Aun sin conocer su obra,
decir Nostradamus es para mucha gente sinónimo de que algo malo se avecina. Si
bien la historia no ha concedido mucho espacio a la figura de este adivino por
antonomasia, Nostradamus ha pasado a formar parte de una especie de
inconsciente colectivo en que se mezclan el miedo y la angustia ante el futuro.
Pero ¿quién era realmente el autor de las Centurias proféticas?
Nostradamus fue un producto
característico de su tiempo (el siglo XVI) y de un espacio geográfico agitado
(la Provenza francesa de las guerras de religión, las epidemias y las
hambrunas) en el que algunos siguen queriendo hallar el anticipo de lo que el
futuro nos reserva.
Michel de Notredame era su
verdadero nombre. Nació en Saint-Remy, en la Provenza, en 1503. Su origen no es
menos oscuro que su obra. Rastrearlo supone tropezar con un árbol genealógico
imposible cuya única parte sin daño son sus raíces: judías. Esta ascendencia,
incómoda en su tiempo, fue objeto de ocultación y maquillaje por la mayoría de
sus antepasados, que, como, tantos otros, cambiaban de identidad adoptando
nuevos nombres. No resultaba difícil en aquellos tiempos. El apellido era una
creación reciente, una modernidad puesta en práctica por el monarca galo Francisco
I para reforzar el control de una población cada vez más numerosa y más móvil.
NOSTRADAMUS Y RABELAIS, DOS COETÁNEOS
Nostradamus comparte con Rabelais (en la imagen),
el autor de los célebres Pantagruel (1532) y Gargantúa (1534), no sólo el
tiempo histórico. Ambos estudiaron medicina en la Universidad de Montpellier
y gozaron del amparo de poderosas mujeres. Si la reina Catalina de Médicis
protegía a Nostradamus, Margarita de Navarra, hermana de Francisco I, era
protectora de Rabelais. Las obras de uno y de otro son retratos velados de
una misma realidad calamitosa. En el caso de Rabelais, le granjearon
suspicacias y condenas, como la de la facultad de Teología o la del
Parlamento. Como Nostradamus, Rabelais también elaboró almanaques y escribió
el segundo capítulo de su Gargantúa calcando el estilo agorero del momento,
aunque premeditadamente falto de todo sentido.
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Por parte de madre, de la
que poco se sabe, el abuelo de Nostradamus era médico de corte. Su padre,
Jacques de Notredame, como antes su abuelo paterno, comenzó siendo prestamista
y comerciante. Su prosperidad le llevaría a conseguir después una acomodada
posición como notario.
Michel de Notredame empezó
estudiando humanidades en la Universidad de Aviñón, ciudad con una importante
presencia judía que le facilitó el acceso a la Biblia, los métodos
cabalísticos, la alquimia y la astrología. En esos tiempos empiezan a aparecer
los libros y, con ellos, las primeras librerías. El saber se divulga. Pero
hacia finales de 1520, esta agitación cultural, al igual que el resto de la
vida en Aviñón, sufre los efectos de la llegada de la peste. Los estudios
universitarios del joven Notredame quedan interrumpidos. Como todas las
instituciones, la universidad cierra, mientras la epidemia se va extendiendo de
ciudad en ciudad: Narbona, Burdeos, Toulouse...
Durante diez años las
calamidades se suceden sin tregua. Las heladas congelan el grano, la hambruna
recorre las ciudades y, para sumar mayor dramatismo al ya largo rosario de
desgracias, llega la guerra. En 1524, el ejército del emperador Carlos V, que
continua su política hegemónica, penetra en la Provenza e invade Marsella.
España y Francia, las dos grandes potencias de la cristiandad, se disputan la
supremacía de Europa, un pulso que mantendrán durante casi cuarenta años
(1521-59).
Pero la guerra no era un
fenómeno extraño en la Provenza de Nostradamus. A las campañas imperiales había
que añadir los conflictos internos, conflictos civiles entre facciones rivales,
guerras de religión entre católicos y protestantes (son los tiempos de la
reforma) y guerras también en las zonas costeras, escenario de las incursiones
piratas y las batallas contra turcos y españoles.
Hasta finales de década no
habrá posibilidad de reanudar estudio alguno. Nostradamus emprende entonces una
vida errante en contacto con la naturaleza, la gente y sus costumbres. En este
período se familiariza con aspectos de la botánica, estudia y prueba remedios
caseros, extrae enseñanzas de la elaboración de las conservas y recetas de cocina...
Con todo ello, va descubriendo que el saber popular, a través de una larga
experiencia de exactitud, también suele contener ciencia.
En 1529, con 26 años, vuelve
a la universidad. Ingresa en la facultad de Medicina de Montpellier, entonces
la universidad más importante del reino de Francia y la más progresista con
respecto al conservadurismo de la Sorbona.
Cuando termina sus estudios,
se instala en Agen para ejercer como médico boticario. Se casa y tiene dos
hijos, pero mujer e hijos le serán arrebatados por un nuevo episodio de peste.
Entonces Notredame abandona su casa y vuelve a la vida errante de los caminos.
Se convierte en médico itinerante, figura habitual de la época cuyo trabajo
consistía en ir de ciudad en ciudad colaborando con los médicos locales.
Según sus biógrafos, 1544
Notredame lucha codo con codo junto a otros médicos contra la peste. Su fama va
creciendo. En 1546 es solicitado en Aix-en-Provence para ayudar a combatir esta
epidemia, un mal que desborda cualquier esfuerzo y cuyo panorama retrata el
propio Nostradamus: “Terminada la visita por toda la ciudad y expulsados los
apestados, al día siguiente había más que antes [...].
La fama primera de Notredame
proviene del ejercito de la medicina y se verá incrementada por un remedio
contra la peste que, aprovechando sus conocimientos botánicos, formula él
mismo. Contra lo que se ha dicho en ocasiones, no era un medicamento curativo,
sino preventivo, sólo protegía a los que todavía no estaban contaminados.
No se sabe si sus éxitos
médicos fueron tan espectaculares como quieren algunos, pero parece cierto que
gozaba de un crédito creciente que hacía que fuese solicitado por unos y otros.
En 1547, también Lyon, que constituía entonces un cruce de caminos de la
cultura y el comercio europeos, reclamará sus servicios.
NOTREDAME A NOSTRADAMUS
A los 46 años, Michel de Notredame era ya un
anciano. Entonces la esperanza de vida de un hombre no pasaba de los
cuarenta. A esas alturas de su vida, sin embargo, es cuando decide
convertirse en Nostradamus. Se prepara para la eternidad. Como antes habían
hecho otros, Nostradamus sigue el ejemplo de Petrarca, que latinizó su nombre
original, Francesco dei Petracco, para tratar de conseguir ya en vida la
dignidad de un clásico. La influencia de Petrarca se dejó sentir durante
largo tiempo no sólo a través de su obra literaria, sino también con sus
innovadoras aportaciones sobre la individualidad, ese yo que aspira a “dejar
memoria de nosotros a la posteridad”.
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Ese mismo año Notredame
vuelve a contraer matrimonio. Será con una joven viuda a la que, de forma
incomprensible, abandona casi de inmediato y por un espacio de dos años.
Durante ese tiempo viaja por Italia. A su regreso, en 1550, vuelve a la
Provenza, a Salon-de-Provence, con su mujer. Tenía ya 47 años, un anciano para
la época, pero será aún padre de seis hijos.
Hasta su domicilio llegarán
con sus consultas los humildes y los poderosos. Su protectora, Caterina de
Médicis, esposa y madre de reyes, le pide la elaboración de horóscopos para sus
hijos y le hace su consejero.
Nostradamus se retira de la
medicina y se encierra en el estudio. Deja que otros curen a los enfermos y
pasa a convertirse en escritor.
Publicación de libros – las profecías eran la moda
de la época. En el repertorio de asuntos de interés, vaticinios y predicciones
gozaban de una popularidad sólo comparable al fútbol de nuestros días. Pero
lejos de la frivolidad y el mero pasatiempo, eran obras que, por una parte, se
dirigían a disipar las materiales incertidumbres de los campesinos, ofreciendo
pronósticos meteorológicos. De ahí como Efemérides perpetuas del aire
o Astrología de los rústicos. Por otra, ayudaban a mitigar las
preocupaciones trascendentales sobre el hombre y su destino. Reyes y pueblo
llano habitaban un mundo dominado por las calamidades y, en consecuencia, por
un sentimiento apocalíptico de desprecio a la vida y el mundo.
Al calor de la demanda, los
autores del género profético se multiplican. Aprovechando el tirón, Nostradamus
se apunta también a la publicación de almanaques. En 1555 empieza a publicar
sus profecías. El éxito será instantáneo, un auténtico best-séller del momento.
Imitadores, impostores y usurpadores tratan de beneficiarse de su fama, y
llegan a publicar obras apócrifas incluso después de su muerte.
Pero si sus predicciones
contenidas en otros almanaques se ceñían a plazos cortos de tiempo y eran
fácilmente verificables, no así las profecías contenidas en las Centurias,
publicadas también con el título de Almanaque.
Hasta nosotros
han llegado unas diez centurias, especie de capítulos en los que Nostradamus
ordena una obra profética y poética. El nombre de centurias se explica porque
cada una de ellas estaba originalmente compuesta por cien cuartetas (estrofas
de cuatro versos). Las profecías que encierran son de difícil sentido y orden
cronológico, pero su alcance, según el propio autor, llegaría hasta el año
3797.
Los enemigos
de creer en lo que no permite demostración piensan como Rousseau: “Extraño
sería que entre mil mentiras no predijese un astrólogo ninguna”.
También asombra que algunas
de sus profecías se ajusten a los hechos como anillo al dedo. Es el caso de su
éxito más sonado: predecir la muerte, en junio de 1559, del rey Enrique II de
Francia mientras combatía en una justa.
CIENCIA Y SUPERSTICIÓN
El fabuloso Paracelso practicaba la medicina, pero
también la alquimia y la astrología. El mismo Kepler, autor de las leyes
sobre el movimiento de los planetas, alternaba la elaboración de horóscopos y
cartas astrales con la práctica científica. Incluso un siglo más tarde,
Newton sería otro apasionado de la alquimia. Como hombre de su época,
Nostradamus participaba de este espíritu mágico-científico, característico de
una elite de estudiosos que, en su faceta de adivinos, era solicitada por las
cortes europeas y, en su vertiente científica, por las universidades.
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El torneo había sido
convocado para festejar la promesa en matrimonio de Isabel de Valois, hija del
rey francés, con Felipe II de España, después de que ambos monarcas hubiesen
firmado la paz en el tratado de Cateau-Cambrésis, que ponía fin a sus disputas
por el ducado de Saboya.
Pero lo que comenzó en
fiesta terminó en tragedia. Casi todos los intérpretes de Nostradamus hacen
esta lectura de la famosa cuarteta XXXV de la centuria I: “El león joven al
viejo superará en campo de batalla en duelo singular. En la caja de oro, le
saltará los ojos”. Enrique II fue vencido por un joven comandante de su guardia
real, cuya lanza atravesó la visera del casco del Rey y fue a clavársele en los
ojos.
La coincidencia es llamativa
y tiene valor de prueba para los defensores de Nostradamus adivino. Pero el
catálogo de pretendidos aciertos de Nostradamus es generoso: la revolución
francesa quedaría anticipada en la cuarteta XX de la centuria IX, donde
menciona Varennes, lugar en que Luis XVI fue detenido mientras huía.
Con esta frase, por ejemplo,
se le atribuye una predicción sobre Napoleón Bonaparte: “Nacerá un emperador
cerca de Italia, que costará muy caro al Imperio, dirán con qué gentes hace
alianza y encontrarán que es menos príncipe que carnicero”.
También hechos
contemporáneos a nosotros: la revolución rusa de octubre, el fascismo, Franco,
Hitler y el nazismo, episodios recientes como el atentado del 11 de septiembre
contra las Torres Gemelas de Nueva York y un largo etcétera.
LA PESTE QUE ATERRORIZO AL MUNDO
Sin saberlo, el ardor guerrero de los tiempos de
Nostradamus fue cómplice de otro de sus mayores enemigos: la peste. Los
soldados servían de correo al mal, que se extendía diezmando pueblos y
ciudades sin que nadie se explicase por qué. Del todo impotentes, los hombres
aventuraban cualquier hipótesis, desde la venganza divina hasta el
envenenamiento del agua por los judíos. No sabían que aquella gran epidemia, que
se manifestaba mediante pústulas en ingles, axilas y cuello, convulsiones y
vómitos, arrancaba en los roedores silvestres, llegaba a la rata negra
doméstica y, de ésta, pasaba a los humanos. Entre las personas, el ritmo de
contagio se aceleraba, favorecido por la falta de higiene y el hacinamiento
de las ciudades.
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El futuro, según afirman los
intérpretes de Nostradamus, nos reserva una tercera guerra mundial, el
hundimiento del Vaticano y el fin de los papas, la reconquista árabe de España,
la llegada del Anticristo, peor que cuantos tiranos le precedieron, “peor que
sus abuelos, tíos y padres”. Pero el Anticristo será finalmente derrotado y
vendrá la esperada paz.
Sus facultades de adivino
también las aplicó a su vida o, mejor dicho, a su muerte, tal y como había
avanzado, el 2 de julio de 1566. Tenía 63 años.
El estilo y las fuentes – El estilo literario de
Nostradamus, oscuro y complejo, ha servido tanto para un roto como para un
descosido. Sus insinuaciones o sugerencias veladas han dado origen a
conclusiones de todo tipo a lo largo de los siglos.
Este estilo críptico, común
a toda la literatura profética, fue justificado por el propio Nostradamus en
una carta a su hijo César: “Considerando también la sentencia del verdadero
salvador, ´no deis a los perros lo que es sagrado y no arrojéis las perlas a
los cerdos, por temor a que las pisoteen` [...], he escondido mi lenguaje a la
gente popular [...], he querido extender mi declaración respecto a la llegada
de lo común por medio de frases ocultas y enigmáticas [...], y no
escandalizarán a los oídos frágiles, pues todo ha sido escrito en forma
nebulosa, más que cualquier [otra] profecía”.
Entre las razones de este
estilo tenebroso, la mayoría de los estudiosos de Nostradamus apuntan a sus
precauciones frente a la Santa Inquisición y a su interés por preservar a la
monarquía francesa, que le daba protección, del conocimiento de un futuro
desventurado.
También la fuente de
conocimiento, como en la profecía religiosa, no es otra que Dios. Nostradamus,
como antes sus colegas bíblicos, será
su humilde vocero. “Cuantas veces, desde hace mucho tiempo y con mucha
antelación – escribe -, he predicho lo que después ha sucedido [...],
atribuyéndolo todo a la virtud y la inspiración divina”. La carta a su hijo César
abunda en alusiones a la influencia de Dios. “Ayuda del juicio celeste”,
“percepción menos alejada del cielo que los pies de la tierra”, “el poder y la
facultad divinos” o “revelación inspirada” son sólo unas cuantas.
Convicciones religiosas al margen, Nostradamus pone
así especial cuidado en dejar patente su condición de buen católico, una
precaución necesaria para escapar a los tormentos reservados por los censores
de la Inquisición a quienes pecaban de delitos religiosos.
EL TOCADOR Y LA COCINA
Antes de meterse a pronosticador y profeta,
Nostradamus se empleó en asuntos bien inmediatos. No sólo de la salud del
cuerpo sino también de su cuidado y embellecimiento. Las pomadas de belleza,
que recibieron su nombre de un ungüento a base de manzana – pomme- utilizado
por la reina Isabel de Inglaterra, hacían entonces furor entre las clases
altas. En el libro Tratado de afeites y confituras (1555), Nostradamus
divulga secretos de fogones que entonces, por las virtudes de la
conservación, revolucionaron la economía doméstica y también pone al alcance
de un amplio público trucos de belleza para poder admirarse en el espejo.
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Si prestamos atención al
momento histórico, se nos revela un Nostradamus que se ajusta a las coordenadas
que le tocaron vivir. Fue una figura compleja pero característica de su siglo,
tiempo difícil y convulso, atosigado por las guerras, la peste y el hambre;
tiempo contradictorio en que la ciencia todavía mantiene su parentesco con la
magia; en que el temor a Dios se mezcla con el ascenso de un humanismo que
convertirá al hombre en medida de todas las cosas; en que el sentido monolítico
de un universo diseñado y regido por la divina armonía convive con el
ensanchamiento de los límites geográficos. Todo eso aparece destilado en la
obra profética de Nostradamus: ambientes, escenas, nombres desfigurados de
personas conocidas, galerías de monstruos que son el retrato de sus
contemporáneos, deformados los rostros por la peste o disfrazados con caretas
de pájaros como pretendido escudo contra el mal. Escenas, en fin, muy parecidas
a las que nos ofrecen los cuadros de Brueghel o el Bosco, y, como en ellos, con
buenas dosis de crítica y sátira social. HyV