El convento de Graça, en Torres Vedras, tiene en la sala de la portería curiosos paneles de azulejos que cuentan episodios de la vida de san Gonzalo de Lagos, prior que era de este establecimiento en la fecha de su muerte, en 1422. Dentro está la tumba del mismo san Gonzalo, pero no debe de ser santo especialmente milagroso, pues no se ven señales particulares de devoción y agradecimiento. Estos santos le resultan siempre simpáticos al viajero: se esforzaron en la tierra, venciendo sabe Dios qué flaquezas, y no fueron luego beneficiados con especiales poderes; hacen su milagrito de tiempo en tiempo, sólo para no perder lugar, y eso es todo. En el parlamento de los santos deben de ocupar los últimos escaños; votan si hay que votar, y con eso nos contentan.A los lados del prebisterio hay dos santas imponentes, de ropajes suntuosos, altivas como madres abadesas. Están en lugar de honor, pero fuera de los altares, hecho ante el que el viajero se permite cierta extrañeza: teniendo que dirigirse el creyente a cualquiera de ellas, puede hacerlo con gran simplicidad, como si conversara con tina amiga encontrada por casualidad, pero el ceremonial de la oración debe sin duda de salir perjudicado y perder su eficacia. A la salida dio el viajero los buenos días a tres mujeres que andaban en el atrio en grandes limpiezas de escoba y paño mojado, y ellas respondieron de tan buen modo que salió de allí como si hubiera sido bendecido tres veces.
El museo municipal no es rico, pero muestra a gusto lo que tiene. Y tiene algunas buenas tablas de talleres regionales, alabadas por el viajero con palabras que cayeron bien en el ánimo del joven funcionario que lo atendía. Notable de modo superlativo es una escultura de madera, probablemente española, que representa a Cristo muerto. De un tamaño que se aproxima al natural, y mostrado de manera realista, aunque no dramatizada, este Cristo es de las más bellas piezas en su género, y no son muchas, porque si hay una región de la representación sacra donde se haya instalado la banalidad, es precisamente ésta. Más alabanzas merece, pues, el Cristo de Torres Vedras.
Se lanzó el viajero al camino consolado aún por las bendiciones de las tres mujeres de la escoba, pero no tardó en comprobar que el radio de acción de las bendiciones es peligrosamente corto para quien no lleva otra protección. Fue el caso que en Turcifal vio el viajero una altísima iglesia alzada sobre una terraza a la que por muy empinados tramos de escalera se llegaba, eso si había buena pierna. Movió el aventajado edificio la curiosidad del viajero, que :se lanzó al habitual juego de la llave. Caritativa mujer que en un balcón estaba delegó en su hijo pequeño el encargo de acompañarle a una calle retirada. El viajero aprovecha para confesar aquí que no tiene gran talento para conversar con niños. Lo demostró una vez más en Turcifal. Allá iba aquel pequeño, arrancado de sus solaces, acompañando a un desconocido; era primario deber del viajero sacar conversa. No lo hizo. Musitó una pregunta cualquiera, a la que el chiquillo, sensatamente, no respondió, y en ese poco se quedó. Menos mal que la casa no estaba lejos.
Ojalá lo estuviera, ojalá el viajero se cansara y desistiese. "Aquí es", dijo el pequeño. El viajero llamó una vez, llamó dos veces, y después de llamar tres se abrió una rendija avara, y una cara de mujer vieja apareció, severa: "¿Qué desea?". Da el viajero el acostumbrado recado, vino de lejos, anda visitando, le haría un gran favor, etcétera. Responde la rendija de la puerta: "No estoy autorizada. No doy la llave. Vaya a pedírsela al cura". ¡Qué sequedad, cielo santo! Insiste el viajero, está en su razón, le aseguraron que daban la llave allí, pero se queda con la frase a medias porque le dan bruscamente con la puerta en las narices, y es la primera vez que tal cosa le acontece.
Afrenta
Turcifal no tiene derecho a hacerle una afrenta así al viajero. Va éste a temperar su indignación con un café, que a esta hora de la mañana no va a servir más que para poner acedumbres en su estómago, y se demora pensando si irá a casa del cura o si da la espalda a Turcifal. Piensa ya que en el lindero de la población hará el teatral gesto de sacudirse el polvo de las botas, pero recuerda entonces los buenos modos de la primera mujer, la sensatez del chiquillo, y va a ver al cura. Asombrémonos todos. Ya está la vieja allí, con grandes demostraciones explicativas, de palabra y gesto, con el ama del cura, o tal vez pariente, el viajero nunca lo sabe, y cuando se aproxima repara en que la vieja retrocede asustada, como delante del Enemigo. "¿Qué habré hecho yo?", se interroga. Nada hizo, y todo acaba explicándose. Esta pobre mujer, mostrando la iglesia a sus visitantes, fue por dos veces víctima (palabras suyas) de ataques de testigos de Jehová que querían cometer no sé qué desacatos o sacrilegios. Uno de los testigos (según parece) hasta le echó las manos al pescuezo, un horror. El viajero había sido confundido con un testigo de Jehová, y suerte fue que no hubieran visto en él cosa peor. En fin, fueron todos juntos a la iglesia, que, todo visto, no merecía la mitad de estos trabajos y de tanta agitación. Quedaron firmadas las paces, pero el viajero aún hoy está convencido de que, para la mujeruca de Turcifal, es realmente testigo de Jehová, y que trabaja en la clandestinidad.
En Varatojo todo fue mejor. Ocurrió que llegó al convento por las traseras, y con eso salió ganando. Miró la alta fachada, empezó a buscar la puerta y dio con ella, una puertecilla baja que daba a un paso oscuro que, a su vez, se abría a la luz de un patio. El silencio era total. Estaba el viajero dudando, entro, no entro, cuando aparece un hombre fuerte, vestido con jersei de cuello alto. El viajero espera ser interpelado, pero no, el hombre se limita a responder a su saludo, y es el viajero quien explica: "Me gustaría visitar...". El otro responde sólo: "Desde luego", y se aleja, se mete en un coche que allí cerca estaba y desaparece. El viajero se pregunta: "¿Quién será?". Cura no parecía, así vestido, pero en estos tiempos nunca se sabe. Volvió el silencio. Alentado por la autorización, entra decidido, y lo primero que ve es una escalera que da a un rechinante pasillo de madera donde hay unas puertas tan bajas que obligarían a inclinarse al más bajo de los adultos. Son las celdas de los frailes. El viajero se acuerda de Asís: ambos conventos son de franciscanos, no es sorprendente que encuentre semejanzas.
Pasado el patio, que había sido lo primero que el viajero vio, está el claustro. Éstos son los claustros que le gustan al viajero: sencillo, pequeño, discreto. Siendo primavera, no faltan flores ni abejas. En una de las columnas se enrosca un grueso tronco, y el viajero se asombra pensando cómo es posible que no haya desplazado la fuerza del arbusto el apoyo de los arcos y no se haya venido todo abajo. Y cuando mira hacia arriba, en busca de eventuales estragos, ve el viajero en el techo pintado un motivo constantemente repetido: el rodezno de sacar agua, que fue el emblema del rey Alfonso V. Caso extraño: esta gente noble medieval tomaba para sus enseñas personales las imágenes de objetos mecánicos, instrumentos usados por quienes villanos eran, y por tanto no preciados: este rodezno los guindastes del conde de Ourém, la camaronera de la reina doña Leonor, y quién sabe cuántos más que por ahí anden. Sería interesante investigar estas adopciones, qué relaciones morales o espirituales, ideológicas en consecuencia, las motivaron.
Pasa en este momento, por el otro lado del claustro, en silencio como una sombra, un fraile. No miró, no dijo una palabra, pasó rápidamente, a qué obligaciones iría. El viajero, luego, duda de que hubiera visto al fraile. Es decir: no duda, lo que pasa es que no consiguió ver de qué puerta salió y por qué puerta entró, y eso habrá de causarle pronto ciertas dificultades, cuando ande en busca del paso hacia la iglesia.
Sala capitular
Pero se trata ahora de la sala capitular, que pata el claustro da. En anchura, altura y longitud es de rigurosa proporción. Son excelentes los azulejos setecentistas. Sobre la sillería hay retratos de frailes, y el viajero va pasando de uno a otro, sin prestar mucha atención a pinturas que en general no son buenas, cuando, de repente, queda clavado allí en el suelo, tan feliz que ni sabe explicárselo. Tiene ante él, en admirable pintura, el retrato de fray Antonio das Chagas, hombre que en el mundo se llamó Antonio da Fonseca Soares, fue capitán del tercio de Setúbal, mató a un hombre cuando aún no tenía 20 años, vivió disipadamente en Brasil, en esparcimientos de arte amatoria, y perdonado al fin su crimen de juventud entró como novicio en la Orden de San Francisco, después de otras no pocas andanzas y algunas recaídas en tentaciones mundanas. En fin, un hombre de carne y sentidos que llevó a la religión sus arrebatos militares de escaramuza y guerrilla, y, siendo gran predicador, alborotaba al auditorio, llegando hasta tirarles desde el púlpito el crucifijo, última y violenta argumentación que rendía de una vez a los fieles, con gritos y suspiros prosternados en el pavimento de la iglesia. Le llamaron capitán Bonina, y al predicar, no teniendo otros enemigos carnales a mano, se daba a sí mismo violentas bofetadas, tales y tantas que su director espiritual le aconsejaba moderación en el castigo. Todo esto es barroco, contrario a los declarados gustos del viajero, pero este fray Antonio das Chagas, que en Varatojo murió, en 1682, habiendo nacido en Vidigueira en 1631, fue hombre entero y por eso excesivo, escritor gongorino, hijo de su tiempo, lírico y obsceno, figura que nunca supo hacer nada sin pasión. Aunque fuera malo este retrato, igualmente lo contemplaría el viajero fascinado. Pero la pintura, vuelve a decir, es excelente, digna de un museo y de un lugar principal en él. El viajero se siente feliz por haber venido a Varatojo. En una de estas celdas murió el frailuco, que así le llamaban en su tiempo. A la hora de morir, en la madrugada del 20 de octubre, pidió al compañero que lo asistía que le abriera la ventana para ver el cielo. No vio el paisaje ni el sol que había iluminado sus excesos. Sólo la grande y definitiva noche en que iba a entrar.
El viajero salió de la sala capitular bastante conmovido. Feliz y conmovido. Una vida de hombre es lo más importante que hay. Y éste, que anduvo por caminos que, ciertamente, el viajero ni pisa ni va a pisar, acabó en aquella misma encrucijada adonde el viajero llegará, tan cierto él de haber vivido como quiere éste que sea su propia convicción. Caminos no faltan, y no van a dar todos a la misma Roma.
Ahora el viajero busca el camino para ir a la iglesia. Abre cuantas puertas aparecen ante él, y tras levantar y bajar picaportes, meter la cabeza por desvanes, topar con trancas fuera después de haber desatrancado las de dentro, da al fin con su cuerpo en el templo. Nadie lo ha visto, nadie le ha venido a pedir cuentas, es un viajero libre. No faltan motivos de atención, bien en la nave, bien en las capillas: mármoles embutidos, retablos de talla barroca adornados con ángeles y pájaros, pinturas edificantes, azulejos de buen diseño. En moldura alta y apretada, porque en este sitio el espacio no daba para más azulejos, un peregrino, de espaldas, se aleja, mientras un árbol esbelto en cierto modo lo prolonga, al tiempo que llena el espacio vacío. Entre mil imágenes, perduró ésta más vivamente en la memoria del viajero. Explíquelo quien pueda.
Va siendo hora de partir. El viajero sale de la iglesia, cruza el claustro, mira una vez más al capitán Bonina ("O morir en la empresa o alcanzar la victoria", son palabras de él), y mientras baja la colina va pensando que, si un día se mete a fraile, es a la puerta de Varatojo adonde irá a llamar.
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