¿Dónde está todo el mundo?


Hay vida microbiana en unos entornos considerados hasta ahora inhabitables - La ciencia se pregunta si es un fenómeno generalizado en el Universo


JAVIER SAMPEDRO 12/12/2010



El hallazgo por investigadores de la NASA de una bacteria capaz de alimentarse de arsénico en el lago Mono de California (en la imagen) alimenta el debate sobre la vida microbiana.- GETTY

El descubrimiento por investigadores de la NASA de una bacteria capaz de alimentarse de arsénico en el lago Mono de California -y el escepticismo con que otros científicos han recibido el hallazgo- es el último capítulo de una historia con un argumento tenaz: la ampliación progresiva de las fronteras de la biosfera, o el conjunto de hábitats que puede ocupar la vida.

En los últimos tiempos, los científicos han hallado signos de vida microbiana en unos entornos insospechados, considerados inhabitables durante casi toda la historia de la biología. Estos incluyen unas aguas a temperaturas de 113 grados centígrados, condiciones extremas de acidez o salinidad y las entrañas subterráneas más profundas que han alcanzado de momento las sondas, a más de 1.600 metros bajo el suelo submarino.

También hay bacterias, como Deinococcus radiodurans, capaces de recomponer su genoma destrozado por unos niveles de radiación letales para casi todas las formas vivas, y complejas ecologías microbianas perfectamente adaptadas a las venenosas aguas piríticas de Río Tinto, en Huelva.

Todas estas formas de vida en condiciones extremas son de particular interés para la astrobiología, la disciplina científica que busca, o se prepara para buscar, formas de vida en otros planetas del Sistema Solar, y en otros sistemas solares ajenos al nuestro, puesto que fuerza a incluir en la búsqueda, como posibles marcos para la vida, unos entornos planetarios previamente considerados inhóspitos.

De un interés más directo para la astrobiología, pero también en la zona más roja que alcanza la aguja de la polémica y el escepticismo, están las evidencias obtenidas por científicos de la NASA de fósiles bacterianos en el meteorito Orgueil, un objeto celeste caído en Francia en el siglo XIX, de probable origen cometario, y un icono de la investigación en el campo: no solo fue investigado por Pasteur poco después de su caída en suelo francés, sino que también fue objeto de uno de los más célebres y embarazosos fraudes científicos -o más bien pseudocientíficos- de la historia.

El fraude se perpetró en el siglo XIX, pero no se detectó hasta 1962, cuando un equipo de investigadores examinó uno de los fragmentos del meteorito Orgueil que había permanecido casi un siglo sellado en la vitrina de un museo. Aparecieron granos de arena, semillas y trozos de un junco europeo. De la especie Juncus conglomeratus, para ser más exactos.

Nadie sabe quienes fueron los embaucadores que prepararon aquel estofado botánico hace 150 años, ni por qué lo hicieron. Cabe especular que pretendieron forzar un argumento a favor del origen cósmico de la vida terrícola. Y también cabe imaginar la magnitud de su decepción al ver cómo su chapucera obra maestra se archivaba en un museo sin haber sido analizada por nadie.

Pero el meteorito en sí mismo no es ningún fraude. El 14 de mayo de 1864, un objeto celeste de unos 12 kilos -un tamaño considerable- se hizo aparente en el cielo del sur de Francia y se desintegró en una veintena de fragmentos que cayeron a la vista de todo el mundo en las cercanías del pueblecito de Orgueil, unos 100 kilómetros al norte de los Pirineos, no lejos de Toulouse. Los vecinos buscaron enseguida los fragmentos caídos, que variaban entre el tamaño de una pelota de tenis y el de un balón de fútbol.

Desde el primer momento resultó obvio que el meteorito estaba hecho de sustancias orgánicas, el tipo de moléculas basadas en cadenas de carbono que constituyen a todos los seres vivos. Los fragmentos, por ejemplo, podían cortarse con facilidad con un simple cuchillo, y podían usarse para dibujar como si fueran un lápiz. Los científicos franceses se interesaron por el meteorito, y Marcellin Berthelot y otros destacados químicos de la época confirmaron pronto la presencia abundante de materiales orgánicos en las muestras.

Estos hechos llamaron la atención de Louis Pasteur, uno de los padres de la microbiología. Pasteur había refutado poco antes la teoría de la generación espontánea, al demostrar que los gusanos y microorganismos que aparecían al pudrirse la carne no provenían de la carne, sino de insectos que ponían sus huevos sobre ella, o de bacterias también llegadas del exterior que se reproducían óptimamente alimentándose de ese material en descomposición.

Pasteur pensaba que toda vida provenía de otra vida y, como extrapolación de esa idea, era contrario a la teoría de que la vida primigenia se hubiera originado en la Tierra a partir de la materia inerte. El meteorito de Orgueil sugería la posibilidad obvia de que la vida terrestre hubiera llegado del espacio exterior, y el gran científico puso lo mejor de su sabiduría y su técnica experimental a la tarea de buscar microbios activos en el interior del meteorito de Orgueil. Sin éxito.

Pero Richard Hoover, de la NASA, y Alexéi Rozanov, del Instituto Paleontológico de Moscú, presentaron en agosto de 2004 en Denver (Estados Unidos) una ponencia titulada Nuevas evidencias de la presencia de microfósiles indígenas en las condritas carbonáceas.

Las condritas carbonáceas son los meteoritos más infrecuentes -hay menos de cien impactos registrados en el planeta en toda la historia- y provienen de cuerpos celestes, probablemente cometas, que llevan vagando por el espacio desde los orígenes del sistema solar, hace 4.600 millones de años.

Son testigos de la infancia remota de nuestra vecindad. La más famosa de todas las condritas carbonáceas es justamente el meteorito de Orgueil, al que se refería el trabajo de Hoover y sus colegas de la NASA.

Hoover y Rozanov han descubierto en el interior del meteorito Orgueil los restos fósiles de unas estructuras biológicas muy bien conocidas por los microbiólogos: las alfombras de cianobacterias, unas asociaciones de microbios fotosintéticos (capaces de convertir la luz solar en energía biológica) que se cuentan entre los más antiguos rastros de vida fósil hallados en la Tierra, en depósitos de hace unos 3.500 millones de años. ¿Llegaría la vida a la Tierra en un meteorito similar al Orgueil, pero caído hace más de 4.000 millones de años?

"No creo que sea el caso", responde Hoover en conversación telefónica con EL PAÍS. "De hecho, esa es una de las razones por las que nuestro trabajo ha sido más criticado. La gente dice: '¿Pero cómo van a ser esas estructuras más viejas que el Sistema Solar, si son tan parecidas a las formas de vida de la Tierra? Es cierto que estoy convencido de que el meteorito de Orgueil, como otras condritas carbonáceas, son restos de cometas. Y no cabe duda de que contiene diamantes y otros materiales que hemos podido datar en 4.600 millones de años, y son por tanto más antiguos que el Sistema Solar. Pero no creo que las estructuras biológicas contenidas en él, los microfósiles, sean tan antiguas".

"Los cometas", prosigue explicando Hoover, "colisionan ocasionalmente con otros cuerpos del Sistema Solar; si ese cuerpo es, por ejemplo, Europa [un satélite de Júpiter con agua líquida, donde los científicos creen posible que haya vida microbiana], es perfectamente posible que durante la colisión el cometa capture formas de vida autóctonas que luego puedan crecer y fosilizarse en el propio cometa; las colisiones pueden también ser indirectas, como sugiere el hecho de que muchos cometas tienen numerosos cráteres; los cometas son transportadores de vida de un lugar a otro del Sistema Solar, no sus lugares de origen".

Hoover y sus colaboradores han presentado estos hallazgos en publicaciones de la NASA y actas de congresos científicos (por ejemplo). "Los enviamos a Nature y fueron rechazados", dice con resignación. Al científico le parece "muy triste" la situación descrita por una famosa frase del astrofísico Carl Sagan: "Los anuncios extraordinarios requieren evidencias extraordinarias". Dice que eso no ocurre en matemáticas: "Si tú demuestras un teorema, no importa lo extraordinario que sea: lo has demostrado y ya está".

Todos estos hallazgos, desde los más aceptados hasta los más polémicos, suscitan inevitablemente algunas de las cuestiones más profundas, ancestrales y trascendentales que cabe imaginar sobre nuestra posición en el cosmos: ¿Es la vida una rareza de nuestro planeta? ¿O es un fenómeno generalizado, casi omnipresente, en el universo? ¿Cuán probable es su emergencia a partir de la mera química de la materia inerte? ¿Estamos solos? Si no es así, y expresándolo mediante la paradoja planteada hace medio siglo por el gran físico italoamericano Enrico Fermi: "¿Dónde está todo el mundo?".

La pequeña leyenda de esta paradoja dice así: en 1950, Fermi salió a comer con dos colegas del laboratorio de Los Álamos. Uno de ellos era Edward Teller, que después alcanzaría la fama mundial como creador de la bomba de hidrógeno. En mitad de la comida, Fermi se quedó pensando: si la Vía Láctea tiene más de 200.000 millones de estrellas, la mitad con planetas en órbita; y si parte de ellos están en la zona compatible con la existencia de agua líquida, como la Tierra; y si en la Tierra surgió la vida, y después la inteligencia, lo mismo ha debido ocurrir en varios otros millones de planetas de nuestra galaxia hace miles de millones de años; y como colonizar la galaxia solo sería cuestión de unos pocos millones de años, los extraterrestres ya deberían haber llegado aquí. Punto en el que Fermi abandonó el cálculo mental para pronunciar en voz alta: "¿Dónde está todo el mundo?". La paradoja de Fermi.

El astrofísico Frank Drake formalizó en 1961 el cálculo mental de Fermi, en lo que se conoce como la ecuación de Drake. La fórmula no es más que una multiplicación de una ristra de siete factores (la fracción de estrellas que tienen planetas; multiplicado por la fracción de planetas aptos para la vida en cada sistema solar; multiplicado por la fracción de esos planetas en los que de hecho surge la vida, etcétera), y calcula el número de civilizaciones alienígenas que debería haber ahora mismo en nuestra galaxia. Las que hay de hecho, por todo lo que sabemos hasta ahora, son una o ninguna, incluyendo la nuestra.


¿Qué es la vida?

La mayor parte de los científicos coinciden en una definición de vida que debe incluir tres componentes:

- Un sistema de replicación, como es el ADN en el caso de la vida terrestre. Debe sacar copias de sí mismo y contener, en una forma compacta, la información para generar el resto de los componentes del sistema biológico.

- Un metabolismo, o conjunto de reacciones químicas que le permitan utilizar alguna fuente de energía externa para sintetizar sus propios componentes a partir de los materiales del entorno.

- Una membrana que le sirva para distinguirse a sí mismo del entorno, y para filtrar los materiales que le interesa importar de los que conviene mantener fuera o expulsar.

Lo que podemos imaginar

La búsqueda de vida extraterrestre no solo está limitada por la tecnología y por la economía, sino también por la imaginación. El primer problema al que se enfrenta un astrobiólogo es saber qué es lo que tiene que buscar ahí fuera. Como dice uno de ellos, Mark Greener, parafraseando al físico británico Arthur Eddington: "La vida puede ser no solo más extraña de lo que imaginamos, sino también más extraña de lo que podemos imaginar".

Un ejemplo muy reciente es el descubrimiento, aún polémico, de bacterias que no solo pueden vivir en las aguas repletas de arsénico del lago Mono de California, sino que hasta pueden incorporarlo a la estructura de su ADN. El ADN, como las demás biomoléculas que constituyen las células, se construye normalmente con los átomos fundamentales de la vida: carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, azufre y fósforo. En la nueva bacteria, el arsénico puede sustituir al fósforo y convertirse así en un componente estructural de la doble hélice del ADN, el sustrato de la información genética.

Los proyectos del futuro inmediato para buscar vida fuera del Sistema Solar se concentrarán en las firmas químicas de la vida tal y como la conocemos, como la presencia de agua o de oxígeno en un planeta extrasolar. Los proyectos Darwin (europeo) y Terrestrial Planet Finder (estadounidense) se basan en interferómetros, o telescopios espaciales compuestos con un diámetro combinado de 50 metros.

Ese diámetro es necesario para poder distinguir las emisiones del planeta de las de la estrella alrededor de la que gira. El sistema deberá llevarse a una órbita cercana a la de Júpiter para eludir la interferencia de la luz zodiacal, reflejada por el gas y el polvo del sistema solar, y que es más débil cuanto mayor es la distancia al Sol.

Un aparato de ese tipo podrá distinguir un planeta a la distancia adecuada de una estrella como para contener agua líquida, y también medir el espectro de su luz reflejada para inferir qué gases forman su atmósfera.

Pero el mejor candidato en nuestro propio Sistema Solar es Europa, una luna de Júpiter que queda fuera de esa franja, y en el que el agua líquida, de confirmarse, es exclusivamente subterránea. En cuanto al oxígeno, la mayor parte de la historia de la vida en nuestro propio planeta ha existido y evolucionado en su virtual ausencia.


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