y
comunistas, a los que hay que añadir británicos y
estadounidenses, convirtieron en un nido de espías el Vaticano, la
ciudad estado de apenas medio kilómetro cuadrado cuyo PIB no se mide en
dólares, sino en almas, según dejó dicho Juan XXIII. No es
extraño que el papa Pacelli sólo se
fiase de sus más allegados.
Robert Leiber era
su hombre para todo. Un cascarrabias, profesor de Historia de la Iglesia, que vivía
en la
Universidad Gregoriana de Roma, a cinco kilómetros de la Santa Sede, y
tenía que dejar lo que estuviese haciendo cada vez que el Papa lo
llamaba, ya fuese para escribirle un discurso, para pedirle consejo o para
sondear las intenciones de algún emisario. Leiber,
asmático, sufría con la espléndida primavera romana. Y se
quejaba de que el Papa escatimaba con él. Ni siquiera tenía un chófer a su disposición. El jefe de la red de
espionaje más antigua y extensa del planeta viajaba en tranvía o
autobús, aunque llegase a la plaza de San Pedro ahogado por las
emanaciones de polen de los pinos, plátanos, cipreses y alcanfores. Leiber murió en 1967 de una crisis respiratoria,
pero antes destruyó todos sus papeles personales. Una pérdida
lastimosa, pero no irreparable, pues del pontificado de Pío XII se
conservan 15.430 documentos, 2.500 legajos y 16 millones de cartas. Todo
está bajo llave en el Archivo Secreto Vaticano, un búnker
subterráneo cuyos intestinos suman 85 kilómetros
de pasillos y estanterías. Habrá que esperar hasta 2013 para que
esos documentos sean desclasificados y los historiadores puedan arrojar luz
sobre un papado lleno de sombras. Hasta la fecha, sólo cuatro estudiosos
han tenido acceso a esa información.
«¡Llamad a Graham!»
El papa Pablo VI confió en 1966 la tarea de estudiar los papeles de
Pío XII a cuatro jesuitas de su absoluta confianza: un italiano, Angelo Martini; un alemán,
Burkhart Schneider, un
francés, Pierre Blet, y un estadounidense, Robert Graham. Los llamaban `los mosqueteros´ y realizaron una labor
enciclopédica que quedó plasmada en 11 tomos en los que se puede
seguir casi al minuto la actuación de Pío XII durante la Segunda Guerra
Mundial. Si escribieron una historia fidedigna o una versión saneada,
sólo se sabrá en la próxima década. Pero Graham, además de reputación de historiador
meticuloso, tenía alma de periodista. Escribía a altas horas de
la madrugada, escuchando marchas militares, para desesperación de sus
vecinos de cuarto. Afable y socarrón, disfrutó con aquel material
y, como cualquier periodista, tenía la necesidad de compartir sus
hallazgos. Graham destapó las identidades de
todos los espías nazis o aliados que actuaron en el Vaticano durante la
guerra, además de algunos agentes soviéticos llegados desde el telón
de acero en la posguerra. Escribió cientos de artículos para
la revista Civiltà Cattolica y recibió con los brazos abiertos
durante 30 años, hasta su muerte, a cualquier historiador que se acercase
a su caótica habitación en una residencia para religiosos en
Roma, donde los papeles, borradores escritos a lápiz y recortes de
periódico llegaban hasta el techo. Barra libre.
El estadounidense David Álvarez, profesor de Ciencias
Políticas en la Saint
Mary School
de California, fue uno de los historiadores que pudo consultar el archivo del
padre Graham y colaboró con el jesuita en la
redacción de un libro sobre las redes de inteligencia en la Santa Sede, Nothing sacred
(`Nada es sagrado´), en 1997. Hoy,
Álvarez está considerado como el mayor experto mundial en
espionaje y diplomacia papal y su obra Spies
in the Vatican
(`Espías en el Vaticano´) es texto de
referencia. «Mientras el padre Graham estuvo
vivo, no consideró que sus papeles fuesen secretos, aunque revelasen las
identidades y operaciones encubiertas de los espías en el Vaticano. Graham fue generoso compartiendo sus hallazgos. Yo me
pasé muchos días hurgando en sus documentos. Ojo, no era una
cazaespías ni una especie de Agente 007 pontificio; él se
consideraba ante todo un historiador y todo lo que investigó fue en
nombre de la historia», puntualiza.
Poco antes de morir, el padre Graham metió como pudo sus papeles, unos 25.000
documentos agrupados en cientos de carpetas, en dos enormes baúles y se
marchó a Estados Unidos. La Curia General de los Jesuitas ordenó que
los baúles regresasen a Roma después de su fallecimiento. El
padre Federico Lombardi, que fue redactor jefe de Graham en Civiltà
Cattolica, niega que fuese un secuestro editorial
ordenado por el papa Ratzinger cuando todavía
era prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. O que contengan material
sensible que puede afectar al proceso de beatificación de Pío XII
(que progresa a paso de tortuga) o quizá esclarecer si el KGB estuvo
detrás del atentado a Juan Pablo II, en represalia por su apoyo al
sindicato Solidaridad, pues Moscú temía que si caía
Polonia, el resto del bloque comunista caería por el efecto
dominó, como así fue. «Sencillamente, los papeles
regresaron a Roma porque el archivero no sabía muy bien qué hacer
con ellos en California, y Roma es su lugar natural.» Pero lo cierto es
que esos papeles, que siempre estuvieron al alcance de los estudiosos, ahora
están bajo custodia del polaco Marek Inglot, director del archivo general de los jesuitas. Y
bajo órdenes estrictas del Prepósito General de la Compañía
de Jesús, Adolfo Nicolás, el Papa Negro, de no permitir su
publicación hasta que Roma levante el veto a toda la
documentación sobre Pío XII en el Archivo Secreto Vaticano.
Ese secretismo repentino ha disparado los rumores y todo tipo de
teorías circulan ahora sobre el contenido del archivo Graham, de las que se ha hecho eco la revista italiana Panorama.
No obstante, si se consultan las hemerotecas se puede reconstruir parte de lo
que hay en esas carpetas, pues el padre Graham
disfrutaba contando sus fascinantes hallazgos sobre las tramas de espionaje que
investigó. También el padre Blet, otro
de los mosqueteros, ha hablado sobre los papeles reservados concernientes a
Pío XII. Ambos han defendido su pontificado a capa y espada. Para ellos,
la leyenda negra del Papa que guardó silencio ante las atrocidades de Hitler es una de las mayores injusticias de la historia.
Esa leyenda negra comenzaría en los años 60, según algunas
versiones, supuestamente alentada por espías de la Stasi
(el servicio secreto de la antigua República Democrática Alemana)
y del KGB para desprestigiar a la Santa Sede. Guerra sucia propagandística
que todavía hoy sigue coleando.
Para los jesuitas es relativo, cuando no manifiestamente falso, que
Pío XII guardase silencio o cerrase los ojos ante la persecución de
los judíos. Según publicó The Economist en la necrológica de Graham,
«la queja principal de los críticos de Pío XII fue que no
hubiera hecho una condena pública del asesinato de judíos cuando
la existencia de los campos de exterminio llegó al conocimiento del
Vaticano. Se dijo que una declaración así podría haber
detenido la matanza. Al menos, una carta pastoral que recordase que matar
judíos era pecado hubiera disuadido a los colaboracionistas de
entregarlos a los alemanes. Graham dijo que
Pío XII, trabajando entre bastidores, ayudó a la resistencia a
librar a más de 800.000 judíos de las cámaras de gas,
ocultándolos en iglesias y en el mismo Vaticano. Pío XII
pensó que hablar públicamente contra los opresores habría
empeorado las cosas para judíos y católicos». Sólo
en el campo de concentración de Dachau
había casi 2.800 sacerdotes católicos presos, de los que fueron
asesinados 1.034; la mayoría, polacos. Un enfrentamiento con los
alemanes hubiera provocado mayores represalias incluso. También se
acusó a Pío XII de favorecer el ataque de Alemania a la atea
Unión Soviética. Graham pudo averiguar
que Alemania trató de conseguir la bendición del Papa para la
campaña de Rusia, e incluso que la declarara una cruzada, pero no lo
consiguió.
Las intrigas vaticanas tuvieron como protagonistas a Leiber,
el jesuita asmático, y varias personalidades de los círculos de
resistencia de la Iglesia
alemana, entre ellos un abogado, Josef Müller, enviado en misión secreta por el
enigmático almirante Wilhelm Canaris, director de la agencia militar alemana Abwehr, que no obstante conspiraba con otros generales para
derrocar a Hitler. Pío XII fue informado por
este canal del comienzo de la invasión en el frente occidental y
transmitió esa información a los gobiernos aliados. No le
creyeron. También sondeó si los ingleses aceptarían firmar
una paz con los generales desafectos a Hitler, pero Winston Churchill no creyó
que éstos triunfaran. La historia acabó trágicamente.
Tanto Canaris, que llevaba un diario, como uno de sus
hombres, Hans Oster,
dejaron constancia escrita de todos estos pasos, con el propósito de que
la humanidad conociese algún día que hubo alemanes justos que
lucharon en la sombra contra el terror nazi. Esos documentos, guardados en una
caja fuerte, fueron descubiertos por la Gestapo tras el
atentado contra Hitler. Canaris
y los demás conspiradores acabaron en un campo de concentración y
fueron ejecutados –Canaris habría sido
ahorcado con una cuerda de violín para prolongar su agonía–,
excepto Josef Müller,
que se libró de la muerte por un malentendido de sus captores.
Graham también
negó en su momento que el Papa ayudase a escapar a varios criminales nazis al
terminar la guerra. Reconoce que hubo cardenales y obispos filonazis
que lo hicieron, entre ellos el siniestro monseñor Alois
Hudal, pero, según Graham,
«Pío XII siempre se negó a recibirlo». Estas redes de
evasión no habrían tenido nunca la complicidad oficial del
Vaticano, aunque hubiese religiosos implicados. Por otra parte, Graham gozaba de tal prestigio en la Curia que se dice que a
principios de los años 90, cuando Juan Pablo II acarició la idea
de dimitir por el agravamiento de la enfermedad de Parkinson que lo
mortificaba, el jesuita estadounidense recibió el encargo confidencial
de redactar un plan para la renuncia del Papa y la elección de un
sucesor.
También el padre Blet es entusiasta en su
defensa de Pío XII. «Trató por todos los medios de
buscar la paz. En cuanto a su relación con los judíos, en los
documentos se ve cómo el Papa consideró cuál podía
ser el modo mejor para ayudarlos. Quería hacer una declaración
pública, pero incluso la
Cruz Roja lo desaconsejó, pues habría podido
perjudicar mucho más a aquellos que quería ayudar.»
Ésa sería la razón por la que no terminó la
redacción de la encíclica Humanis
Generis Unitas contra el antisemitismo que comenzó su predecesor,
Pío XI, y cuyo borrador acabó archivado sine díe
en el Archivo Secreto. «Además, hay cientos de documentos en los
que las comunidades judías, los rabinos de medio mundo y otros fugitivos
de los nazis agradecen a Pío XII y a la Iglesia católica
las ayudas. Y el padre Robert Leiber
me confirmó que el papa Pacelli usó su
fortuna personal para ayudar a los judíos perseguidos», declaró
Blet. Incluso el científico Albert Einstein, de ascendencia
judía, reconoció el esfuerzo de los católicos.
«Nunca antes había apreciado a la Iglesia, pero ahora siento
un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia tuvo el coraje y
la tenacidad de alinearse en defensa de la verdad intelectual y de la libertad
moral», dijo.
Uno de los episodios más rocambolescos
del pontificado de Pío XII es el supuesto
plan de Hitler de secuestrar al Papa, requisar las
obras de arte del Vaticano y arrasarlo después a sangre y fuego.
Habría sido encargado personalmente por el Führer
al general de la SS Karl Wolff en
1943. Wolff asegura que desobedeció las
órdenes. Pero Graham le da poca credibilidad a
toda la historia. «Las evidencias apuntan a la propaganda de Londres
más que a Berlín.» No obstante, es probable que la Santa Sede, si
reaccionase a esos rumores, y ante la duda de si eran fundados o no,
diseñase un plan para ocultar a Pío XII de las garras de la Gestapo. Se
ha escrito que sor Pascualina y el conde Galeazzi tenían preparado un escondite en un chalé a unos cien kilómetros de Roma y que de
allí habría huido a España en barco, donde Franco lo
hubiera recibido de mil amores. Al parecer, Pío XII se opuso a este
plan. «Sólo me sacarán del Vaticano encadenado o con los
pies por delante», habría dicho. Sor Pascualina
era una mujer valiente, que lo mismo tamizaba la comida del Papa, delicado de
estómago, por el pasapurés, que repartía víveres en
una camioneta entre los 6.000 judíos escondidos en las iglesias y conventos
de Roma. Unos 170 religiosos italianos fueron ejecutados por prestar ayuda a
los judíos. Por su memoria y por el esclarecimiento de la verdad
histórica, quizá va siendo hora de que el Archivo Secreto
Vaticano sea menos hermético.
|