¡PELIGRO, ASTEROIDES!

EL BILLAR CÓSMICO. Así son los asteroides que amenazan la Tierra.

 

Desde su formación, la Tierra ejecuta una danza ritual estelar en su viaje alrededor del Sol, que la lleva, cada cierto tiempo, a encontrarse con una colosal roca errante.

Esta vez ha sido una roca de casi dos kilómetros de diámetro la que ha hecho que más de un astrónomo se quedara sin aliento y la que, en definitiva, ha mantenido a medio mundo en vilo pegado a la pantalla del televisor. El primer aviso lo había dado el observatorio Linear del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Nuevo México, el pasado 5 de julio. Fue entonces cuando oímos hablar por primera vez de 2002 NT7, un colosal asteroide cuya órbita alrededor del Sol parecía llevarle inexorablemente a encontrarse con nuestro planeta. El 24 de julio, el doctor Benny Peiser, de la Universidad John Moores, en Inglaterra, daba la voz de alarma. Todo apuntaba a que el excéntrico recorrido de la roca se inclinaba poco a poco hacia la Tierra y que el 1 de febrero de 2019, el asteroide, calificado como “el objeto más amenazador descubierto en el cielo hasta la fecha”, se estrellaría a más de 100.000 kilómetros por hora contra la superficie terrestre causando una catástrofe ecológica inimaginable a escala planetaria, provocando daños irreparables en la economía y eliminando, de paso, a la cuarta parte de la población.
 

EN EL PUNTO DE MIRA
Así vería un hipotético observador la aproximación de un cometa a la Tierra cuatro horas antes del impacto fatal. El cráter lunar IAU 308, de 80 km de diámetro, prueba que nuestro satélite también ha sido atacado por rocas espaciales.

 

Afortunadamente, la NASA alejó el fantasma del apocalipsis una semana más tarde. Observaciones más precisas descartaron toda posibilidad de impacto en 2019. Eso sí, una sombra de inquietud aún se cierne sobre el NT7: es pronto para saberlo con certeza, pero el choque podría tener lugar otro 1 de febrero, esta vez en el año 2060.

Y es que, las mismas estimaciones estadísticas que nos dicen que sólo hay una posibilidad entre 25.000 de que uno de estos objetos celestes acabe con cualquiera de nosotros, también nos indican que las carambolas cósmicas suceden y que alguna de ellas ha sido tan brutal que explica por sí misma las grandes extinciones de la vida.

¿Calma durante todo un siglo?
La escala de Torino muestra el riesgo que puede constituir para la Tierra un asteroide o cometa. En la escala, un 0 indica que la probabilidad de impacto es prácticamente nula. Un 10, que una colisión grave tendrá lugar fuera de toda duda. Afortunadamente, en este siglo no parece que vaya a producirse un encuentro catastrófico, aunque aún se desconoce la trayectoria de muchos de estos proyectiles estelares.

NI RASTRO DEL CHOQUE.
En ocasiones, las rocas que colisionan contra la Tierra explotan sobre la superficie y no dejan cráteres. Investigadores como David Kring, de la Universidad de Arizona, –derecha– analizan los daños buscando los fragmentos, algunos de gran tamaño, en varios kilómetros a la redonda.

Estas colisiones son, además, un fenómeno más frecuente de lo que se podría imaginar. Los rostros craterizados de la Luna y de Marte son la prueba irrefutable de que todos los planetas y satélites del Sistema Solar han estado sometidos a un intenso bombardeo desde su formación. Así, según señala la revista Science, un equipo de geólogos de la Universidad de Stanford precisó en agosto que el impacto meteórico terrestre más antiguo del que se tiene noticia tuvo lugar hace 3.470 millones de años, apenas 1.000 millones de años después de que se constituyera nuestro planeta.

Hasta cierto punto, podemos sentirnos afortunados. En nuestro caso, la atmósfera repele o desintegra buena parte de los agresores espaciales más pequeños, ya sean asteroides, cometas o partes escindidas de ellos, dejando en su lugar inofensivos espectáculos visuales en forma de estrellas fugaces.

 

Objetos en ruta de colisión

A mayor escala, hay dos tipos de proyectiles que inquietan a los expertos. Uno son los cometas de periodo corto, esto es, aquellos que tienen una órbita estable que los acerca al Sol cada 10, 20 u 80 años, como el Halley, que con un periodo de 75 años es el más famoso de este tipo. Otro son los asteroides, cuyo nombre significa “similar a las estrellas”, ya que su aspecto al telescopio puede ser parecido al de éstas. En realidad, se trata de fragmentos de mundos que no llegaron a formarse y que en su mayor parte están situados entre las órbitas de Marte y Júpiter, en el denominado Cinturón Principal.

Hoy, los astrónomos saben que hay millones de asteroides y, de hecho, desde que el clérigo italiano Giuseppe Piazzi, encargado del Observatorio de Palermo, descubriera la noche de fin de año de 1800 el primero de ellos y el más grande de todos, Ceres, con 1.000 km de diámetro, los científicos han determinado el movimiento exacto de más de 13.000.

Los asteroides son restos de un Sistema Solar primitivo, y como tales, su composición fascina a los investigadores, pero es su deambular lo que más directamente nos afecta. Así, el rumbo de un grupo de rocas conocido como Atenea-Apolo-Amor las ha acercado a menos de 195 millones de kilómetros de nosotros –1,3 unidades astronómicas–, lo que convierte a algunas en un peligro en potencia. Si bien las Amor no siempre alcanzan nuestro recorrido, pero sí el de Marte, y las Atenea suelen estar más cerca del Sol que de nosotros, las Apolo cortan decididamente la órbita terrestre.

Cazadores de asteroides

El clérigo Giuseppe Piazzi descubrió el primer asteroide en la nochevieja de 1800. Mientras trabajaba en la compilación de un nuevo catálogo estelar halló un punto luminoso en la constelación de Tauro que antes no existía. Era Ceres, el mayor de los asteroides. En 1802, Olbers descubrió Pallas, el segundo, y Harding encontró el tercero, Juno, en 1804. A partir de finales de siglo XIX y principios del XX, cuando se empezó a usar en este campo la fotografía, creció el número de descubrimientos de forma exponencial. A principios del año 2000 ya había más de 13.000 catalogados cuyo movimiento nos es conocido. Hoy, la lista de mayores cazadores de asteroides la encabeza Eleanor Helin, que desde el observatorio de Monte Palomar ha hallado al menos 17, entre ellos el primero del tipo Atenea. Le sigue el astrónomo Rob McNaught, de la Universidad Nacional de Australia, con unos 14. Pero quizá los más conocidos sean Carolyn y Eugene Shoemaker. Este último, fallecido en 1997, es el primer ser humano cuyos restos descansan en la Luna.

En julio de 1994, el cometa Shoemaker-Levy 9, descubierto por Eugene y Carolyn Shoemaker –arriba–, y David Levy, cayó hecho enormes pedazos sobre Júpiter. Las imágenes captadas por el telescopio espacial Hubble revelaron que en algunas de las colosales áreas de impacto –a su derecha– podría entrar la Tierra entera.

Los 1.000 más peligrosos

¿Pero cuántos objetos celestes de estas características se aproximan a nuestro planeta? Los expertos, que emplean el término genérico NEO (Near Earth Object u Objeto Cercano a la Tierra) para referirse a todos los cuerpos celestes que nos rondan, estiman que hay aproximadamente unos 1.000 asteroides mayores de un kilómetro que pasan o pasarán cerca de nosotros y hasta un millón de rocas de más de 50 metros capaces de penetrar a través de la atmósfera y causar daños de cierta magnitud. Además, se vigila el movimiento de 449 a los que la Unión Astronómica Internacional considera especialmente peligrosos, si bien se cree que ninguno de ellos impactará contra nosotros en las próximas décadas.

Demasiado cerca

 

La distancia a la que pasa un asteroide o cometa de la Tierra se mide en unidades astronómicas o UA (*). Si se aproxima mucho, se usa el intervalo que nos separa de la Luna. Así, el cuerpo 2001 YBS pasó en enero a 0,003 UA, esto es, una vez y media la distancia entre la Tierra y nuestro satélite.

 

 

 

Errores de cálculo

Cuando se supo que la roca 1997XF11 iba a pasar a 50.000km en 2028, cundió el pánico. El riesgo de colisión era alto. En realidad, lo hará a 954.000 km. Las falsas alarmas están a la orden del día.

 

Saber la hora del impacto

A pesar de los esfuerzos del programa Spaceguard Survey, iniciado por la NASA en 1998 con el objetivo de detectar el 90 por 100 de los NEO mayores de un kilómetro que acosan a la Tierra, lo cierto es que faltan medios, y al ritmo de investigación actual aún se tardarán unos 20 años en detectarlos. Así las cosas, y aunque la probabilidad de que nuestro planeta sea golpeado por un NEO de 300 metros de diámetro durante el próximo siglo apenas es de un 1 por 100, en palabras de David Morrison, del Centro de Investigación Ames de la NASA “con menos de la mitad de los mayores NEO aún por descubrir, no nos es posible predecir con total certeza cuándo se producirá un futuro impacto. De hecho, en muchos casos, el primer indicio de un choque de estas características sería un enorme resplandor y un perceptible temblor de tierra”.

Por el contrario, si detectamos un NEO en ruta de colisión, lo más probable es que dispongamos de bastantes décadas para prepararnos. Según los astrónomos, el esfuerzo merece la pena, y mucho, porque si bien una roca de unos pocos kilómetros de diámetro, capaz de afectar a la Tierra en su totalidad, sólo nos roza cada varios millones de años, cada 200.000 años aproximadamente se desploma un pedazo de cielo cuyo impacto borraría literalmente del mapa la vida sobre un continente, si es que no destruye en el proceso la misma masa continental. Quizá en el término de una vida humana este hecho apenas sea relevante, pero a escala geológica, la amenaza de los asteroides es un asunto de la mayor importancia.

Y es que quizá Albert Einstein tenía razón y a Dios no le gusta jugar a los dados con el Universo, pero, desde luego, de vez en cuando, a nuestro misterioso demiurgo le encanta sacar el taco de la gravedad y echar una partidita de billar cósmico.


IMPACTO. Podría arrasar continentes, provocar un invierno nuclear y 1.500 millones de víctimas.

 

 

Más de un millar de superbombas cósmicas amenazan a la Tierra. Cada una de ellas podría traer por sí sola el Día del juicio a todo el planeta.

CATÁSTROFE GLOBAL
En los meses siguientes a la gran colisión, la temperatura aumentaría enormemente. La mitad de los bosques arderían. La nube de polvo lanzada a la atmósfera impediría pasar la luz solar, provocando un cambio climático que destruiría los ecosistemas.

Desde hace millones de años, las aguas del lago Jackson, al sur de Yellowstone, reflejan inmutables la serenidad de las montañas del Parque Nacional Grand Teton. Por eso, difícilmente podrán olvidar los sucesos de la tarde del 10 de Agosto de 1972 los turistas que se encontraban en este agreste paraje norteamericano. Aproximadamente a las 20.30 horas, a plena luz del día, una enorme bola de fuego surgió por el horizonte y cruzó a una formidable velocidad el espacio aéreo de Montana y la región canadiense de Alberta. Durante más de 20 segundos, los observadores contemplaron el fenómeno mientras especulaban, alarmados, con la posibilidad de que se tratara de un misil soviético. De hecho, el objeto ya había sido detectado y seguido cuidadosamente por los sensores de un satélite de las Fuerzas Aéreas de EE UU.

La realidad, sin embargo, resultó ser incluso más preocupante que un posible ataque con proyectiles balísticos. Un artículo publicado en la revista Nature en Febrero de 1974 reveló que el misterioso cuerpo, de entre 4 y 6 metros de diámetro y una masa de 1.000 toneladas, volaba a 60 kilómetros de altura y a más de 12.800 metros por segundo. Se trataba, por supuesto, de algún tipo de meteorito, pero si el ángulo de incidencia hubiera sido apenas algo mayor, nada habría impedido que impactase en algún lugar de Canadá con una potencia similar a la de dos bombas atómicas.

Retrato del aniquilador
Características de un asteroide potencialmente peligroso según la Unión Astronómica Internacional:
Diámetro: más de 175 metros; el choque de un cuerpo de más de
1 km provocaría un desastre global.
Distancia mínima a la Tierra: 0,05 UA (7,5 millones de km).
Fuerza explosiva: más de 2.000 megatones (unas 100.000 bombas como la de Hiroshima).
Diámetro del cráter producido: más de 2 km.
Número estimado de objetos: alrededor de 1.000.
Número conocido: 449.
Número estimado de víctimas: más de 100.000.
EL FIN DE UN LINAJE DE 150 MILLONES DE AÑOS
Hace 65 millones de años, el impacto de un asteroide borró de la faz de la Tierra el 80 por 100 de las especies de seres vivos y acabó con la totalidad de los grandes animales que vivían en ella, entre ellos, los dinosaurios.

Bomba atómica celestial

Tras reestudiar los datos, algunos científicos indicaron que el supuesto asteroide posiblemente podría haber medido más de 30 metros. De haber colisionado contra la Tierra, una roca así habría causado una explosión semejante a la que arrasó en 1908 más de 200 kilómetros cuadrados de bosque en la región siberiana de Tunguska.

Y es que nuestro planeta, situado en el punto de mira de millones de cometas y asteroides, a veces no sale indemne de estos encuentros.

Las primeras crónicas sobre impactos de grandes meteoritos se remontan a la antigua China. Concretamente, el hallazgo en este país de una roca errante de 5.000 años de antigüedad muy cerca del mausoleo del mítico Emperador Amarillo, primer regente chino, podría explicar la muerte del mandatario que, según la leyenda, fue llevado al Paraíso a lomos de un dragón. Más reveladora parece una historia local que recuerda que por entonces, la región fue “devastada por nueve dragones que causaron un gran cataclismo”. También en este país, un fenómeno descrito como “un enjambre de piedras que caían encendidas del cielo” acabó con la vida de 10.000 personas en la provincia de Shanxi, en 1490.

Lo cierto es que algunos de estos objetos son realmente grandes, como el meteorito Hoba West, de 60 toneladas, hallado en una granja del suroeste de África. Sin embargo, los más preocupantes son aquellos cuyas dimensiones oscilan entre las varias decenas de metros y el centenar. Al menos uno de estos proyectiles, capaces de destruir una ciudad, nos visita cada siglo.

¿Pero que ocurre cuando el cometa o asteroide que nos ronda es aún mayor? Según los astrónomos, es extremadamente raro que un cuerpo de más de 200 metros, suficientemente grande como para causar un desastre a gran escala, impacte contra nuestro planeta. De hecho, una colisión con un asteroide así sólo se produce una vez cada 100.000 años. En el caso de un cometa de ese tamaño, el suceso es aún más infrecuente: tiene lugar una vez cada 500.000 años.

Hoy, los científicos disponen de suficientes pruebas para creer que una de estas rocas mayores causó la extinción de los dinosaurios. Un asteroide de unos 10 km de diámetro se encontró con la Tierra hace 65 millones de años en Chicxulub, cerca de las costas de Yucatán, en México, dejando un cráter submarino de 1.100 metros de profundidad y 180 kilómetros de diámetro. Los billones de toneladas de polvo y gas lanzados a la atmósfera habrían bloqueado la radiación solar al menos durante 6 meses, interrumpiendo la fotosíntesis y provocando un brusco descenso de las temperaturas que daría paso a una era glacial. A la muerte de las plantas le habría seguido, sin duda, la de gran parte de la fauna.

La amenaza que viene del cielo

CUANDO EL TAMAÑO SÍ IMPORTA.
La probabilidad de que un asteroide impacte contra la Tierra, así comola gravedad
de las consecuencias de la colisión, depende del diámetro de la roca. Los científicos
estiman que rondan la Tierra mil de estos objetos mayores de 1 kilómetro, esto es,
los que pueden causar un desastre global.

 

 

UNA ESTRELLA EXPLOTA EN EL CIELO DE TUNGUSKA
El 30 de junio de 1908, una bola de fuego explotó sobre Tunguska, en Siberia, arrasándolo todo en 30 km a la redonda. Las vibraciones sísmicas fueron detectadas incluso a 1.000 km de distancia. La onda expansiva destrozó casas y arrojó al suelo a los que estaban a menos de 60 km del lugar.
LA MADRE DE TODAS LAS OLAS VIENE ACOMPAÑADA.
En ocasiones, las tormentas y los maremotos generan olas gigantes de hasta 30 metros de altura. Una roca espacial de 200 metros de diámetro que impactase en el océano formaría una colosal onda marina de más de 200 metros de altura a la que seguirían otras de tamaño apenas menor.

Origen de la Gran Extinción

El profesor Luann Becker, de la Universidad de Seattle, hizo público en 2001 en la revista Science una teoría que acudía a las mismas causas para explicar la Gran Extinción, acaecida hace 250 millones de años. Según este investigador, la clave de la desaparición repentina del 90 por 100 de las especies fue el impacto de un cuerpo celeste. Hoy sabemos que por entonces se produjo una gran colisión meteórica en Canadá.

Las simulaciones por ordenador nos ayudan a comprender qué ocurriría si hoy se diera un caso semejante. En 1997, David Crawford, de los Laboratorios Sandia, en California, utilizó una supercomputadora para recrear el choque contra el océano de un cometa de 1.000 millones de toneladas, mucho más pequeño que el famoso Hale Bopp. Los resultados son sobrecogedores: la explosión sería al menos 10 veces más potente que la de las más de 24.000 cabezas nucleares que existen en la actualidad. Un enorme maremoto barrería todas las zonas costeras provocando miles de millones de muertes y el agua de los mares, al evaporarse, oscurecería el cielo durante meses o años.

¿ES LA ATMÓSFERA UN PARAGUAS CON AGUJEROS?
Muchos meteoritos se desintegran en la atmósfera, pero los de gran tamaño consiguen atravesarla. En 1947, los fragmentos escindidos de una roca de 300 toneladas –arriba, uno de 1.800 kilos– dejaron en Siberia 106 cráteres.
LA HECATOMBE DEJA HUELLA.
En 1991 fue descubierto el cráter de Chicxulub, en Yucatán –izquierda–. El anillo coloreado más grande muestra el borde, de 180 km de diámetro, y la línea blanca la franja costera. El cráter, en parte submarino, fue dejado por una roca de 10 km que hace 65 millones de años causó la extinción de los dinosaurios.

Las heridas de la tierra

Situación sobre la superficie terrestre de algunos de los cráteres de impacto más importantes.


LA EROSIÓN ES UNA CREMA CONTRA EL ACNÉ DEL PLANETA.Según el Laboratorio Planetario de la Universidad de Arizona, en la Tierra debería haber 3 millones de cráteres de más de 1 km de diámetro, pero la erosión y la actividad tectónica han borrado la mayoría de ellos. El Barringer Cráter (EE UU) –arriba–, de 4 km, es uno de los 160 que perduran.

Quizá el caso real más estudiado sea el de Tunguska. Los habitantes de esta región siberiana pudieron escuchar el 30 de junio de 1908 una enorme explosión causada por una roca de unos 30 a 100 metros de diámetro que se desintegró a 6 kilómetros de altura. El estallido no dejó cráter de impacto, pero la onda expansiva, similar a la de 300 bombas atómicas como la de Hiroshima –de unos 20 kilotones– calcinó todos los árboles en más de 30 kilómetros a la redonda.

Las colisiones de este tipo son tan brutales que, según el geofísico estadounidense Jon Erickson, “cuando un gran asteroide choca con la Tierra, ésta queda vibrando como una campana gigante. El golpe, además, induce terremotos, erupciones volcánicas e incluso cambios en el eje de rotación y en el campo magnético terrestre”.

Y es que ni siquiera el mar es un escudo eficaz contra un proyectil semejante. Un equipo de analistas de las fuerzas aéreas de EE UU precisó que la colisión de un objeto de 200 metros de diámetro en el Atlántico formaría una cadena de olas de más de 200 metros de altura que barrería cada dos minutos las costas de Europa y América.

Protección atmosférica

Los asteroides también pueden estar detrás del 50 por 100 de las inversiones del campo magnético terrestre. Algo así pudo suceder hace 15 millones de años, cuando uno de ellos impactó en lo que hoy es el sur de Alemania dejando un cráter de 24 kilómetros de diámetro.

Suena poco halagüeño, pero en la Tierra podemos considerarnos afortunados. Al menos contamos con una atmósfera que nos protege. En la Luna, un fragmento de sólo cuatro kilos impacta a 260.000 kilómetros por hora y provoca un cráter de 30 metros. No en vano, ya en las crónicas de Gervasio de Canterbury se explica cómo el 18 de junio de 1178 cinco testigos vieron una llameante antorcha y el cuerno superior de la luna nueva partiéndose en dos. ¿Se trataba del impacto que, como fue propuesto en 1976, formó el cráter Giordano Bruno, de 22 kilómetros de diámetro? Recientes estudios sugieren que no es probable, pues tal colisión habría generado en la Tierra una gigantesca tormenta de meteoros.

Lo cierto es que nada podemos hacer por nuestro desvalido satélite, pero, al menos, hoy, los impactos de los objetos cercanos a la Tierra son el único desastre natural del que podemos llegar a defendernos por nuestros propios medios.


UN ESCUDO PLANETARIO. Misiles, rayos láser y satélites para salvar la tierra.

 

 

Por primera vez en la historia de la Tierra, podemos impedir el catastrófico impacto de una gran roca estelar, una misión que se convertiría en la más importante que abordara conjuntamente la humanidad.

LA FUERZA BRUTA NO SIEMPRE SIRVE
El investigador Erik Asphaug, de la Universidad de California, en Santa Cruz, ha calculado que atacar directamente un asteroide de más de 1,5 km de diámetro con proyectiles sólo eliminaría el 10 por 100 de su masa. El resto caería a la Tierra junto con una buena dosis de radiactividad.

El mundo tenía buenos motivos para contener el aliento en 1967. El mismo año que la guerra rugía en Oriente Medio y en Vietnam, todo apuntaba a que el asteroide Ícaro, uno de los miembros del grupo Atenea-Apolo-Amor, de más de 1 kilómetro de diámetro, se inclinaba peligrosamente hacia la Tierra. El impacto, de unos 500.000 megatones, habría sido tan calamitoso que cualquier conflicto armado habría dejado de preocupar a los seres humanos. Afortunadamente, nuestro planeta esquivó a Ícaro con un regate espacial de 6,4 millones de kilómetros, pero la roca se convirtió en la piedra angular de un proyecto que iniciaría la estrategia de defensa planetaria que aún hoy estudian astrónomos y militares.

Aquel año, el profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) Paul Sandorff preguntó a sus estudiantes qué medidas habrían de tomarse si se hubiera confirmado una colisión inminente. Sandorff les propuso un reto: “Tienen 15 meses. ¿Cómo detendrían a Ícaro?”

En el MIT se concibió un plan que pasaba por el uso de seis cohetes Saturno 5 armados con una carga explosiva de 100 megatones y equipados con una antena de radar que seguiría el movimiento del asteroide. Sin embargo, por entonces apenas se concebía el uso de una potencia de fuego semejante y poco se sabía de las consecuencias de usar armas nucleares en el espacio.

El plan del MIT preveía que el ataque tendría un 90 por 100 de éxito, pero hoy sabemos que, en ocasiones, la destrucción termonuclear de un asteroide no es una opción válida. De hecho, los restos de un NEO (objeto cercano a la Tierra) de gran tamaño no sólo podrían ser tan dañinos como la roca original, sino que a la catástrofe se añadiría el riesgo de contaminación radiactiva.


UN TEMA DE PELÍCULA
En el filme Deep Impact, un equipo de astronautas intenta desviar un cometa que se acerca a la Tierra situando explosivos en su superficie. Sin embargo, la roca se escinde y un gran fragmento cae en el mar.

Hay que tener muy mala suerte

Un estudio de la revista New Scientist reveló que la probabilidad de fallecer por el impacto de un asteroide es mínima. Los científicos estimaron que cada 500.000 años se da una colisión fatal que acabaría con una de cada 4 personas. En una vida de 75 años, el riesgo es de 1 entre 25.000. Éstas son algunas de las causas de muerte violenta más probables en Occidente:
Accidente de circulación: 1 entre 100.
Asesinato:
1 entre 300.
Incendio: 1 entre 800.
Electrocución: 1 entre 5.000.
Accidente de aviación: 1 entre 20.000.
Impacto de asteroide: 1 entre 25.000.
Inundación:
1 entre 30.000.
Tornado: 1 entre 50.000.
Picadura venenosa: 1 entre 100.000.
Accidente con fuegos artificiales:
1 entre 1 millón.
Envenenamiento alimenticio severo: 1 entre 3 millones.

No hay donde esconderse

Quizá la opción más evidente sea la evacuación de la población de la zona de impacto, pero el gran número de personas y medios a movilizar convierten la tarea en una empresa formidable. Además, los astrónomos advierten que de poco valdría ocultarse si el asteroide o cometa fuera demasiado grande. En tal caso, el choque afectaría a todo el planeta, por lo que habría que poner en marcha otros planes.

Uno de los más estudiados implica cambiar la trayectoria del objeto, aunque para conseguirlo tendríamos que detectarlo con mucha antelación. La desviación se lograría provocando a lo largo de su órbita sucesivas explosiones de gran intensidad o quizá fijando en la superficie de la roca un dispositivo capaz de hacerlo cambiar de rumbo, como un conjunto de velas solares.

En teoría, estos ingenios podrían recoger el flujo de partículas que emana del sol, una pequeña pero significativa energía que poco a poco alteraría la ruta del asteroide.

Una propuesta aún más peculiar concibe la utilización de una nave spray que pintara toda su superficie. De este modo, cambiaría el reflejo de la luz y el ligero empuje provocado por la radiación solar acabaría desviándolo. El plan es correcto, pero su eficacia resulta más que dudosa. Sencillamente se tardaría demasiado en variar el rumbo del asteroide o cometa asesino.

Así las cosas, no son pocos los científicos que siguen pensando en usar proyectiles, incluso contra objetos de apenas 10 metros. En nuestro país, la empresa Deimos Space lidera el proyecto Don Quijote, una iniciativa que pretende estudiar las posibilidades de desviar un cuerpo celeste usando un proyectil. En la actualidad, sus expertos diseñan el Hidalgo, un bloque de 400 kilos con el que se pretende cambiar el rumbo de un asteroide, y el observatorio Sancho, cuya misión será no perderse detalle de la operación.

La NASA también está comprometida en una tarea parecida. Su misión Deep Impact tiene previsto enviar una carga de 350 kilos contra el asteroide Tempel 1 y analizar los resultados.

   

Seis estrategias con posibilidades de éxito
Astrónomos y militares de todo el mundo desarrollan decenas de planes más o menos realistas para impedir que un NEO choque con la Tierra. Sabemos que cuando es demasiado grande, un ataque con explosivos nucleares no garantiza su destrucción. Sin embargo, podríamos desviarlo. ¿Pero cómo?

Acelerador espacial
Una vez confirmado que la órbita del NEO lo lleva directamente contra la Tierra, se enviaría o se instalaría en él un cohete. Éste alteraría su recorrido antes de que entrara en ruta de colisión. La principal dificultad del plan es lograr situar con éxito el cohete.
Empujón nuclear
Hoy por hoy, ésta es la estrategia de defensa con más posibilidades de éxito con la que contamos. Uno o varios misiles equipados con ojivas nucleares explotarían en las cercanías del asteroide o cometa. La energía liberada modificaría así su rumbo sin destruirlo.
Canicas a escala cósmica
Se trata de empujar mediante cohetes un pequeño asteroide, de menos de 100 metros de diámetro, en dirección a la roca que amenaza la Tierra. En teoría, nuestro proyectil alcanzaría una gran velocidad y tras impactar sacaría al NEO asesino de su trayectoria.
La fuerza de la luz
Parte del programa Clementina 2 del Departamento de Defensa de EE UU prevé usar un rayo láser de alta intensidad para interceptar un asteroide o variar poco a poco su rumbo. Sin embargo, obtener la energía capaz de producir un haz así aún es un reto.
Supertaladradoras
Con suficiente antelación antes del impacto, podría construirse en la superficie del asteroide o cometa un gran taladro que extrajera material y lo arrojara al espacio, alterando así la masa y rumbo del NEO. El problema es proporcionar la energía necesaria al ingenio.
Un barco de velas solares
De los seis escenarios, este quizá sea el menos realista, aunque su base teórica es correcta. Unas velas especiales de 1.000 km de envergadura recogerían el haz de partículas que despide el Sol. Con el tiempo, el empuje, aunque pequeño, acabaría desviando la roca.

Minería de asteroides

Y es que en el MIT no estaban muy desencaminados. Según David Morrison, del Centro de Investigación AMES de la NASA, “con un plazo superior a una década, hoy podríamos desviar un objeto de hasta 500 metros con algún tipo de explosivo. Eso sí, si la alarma llegara sólo unos años antes del impacto, necesitaríamos otra estrategia”.

Además de la destrucción o el desvío, algunas hipótesis especulan con la posibilidad de capturar el asteroide en la órbita terrestre para explotar sus minerales. La idea, aunque audaz, aún está fuera del alcance de nuestras posibilidades técnicas.

Lo cierto es que cualquier acción de este tipo conllevaría una coordinación internacional hasta ahora inédita y unos gastos enormes.

Un informe del Departamento de Defensa de EE UU estima que, si detectáramos con 20 años de antelación un asteroide peligroso y decidiéramos interceptarlo, el coste de la misión sería abrumador. Sólo la correcta detección del objeto y calcular su trayectoria supondría invertir 14 millones de euros anuales. Cada año habría que emplear otros 23 millones en el envío de sondas de exploración y 75 millones más en misiones de encuentro con la roca espacial. Además, un sistema limitado de destrucción superaría los 1.000 millones de euros anuales durante casi un lustro.

Fuera cual fuera la opción elegida, el primer paso sería determinar la composición de la roca y si se trata o no de una masa homogénea.

Así, ya existen varios programas encaminados al estudio de asteroides y cometas. El Spaceguard Survey, iniciado por la NASA en 1998, pretende localizar el 90 por 100 de los objetos cercanos a la Tierra mayores de 1 kilómetro. Además, el proyecto NEO de esta agencia recibe cada año 3 millones de dólares para calcular sus órbitas. Su última aportación es el Sentry, un sistema automatizado que actualiza el rumbo, las aproximaciones y las probabilidades de impacto de los NEO.

En Europa, la Spaceguard Foundation realiza estudios sobre el deterioro ambiental que produciría la colisión de uno de estos cuerpos.


Próximas pasadas cercanas
de algunos grandes asteroides


Aunque previsiblemente no se producirá ningún impacto grave en el siglo XXI, los astrónomos revisan constantemente el cielo buscando nuevos asteroides o cometas cercanos a la Tierra y recalculando el rumbo de los conocidos. (*) Una unidad astronómica (UA) equivale a 149,5 millones de kilómetros. Por debajo de 0,05, el objeto puede constituir una amenaza.


CON UN OJO SIEMPRE PUESTO EN EL CIELO
Los telescopios del observatorio Kitt Peak, en Arizona (EE UU), son uno de los principales instrumentos de seguimiento de objetos cercanos a la Tierra.

Investigación in situ

La exploración es otro de los puntos fuertes en una estrategia de defensa global. La sonda NEAR, construida por el laboratorio de física aplicada de la Universidad Johns Hopkins, descubrió en 1997 que el gran asteroide 253 Mathilde tenía numerosos cráteres de impacto, uno de ellos de casi 10 kilómetros. Su misión principal era, sin embargo, estudiar el asteroide 433 Eros, del tamaño de la isla de Manhatan. En 1998 y en 1999 pudo aproximarse a él, convirtiéndose en la primera nave en orbitar un asteroide.

Por su parte, la misión Stardust pretende aproximarse lo bastante al cometa Wild 2 como para tomar una muestra y volver a la Tierra en 2006, y la misión Muses C, encabezada por Japón, intentará llevar una sonda hasta el asteroide Nereus y liberar en su superficie un robot.


EL PRIMER ENCUENTRO
Tras orbitar alrededor del asteroide Eros, la sonda NEAR aterrizó sobre su superficie en febrero de 2001. La misión aportó imágenes y datos clave para el estudio de los NEO.


PROBLEMAS DE ORIENTACIÓN
Esta imagen del asteroide 433 Eros muestra la inusual topografía y gravedad presentes en estos objetos. Así, un balón dejado en una zona coloreada en rojo se desplazaría hacia una en azul.

Uno de los grupos más activos es el Spacewatch, fundado en 1980 y dependiente del Laboratorio lunar y planetario de la Universidad de Arizona. Hoy, los telescopios de esta institución, situados en Kitt Peak (EE UU), son los que con más éxito siguen la evolución de los NEO.

Sin embargo, no todo son logros. La sonda Contour, lanzada en julio para estudiar tres cometas, fue localizada parcialmente destruida un mes después.

Aunque la investigación es hoy la mejor herramienta con la que contamos, no estamos indefensos. Así lo creen los oficiales del Departamento de Astronáutica de las Fuerzas Aéreas de EE UU: “disponemos de la tecnología para predecir una catástrofe causada por asteroides o cometas. Otras especies se han extinguido porque no pudieron protegerse a sí mismas. Nosotros no vamos ser los siguientes”.

PARA SABER MÁS
En Internet
www.iau.org Sitio principal en la red de la Unión Astronómica Internacional.
http://impact.arc.nasa.gov Página web de la NASA donde se analizan los riesgos de un impacto.
http://spacewatch.lpl.arizona.edu Sitio del proyecto Spacewatch de la Universidad de Arizona.
http://neat.jpl.nasa.gov Página de la NASA donde se sigue la evolución de los NEO.

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