HABLEMOS DE DIOS

Francisco Aguilar Piñal


  I. La emoción religiosa
 
 

na densa niebla asfixiante, producida por el incienso litúrgico, ha sido en mi primera infancia, como en la de casi todos los que nacimos en una sociedad confesional, el único alimento para mis pulmones, mi corazón y mi cerebro. Si la expresión Religión Católica era una vaga nube conceptual de la que apenas conocía sus manifestaciones rituales y unas historias grabadas al fuego en mi memoria, la palabra Dios se manifestaba a mi conciencia como una imagen virtual del Poder por excelencia, con el que no cabían ni dudas ni rebeldías, sino la sumisión incondicional del ser insignificante, impotente y afortunado en su incierto destino.

Esta niebla fue haciéndose más espesa conforme pasaban los años. A ello contribuían los libros de textos, las homilías, el ejemplo de los mayores, el arrobo producido por la música sacra, las maravillas del arte religioso. La gubia de Martínez Montañés y el pincel de Murillo hicieron estragos en mi espíritu infantil, tan sensible a la belleza y a los puros sentimientos. Pero la impresión más profunda y duradera fue la constatación, siendo ya un viajero impenitente, de la importancia que los pueblos (todos los pueblos) daban a sus templos religiosos. Frente a los más esbeltos y llamativos monumentos de carácter civil, se imponían siempre los más numerosos, ricos, imponentes y altivos edificios consagrados a algún Ser Superior, es decir, sobrenatural. Fuesen iglesias, mezquitas, sinagogas, templos budistas o de cualquiera otra confesión religiosa, siempre sobrenadaba la idea de que aquella era la “Casa de Dios”. Nada digamos si la “casa” en cuestión era una grandiosa catedral, una basílica o el mismísimo San Pedro, en el Vaticano, cuya fantasmagórica visión fue como un revulsivo, una luminosa meditación que me hizo abrir los ojos a la realidad eclesiástica, apartándolos para siempre de la imagen virtual de la infancia. Ya nunca más volvería a buscar a Dios entre la niebla, como el poeta. Poco a poco ésta se fue disipando para dar paso a la luz cegadora de la razón, no contaminada por cuentos infantiles. Aún no veo sus perfiles, pero me siento mucho más alegre, feliz y pletórico de vida, respirando con ansia el oxígeno que limpia mi corazón (es decir, mis sentimientos) y alimenta mi cerebro (es decir, mis ideas, mis razonamientos y mis adhesiones espirituales).

Pero no quiero generalizar. Mi concepto de Dios tiene tanta vida como yo. Conmigo nació, conmigo ha evolucionado y conmigo morirá. Porque cada cual tiene el suyo, propio e intransferible. Nadie puede saber con exactitud cuál es la imagen que de Dios tienen los demás, porque es una experiencia interior, aunque condicionada por la estructura sociopolítica y por una educación impuesta, enemiga de la libertad de conciencia. Mi Dios fue concebido por analogía con los poderes que me rodeaban: familia, educadores, autoridades políticas. Quizás esto sirva como elemento unificador, pero sólo para quienes conviven conmigo, en mi tiempo y en mi espacio geográfico. Hay otros muchos millones de seres para quienes la palabra Dios de hecho significa algo muy distinto. Si las palabras Jehová y Alá pueden tener un cierto parentesco ideológico, no podríamos decir lo mismo de Atum, Brahma, Tao, Zeus y tantos otros correspondientes a las diferentes religiones de todo el planeta. Aunque bien es cierto que en el milenio comprendido entre 1.500 y 500 a.C., muy en especial en el siglo VI a.C., hubo una explosión de reflexiones religiosas en el Oriente, tanto próximo como lejano, que dieron origen a otros tantos movimientos religiosos, cada uno con sus dioses respectivos, no hay que olvidar que el sentimiento religioso comienza con el fetiche, el totem, el ídolo, al que los hombres transfieren sus propias pasiones y cualidades, pero que, en realidad, no pasa de ser una cosa, sin vida propia. Es preciso, pues, que el hombre ‘invente’ una divinidad con vida para que pueda hablarse realmente de religión. (Aunque puedan existir supuestas ‘religiones’ que no necesitan el concepto de Dios, como el budismo Zen). Como sintetiza Paul Diel: “La divinidad es el símbolo central de todas las mitologías. Creado, como todos, por el ‘superconsciente’, que es la antítesis del ‘subconsciente’, siendo ambos ‘sentimientos vagos’, intuitivos, no racionales, sobre los problemas fundamentales de la vida” (Dios y la divinidad, FCE, 1986).

Para Erich Fromm, en su libro titulado Y seréis como dioses (Paidós, 1974), no todos los humanos somos conscientes de la importancia de la experiencia espiritual o religiosa. La mayoría vive y muere sin tener del concepto Dios más que una leve tintura, que no les hace perder el sueño. Porque esa experiencia requiere el plantearse la vida como un problema, una incógnita, un misterio de cuya solución depende la satisfacción completa que sólo se alcanza con la Verdad. Y de este planteamiento se deduce una jerarquía de valores diferenciada y poco compartida por quienes tienen una axiología distinta: los que están satisfechos con el placer, la fama, el dinero y el poder como los fines inmediatos de su vida, sin mayor preocupación por el sentido de la existencia humana. El hombre  huye del dolor y busca la felicidad: es la primera ley natural, cuya consecuencia lógica es que busque desesperadamente el cese de todo tipo de sufrimiento. Este impulso innato, este deseo irreprimible es el primer paso para su liberación, mediante el uso de sus facultades mentales de reflexión y de decisión, que lo separa del mundo animal.  Todos huímos del dolor físico, que es el más común y primario, pero esa no es la única  liberación. Para el pensamiento crítico hay un dolor psicológico, más intenso cuanto más profundo, que consiste en ignorarlo todo sobre sí mismo y sobre cuanto le rodea: de ahí que su mayor felicidad sea la búsqueda de la verdad “verdadera”, es decir, la sabiduría, el conocimiento, que implica la respuesta a las eternas preguntas: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy? ¿qué sentido tiene el universo? ¿por qué hay algo en lugar de la nada? ¿quién ha decidido que yo sea un eslabón más en la cadena, inexplicable y misteriosa  del ser?

Este último interrogante encubre, en su ingenua inconsciencia, el origen mismo del sentimiento religioso. La solución puede tener un nombre cualquiera, pero en la sociedad que me da cobijo intelectual se conoce como Dios, cuatro letras  que han enraizado en nuestra conciencia lingüística como el concepto espiritual indispensable para sentirnos arropados en la miseria de nuestro paso por la Tierra. Sin darnos cuenta, Dios se cuela como el huésped más deseado, en nuestras casas, en nuestras conversaciones, en nuestros modismos, en nuestros sueños, en cada uno de nuestros actos inconscientes. Dios siempre está ahí, imaginado como dueño y señor, en la vida de miles de millones de cristianos. Es el Único Señor del universo, con poder para premiar y castigar, socorrer en las necesidades, auxiliar en las desgracias, atender las plegarias, consolar al atribulado y amparar a los suyos, es decir, a quienes se abandonen a su voluntad y cumplan sus mandamientos, sin venerar a otros dioses. Celoso de sus prerrogativas, el Ser Único aborrece la idolatría, como la mayor de las traiciones. Y no sólo el Jehová bíblico. También Alá ordena a los suyos: “Matad a los politeístas, allá donde los encontréis”(Corán, IX, 5), porque “No sois vosotros quienes los matáis. Es Dios” (Corán, VIII, 17). No hay Dios único sin fanatismo.

En el idioma español, como en los demás idiomas europeos, la palabra Dios es consustancial a las costumbres sociales, ya que toda la historia de Occidente se ha fraguado, desde el Imperio Romano, en el proyecto ideológico judeo-cristiano. Incluso jurar, pese a estar prohibido, todo acto humano se hace en nombre de Dios, desde el saludo a la despedida, desde la imprecación a la injuria, desde la bendición a la maldición, desde el bautismo a la sepultura. En el riquísimo refranero español, según el Diccionario de refranes publicado por la Real Academia Española (1975) hay cerca de cien refranes alusivos a Dios, en los que el hispano-hablante se somete a la voluntad divina, reconociendo su poder sobre la vida. Es Dios quien ayuda, oye, castiga, juzga, concede beneficios, obra milagros a quien los pide con fe. (Baste citar los más conocidos: “A quien madruga, Dios le ayuda”, “El hombre propone y Dios dispone”,  “A la mujer casta, Dios le basta”, “Dios aprieta, pero no ahoga”).

Pero este concepto sociológico de Dios  no ha sido siempre el mismo. Ha evolucionado, como es lógico, al mismo ritmo que lo han hecho las distintas y sucesivas civilizaciones que lo han acuñado en los cincuenta y tantos siglos de historia. La ‘invención’ del concepto de Dios, que comienza con un homínido temeroso y asombrado, ha continuado en una incesante labor ‘creativa’ de un ser humano en creciente progreso intelectual. El Dios bíblico apenas tiene tres mil años de vida, aunque se puedan rastrear sus orígenes en civilizaciones anteriores, porque no hay una divinidad que no haya tomado algo de las precedentes. El atributo más antiguo y el que se ha mantenido con más fuerza a lo largo de la historia humana es el de Dios ‘creador’, porque es el enigma que más ha intrigado al hombre de todos los tiempos. ¿Por qué he nacido? ¿Por qué han nacido mis padres? ¿Quién es el responsable de mi vida?

Parece que la primera manifestación escrita de estas preocupaciones, aparte las pinturas rupestres de hace treinta o cuarenta mil años, que nada dicen de Dios, se ha encontrado en el antiguo Egipto. En el año 1881 fueron descubiertos en Saqqara los llamados Textos de las Pirámides (c.2345 a.C.), y desde entonces se han publicado siete ediciones de este “texto fundacional del Egipto antiguo”, como lo ha calificado Christian Jacq, su comentador más reciente (El origen de los dioses. Claves para descifrar los Textos de las Pirámides, Martínez Roca, 1999), quien añade que “el Egipto faraónico es nuestra madre espiritual”, la primera fijación escrita (por supuesto, en jeroglíficos) de una preocupación religiosa por una vida ultraterrena, además de una preocupación más ‘mundana’, la de mantener el orden y la armonía en la sociedad, función reservada al Faraón, hijo de Ra, la luz divina del Sol, que lo ha engendrado, cuya comprensión está negada al mortal. La institución faraónica no es de origen humano, sino divino, según  los Textos:”No hay en el Faraón ningún miembro vacío de Dios; el cuerpo de Faraón es el de Dios”. Lo sorprendente es que unos y otros, creadores o beneficiarios del mito, estaban convencidos de la verdad de sus ensoñaciones. Como dice J. Campbell: “Los Faraones del Egipto dinástico creían en su divinidad temporal, es decir, estaban locos. Además, estaban apoyados, enseñados, halagados y alentados en esta creencia por sus sacerdotes, sus padres, esposas, consejeros y súbditos, quienes también creían que eran dioses. Es decir, toda la sociedad había enloquecido” (Las máscaras de Dios: Mitología oriental, Alianza Editorial, 1991). Esta divinización de una persona concreta, por muy noble que sea, supera y sublima el concepto de la divinidad que poseyeron durante miles de años los hombres del Paleolítico, y que todavía conservan los indígenas actuales de regiones aisladas.

Los conceptos de Dios y de Faraón son indisociables el uno del otro. La sociedad egipcia intuyó que, así como no era posible una organización social sin el dominio de una instancia superior, tampoco era creíble un universo organizado cíclicamente con el renacer temporal de la vida, sin la concurrencia de un Ser superior que todo lo dominara y organizara, en una diaria resurrección, como hace el Dios solar.  A la ‘intuición’ de ese Ser se accede por el mito osiriano, en el cual el dios Osiris, asesinado por Set, es resucitado por su esposa Isis, que concibe a su hijo Horus, protector de la institución faraónica. Este mito grandioso, a pesar de su falso espejismo (la existencia de los dioses) es el que da origen a la evolución social más importante de toda la historia de la Humanidad: el comienzo del Neolítico.

El panteón egipcio, desde la unificación del norte y el sur del país, que tuvo lugar en el año 3.000 a.C., se completa con otros dioses como Ptah, Semet y Amón, entre otros menos conocidos. Pero hay un solo Dios creador, principio de todas las cosas, incluido el Faraón: es Atum, cuyo nombre significa “El que es y el que no es”, y que prolonga su propia creación cogiéndose el falo con la mano y masturbándose para dar origen a la pareja primordial (la Luz y el Fuego) y a los demás dioses, que protegen y veneran al Faraón, hijo predilecto del Creador, sagrado como Él y encarnación viva de todos los demás dioses, a los que consagra majestuosos templos en ambas orillas del Nilo. En uno de ellos, el de Karnak, había relieves de jóvenes dioses mostrando y chupando sus largos penes erectos. Es la manifestación palmaria de que la vida, tanto de dioses como de hombres, tenía un origen sexual y nada espiritual. (Siglos más tarde, los cristianos, liderados por el anacoreta san Antonio, destrozaron las imágenes y derrumbaron parcialmente los templos).

Esta divinización del Faraón es un proceso que dura unos cuatro mil años y que sirve de modelo a las demás monarquías del entorno. Sumerios, elamitas, acadios,  asirios, babilonios, persas, hititas, amorreos, cananeos, fenicios y hebreos abrazaron el politeísmo egipcio, aunque con dioses diferentes, por motivos políticos, asumiendo en las personas de sus reyes el poder religioso, como indica E. Becker: “Al autoproclamarse dioses del imperio, Sargón y Ramsés trataron  de realizar la unidad mística, el lazo que uniera a todos los pueblos de su imperio” (La lucha contra el mal, FCE, 1977). Más tarde también fueron politeístas los pueblos eslavos, celtas, germanos, griegos y romanos en el continente europeo. En el asiático, por ejemplo, el sintoismo tiene miles de dioses; y en el americano, los mayas de Tikal y Palenque adoraban a quince divinidades y hacían sacrificios de sangre para conjurar y aplacar a los dioses. De Keops, el faraón de la cuarta dinastía del Imperio Antiguo que ordenó la construcción de la Gran Pirámide en 2.600 a.C., cuenta el historiador griego Heródoto que se hizo impopular por prohibir el culto a los dioses, pero el monoteísmo, es decir, la fe en un solo Dios acompañó al exilio al pueblo hebreo, que liderado por Moisés (un sacerdote egipcio, o incluso un faraón hycso, según las más modernas interpretaciones) se instaló en las tierras de Canaán y se propagó, no sin lucha y altibajos, por todos los continentes, en una apasionante historia que ha durado tres milenios.

Hasta ahora, se ha tratado de Dios como un Ser cuya masculinidad se da por supuesta. Pero no siempre ha sido así. Durante milenios los panteones religiosos eran dominados por divinidades femeninas, algo fácil de entender si advertimos que las primeras formulaciones acerca de una divinidad generadora se hacían por analogía entre los hombres del Paleolítico. La fecundidad era inseparable de lo femenino. Sólo quien posee el maravilloso poder de ‘dar’ la vida en el mundo animal, es capaz de originar todo cuanto perciben nuestros sentidos. De forma tajante lo afirma P. Rodríguez: “Durante más de veinte milenios no hubo otro dios que la Diosa paleolítica”, antes de incluir una relación estadística de las principales imágenes de diosas veneradas por el hombre paleolítico desde hace unos treinta mil años hasta el III milenio a. C. y  conocidas gracias a las representaciones iconográficas de Europa y Oriente Próximo. “Resulta absolutamente indiscutible que la primera deidad que ‘gobernó’ el destino de la humanidad fue una figura de carácter femenino vinculada, de modo íntimo y directo, con los elementos y sucesos básicos que posibilitan y sustentan la vida”. (Dios nació mujer, Ediciones B, 1999). Aunque, luego, al cambiar drásticamente la forma de vida de los homínidos, pasando de la cueva y el nomadismo a la agricultura y el sedentarismo, a las ciudades-estado, a la propiedad privada y a las guerras de conquista, la mujer comenzó a perder posiciones en la organización social y las diosas dejaron paso a los dioses varones, y tan pronto como apareció la monarquía (c.3200 a.C.) el rey se presentó como intermediario entre hombres y súbditos. Historia y novela se confunden.

La ‘invención’ de los dioses parece deberse a una necesidad social, más que a una real y verdadera necesidad espiritual o psicológica. Al menos desde el comienzo de las colectividades humanas, que dejaron atrás el individualismo tribal primitivo. Si Dios es, pues, algo ‘necesario’ se comprenden las palabras de Voltaire que, en 1774, escribía sobre la cubierta de un libro de Helvetius, unas palabras en francés que, traducidas al español, darían como resultado la conocida frase: “Si Dios no existiera, habría que inventarlo”. Y en su Diccionario filosófico, al refutar a Hobbes, admite la necesidad de creer en un Ser supremo, como “preciso para el bien común, que nos sirva a la par de freno y consuelo”, en nuestra “desgraciada existencia”. Se trata de una “falacia conativa”, que diría Puente Ojea.

Este concepto de utilidad social tiene poco o nada que ver con la teología, cuya doctrina se fundamenta en la fe religiosa , es decir, en el asentimiento firme, sin mezcla de duda alguna, en la existencia  real y personal , no inventada, de un Ser supremo, cuyo atributo más esencial es la Omnipotencia, y al que los pobres mortales debemos amor, obediencia y temeroso respeto, según la doctrina católica. Sea debida a la tradición, al sentimiento o a la fe, la creencia en ese Dios personalizado que actúa sobre el universo, no puede ser demostrada por la razón humana, pese a los teólogos que así lo vienen afirmando desde Santo Tomás. La razón, como tantos otros filósofos han repetido hasta la saciedad,  no puede admitir que el mal y el sufrimiento, inseparables de la historia de la humanidad, puedan ser obra de ese mismo Dios, entre cuyos atributos teológicos se cuentan la Bondad y la Justicia infinitas. Por más que filósofos y teólogos pretendan hallar, si no la solución, al menos una respuesta aceptable al enigma, no lo conseguirán mientras sigan manteniendo el concepto metafísico de Dios, sujeto a la pobre lógica del ser humano. Ni la Filosofía ni la Teología encontrarán la salida del laberinto. Me parece que sólo la Psicología podría acercarse algo al origen conceptual de la Divinidad, buceando en el pozo aún mal explorado de la conciencia del hombre, donde nace y vive la fe, esa engañosa ilusión que alimenta el mito de Dios, ese Dios absolutamente necesario de Voltaire.

De acuerdo con la lógica y con los estudios de antropología,  la idea de una divinidad necesaria nació en la mente del primer homínido que intentó explicarse la existencia de sí mismo y de cuanto le rodeaba, consciente de su incapacidad, pero también presa del  pánico ante las misteriosas fuerzas de la naturaleza, y muy en especial, ante la evidencia sobrecogedora de la muerte. Nuestro primer ancestro -sea quien fuere- pasa, pues, del asombro ante lo incomprensible a creador de sus propias imágenes. A una de ellas, con múltiples derivaciones, la llama Dios. Deberíamos abandonar, por consiguiente, la definición del hombre como “animal racional” para aceptar la de “animal creador”, propuesta por R. Frondizi (Introducción a los problemas fundamentales del hombre, FCE, 1977), mucho más precisa, que incluye la posibilidad del razonamiento, pero que pone el énfasis en la capacidad creadora del hombre, origen de todos los mitos y símbolos que han jalonado su historia y su cultura.

La Psicología nos pone sobre la pista de una fe religiosa que no es algo distinto de un anhelo común de hallar refugio sobrenatural ante certezas inevitables como el dolor y la muerte, sucesos cotidianos para los que el hombre nunca ha logrado encontrar una explicación racional. Ha intuido, ya desde el principio, la existencia de unos seres extraordinariamente poderosos a los que debe la vida, que gobiernan el mundo de la naturaleza y el destino final de sus criaturas. Pero esta intuición, que parece razonable, se orientó ingenuamente a divinizar las fuerzas inexplicables de los fenómenos naturales circundantes, como el sol, el fuego, el aire, las estrellas o bien, posteriormente, configurando la divinidad “a su imagen y semejanza”, es decir, como figura antropomórfica. El hombre primitivo, que no tiene más referencia experimental que su propio yo, proyecta su conciencia en la imagen de un ser divino al que aplica todos sus atributos -porque no conoce otros- en grado superlativo, suponiendo que al no ser aprehendido por la experiencia sensible, vive en un ‘plano sobrenatural’, el mismo en el que supone debe existir la parte pensante y sentimental de su propio ser corporal, a la que llama alma o espíritu, que, además de ser la más noble, imaginaba ser la única accesible a la divinidad incorpórea. Nace, así, la creencia animista, que da razón  de la vida como dualidad  ontológica (hombre-dios, natural-sobrenatural) y que es el primer paso, necesario, para la “creación” de Dios.
 

II. El mito de las seis caras

Esta  imagen mítica del origen de la vida, al correr de los tiempos, fue presentando para el ‘pueblo elegido’ seis caras diferentes, correspondientes a otros tantos símbolos de la divinidad (Creador, Providente, Juez, Padre, Hijo y Espíritu Santo). Su estudio, como sabemos, dio origen a una ciencia singular, la Teología, cuya misión no es investigar en el abismo del Misterio, sino afianzar la creencia en el mito. (El único misterio posible, por supuesto, es el de la existencia, cuya causa se busca). Con el agravante de que esa causa -llamémosla Dios- sólo es accesible a la emoción de la conciencia individual, muy alejada de la investigación teológica. Como sentencia Paul Diel,  “La vida humana sólo tiene sentido y valor en la medida  en que la emoción ante el Misterio calma la angustia metafísica” (Los símbolos de la Biblia, FCE, 1989). Y en otro lugar, más explícitamente: “El error capital de la metafísica especulativa es considerar a las figuras metafísicas, incluso a la Divinidad, como personajes realmente existentes. Dios no es una ilusión, sino un mito” (Dios y la Divinidad, FCE, 1986).
 En este mito, creado superconscientemente por el hombre para calmar su angustia y dar respuesta a su emoción ante el misterio de la existencia, podemos apreciar seis caras o facetas simbólicas, desarrolladas por los ‘servidores del altar’ judeo-cristiano a lo largo de la historia:
 

1. Dios creador

La Biblia, el libro del ‘pueblo elegido’, de cuya lectura  y veneración se ha alimentado el monoteismo cristiano, comienza con la sencilla y sublime declaración de que “Al principio creó Elohim los cielos y tierra” (Gen. 1:1). Esta inicial afirmación bíblica de una divinidad múltiple (“Elohim”) quedó invalidada, o modificada, cuando Moisés, al finalizar su primer discurso monoteista, mostró al pueblo de Israel las leyes o decretos ordenados por Yahvéh, “para que sepas que Yahvéh es Ha-Elohim, y no hay otro fuera de Él” (Dt. 4:35). El nombre de Yahvéh, según teólogos de la talla del P. Lagrange, era conocido entre los semitas con mucha anterioridad, referido a una divinidad distinta. Pero Moisés le dio un significado nuevo y lo elevó a nombre específico del Dios de los israelitas para sustituir al difuso y equívoco “Elohim” del Génesis. El mito, consolidado por obra de Moisés, supone que el Universo ha sido creado por un único Dios, personal y todopoderoso, el cual, siendo increado, dio existencia y vida a todo el cosmos, por el solo poder de su palabra.

En el Nuevo Testamento no se vuelve a tratar explícitamente el tema, dando por bueno el relato bíblico, que ha sido recogido fielmente por la doctrina cristiana. Pero esta aceptación presupone el reconocimiento de la Biblia como libro revelado por Dios, un ser cuya existencia es, como se ha dicho, una creencia mítica, que excluye cualquier tipo de comunicación real con el hombre, ya que su operatividad es meramente simbólica. La imagen metafísica Divinidad creadora no corresponde a ninguna realidad, salvo a la emoción humana ante lo inexplicable del mundo. Quienes se imaginaron a uno o varios dioses-creadores, mucho antes de Moisés, quisieron simbolizar en ellos la Omnipotencia, término comparativo con la impotencia del ser humano, sobre todo ante lo inevitable de la propia desaparición.

Si, como afirma la ciencia, “la materia ni se crea ni se destruye, únicamente se transforma”, el concepto de un Dios-Creador queda invalidado, sin conexión alguna con la creencia tradicional. No solamente sin rostro ni figura humanizada, sino tampoco imaginado como ‘alguien’ con personalidad propia, ajeno al mundo, aunque sea en otra dimensión. Desde que la ciencia admitió como válida la teoría de la relatividad propuesta por Einstein (1909) damos por cierta la no existencia del Espacio-Tiempo fuera del universo que conocemos, en contradicción con las afirmaciones de la Biblia. Según resumen de P. C. W. Davies, “imaginar a un Dios como reinando en una fase anterior del cosmos, y siendo motivado para causar al universo, es un desvarío resultante de atribuir a la deidad una categoría hiperantropomórfica. La creación del universo no puede haber sido causada por una motivación previa; esto es una contradicción lógica” (El Espacio y el Tiempo en el universo contemporáneo, FCE, 1982).
 

2. Dios providente

Al acto creador de Dios sucede, en la mitología cristiana, la Providencia divina, que cuida amorosamente de todo lo creado. Es la creación misma, continuada eternamente por el mismo Dios-creador, ahora convertido en Dios-providente. Aunque la Sagrada Escritura  admite que Yahvéh se sirve de lo creado solamente para la realización de sus fines (Is. 7:8), en el Nuevo Testamento la Providencia ocupa ya lugar preferente, al quedar vinculada a la imagen de un Dios preocupado por sus hijos (Mt. 5:45 y 6:25-34). Es la prolongación del mito.

Esta imagen simbólica de la Divinidad era necesaria, de una parte, para remitir a una instancia superior todos los sucesos, buenos o malos, que afectan al diario transcurrir de la vida humana; y de otra, para tranquiliazar la conciencia del hombre pecador. La idea de un Dios providente otorga, por tanto, consuelo en la adversidad y esperanza en la restauración del bien perdido. Pero en ninguna página sagrada se explica cómo es posible que la acción providencial sea compatible con la libertad y la responsabilidad del hombre, ni mucho menos con el mal y el dolor que le acechan en cualquier recodo de la vida.

Pese a todo, es tal la necesidad del mito providencial que esta ingenua imagen ancestral ha resistido todos los embates de la lógica y de la continuada propia experiencia, aflorando siempre en los momentos de mayor desamparo. La ayuda providencial es el último recurso de quien, a la postre, se siente absolutamente indefenso ante la precariedad de su naturaleza. Sin embargo, lo que ven cotidianamente nuestros ojos es precisamente lo contrario de una amorosa providencia divina: clamar a Dios es clamar en el desierto. La única respuesta a la petición de ayuda, para nosotros o para nuestros prójimos, es el silencio. La esperanza es flor de un momento, que se cultiva en el fondo del corazón, aun a sabiendas de su efímera fragancia.

La conciencia libre y sensata se da cuenta muy pronto de la terrible contradicción: ¿Cómo va a liberarme del mal ese mismo Dios a quien atribuyo también la creación del mal? La idea cristiana de Providencia como atributo de un Dios que interviene en los más nimios detalles de la existencia, incluidos los dolorosos y sangrientos, es de tal crueldad que resulta incompatible con los demás atributos de Bondad, Justicia y Misericordia que se predican de Él con absoluta falta de lógica.  Unicamente se puede aceptar el carácter mítico de tal Providencia, sin existencia más real que la del Dios-Creador, imágenes ambas producidas en la mente humana por la angustia existencial en que nos encontramos sumergidos desde que alcanzamos el pleno uso de nuestro  raciocinio crítico.

3. Dios juez

A medida que se fue instituyendo la organización social, el hombre tuvo necesidad de imaginar una nueva ‘cara’ de su Dios, creador y providente. Al tener conciencia de la existencia del mal en sus deseos subconscientes y en las relaciones tribales o sociales, el homínido transformado ya en hombre consciente tuvo también necesidad del símbolo Dios-juez, que recompensa y castiga, a fin de restaurar el sentimiento original de justicia, que separa a los humanos del reino animal.

Como pronto se hizo evidente, no era posible conseguir plenamente la justicia en este mundo, por lo que el hombre hubo de soñar con otro, en el que cada uno recibiera el pago a su conducta en los pocos años de su vida en el planeta Tierra. Así, el miedo al castigo o la esperanza de la recompensa se convirtieron en el fundamento de la ética. Esta doctrina exige, por supuesto, la existencia de un Ser justiciero, a quien se encomienda la Justicia en una vida ultraterrena, con el atributo de  Juez, estrictamente justo en sus decisiciones, pero inclinado también a la benevolencia para con sus frágiles y atribuladas criaturas.

Sin embargo, el  pueblo judío, obcecado por una soberbia colectiva, alimentada desde Abraham por profetas visionarios, se imaginó a su mítico Yahvéh como un Dios violento y colérico, cuya justicia, meramente terrenal, consistía en destruir sin misericordia a los enemigos del pueblo elegido. El del Antiguo Testamento es un Dios que comete errores, que se arrepiente de sus obras, que experimenta celos o envidia, que destruye lo mismo a justos que a pecadores, y que no pocas veces deja incumplidas sus promesas. No se comprende cómo, siglo tras siglo, se le sigue invocando por grandes masas de la población como al Todopoderoso Dios de Justicia, y al mismo tiempo, de la Bondad y de la Misericordia.

Se da por supuesto que, para que exista esta justicia extraterrena, ha de admitirse una nueva vida inmortal, tras la resurrección de los muertos. Esta idea, de origen no judío, negada en el Eclesiastés, presupone también que la justicia post-mortem ha de ser individualizada, a cada uno de los mortales, como había sido afirmada por Zaratustra y divulgada por los pitagóricos en el mundo heleno anterior a Cristo. Pero los profetas no basaron sus exigencias morales en ninguna promesa de recompensas ultraterrenas. Incluso, los saduceos no creían en ninguna vida futura ni en la resurrección de los muertos. Un estudioso de la religiones ha dejado escrito que, contra todo sentimiento de piedad mal entendida, “la justicia social no significó gran cosa para Jesús o para Pablo” (W. Kaufmann, Crítica de la religión y de la filosofía, FCE, 1983). Para el Nuevo Testamento, la justicia no se conseguirá hasta la inimaginable audiencia pública del Juicio Final, magníficamente simbolizado en la parábola de la cizaña (Mt. 13:40-43), donde Cristo, posiblemente en interpolación posterior, se atribuye el papel de Juez (Mt. 25:31-36), tal como se encargan de predicar los apóstoles (Act. 10:42). Esta es la base de la doctrina cristiana de la salvación, consoladora pero incompatible con la razón.

El simbolismo mítico sigue funcionando hasta nuestros días como la última esperanza del fiel creyente, ayudándole a soportar con entereza las injusticias de la vida presente. Esperanza que contribuye, no menos, a la convivencia social, sin las cuales hace mucho tiempo hubiera desaparecido la raza humana. La creencia en un Dios de justicia, en gran medida, ha hecho posible la evolución de la Humanidad. Pero, al ser puro simbolismo mítico, el hombre no ha de olvidar que el único juez de sus actos es su propia conciencia.
 

4. Dios padre

Aunque el profeta Isaías llama al futuro Mesías “Padre Eterno” (Is. 9:6) y Malaquías está convencido de la existencia de un Padre común (Mal. 2-10), lo cierto es que la paternidad divina no es manifestada públicamente hasta la predicación de Jesús (Mt. 5:16 y ss.), el cual se dirige a sus discípulos proclamando en el momento de la ascensión a los cielos: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios” (Jn. 20:17). Aunque esta frase fuese una interpolación posterior, no cabe duda de que el simbolismo fue asumido plenamente por la doctrina cristiana, sobre todo, en la plegaria del Padre nuestro, recogida por los evangelistas Lucas y Mateo.

Esta ‘cara’ simbólica del mito divino es, con toda evidencia, analógica invención del evangelista, que presentó así la doctrina liberadora de Jesús en un marco antropológico y sentimental, propicio para la religiosidad popular. Al imaginarse las facciones del Padre, cualquier cristiano, de ayer o de hoy, traslada en grado superlativo al Dios-creador los mismos sentimientos paternales que son propios de su naturaleza animal. Dios-Padre me ama, me necesita, quiere mi felicidad, se desvive por hacerme bien. Es la simbología sentimental del mito, ya totalmente ‘humanizado’ y preparado para la aparición del dogma de la Trinidad, o mejor dicho, para la filiación divina en la persona del Jesús histórico, primero, y en todos los nacidos de mujer, después de la redención.

Esta faceta del mito no puede ser más trágicamente falsa,  jugando con los más íntimos sentimientos del ser humano. Porque esta ‘cara’ mítica supone que Dios no es el Ser Absoluto imaginado, sino un Dios menesteroso, necesitado de recibir algo externo, aunque ese algo sea tan maravilloso como el amor de sus hijos. De la misma manera, es incongruente que el Dios-Padre, infinitamente Poderoso y Amante, pueda ‘perder’ el reconocimiento, el amor o la gratitud de la más pequeña de sus criaturas. El comportamiento de Dios en el Antiguo Testamento no es precisamente el de un amoroso Padre que ama, cuida y defiende a ‘todos’ los hombres, sino el de un ‘líder’ carente de  escrúpulos que no duda en destruir a todos cuantos se opongan a sus divinos designios con respecto al pueblo de Israel. Tampoco el Dios del Nuevo Testamento se prodiga en actos verdaderamente paternales, cuando mantiene a sus hijos en la ignorancia, la pobreza, la desesperación y el dolor en esta vida, amenazándoles, para mayor escarnio, con una eternidad de calamidades en la otra, si se desvían de sus órdenes. Ningún padre terrenal haría lo mismo con un hijo de sus entrañas, por muy criminal que fuese.

Despreciando las sutilezas filosóficas lo mismo que las sensatas deducciones del sentido común, el cristianismo nunca ha renunciado a la creencia de que Dios es a un tiempo el Creador del Bien, ‘permisivo’ con el Mal, dueño absoluto de sus criaturas, pero ‘respetuoso’ con su libertad, en cuyas manos amorosas de Padre está el destino feliz o desgraciado de sus hijos, el que dicta las leyes naturales, pero a cada momento las suspende para causar ‘admiración’ a los suyos con milagros incomprensibles. Una incongruencia tras otra. Pero los creyentes fanáticos no hacen caso de incoherencias. Aunque la lógica salte por los aires.

Nada puede sustituir al sentimiento consolador producido en la conciencia de quien, en momentos de angustia, eleva los ojos al cielo y se dirige confiado a ese Padre invisible de quien espera todos los bienes. Sabe que nunca le contestará, que quizá su plegaria se pierda en el infinito, pero nadie podrá quitarle el consuelo de sentirse hijo de un Ser Todopoderoso que, según le han enseñado, le ama y está dispuesto a sacarle del atolladero. Estoy hablando por propia y amarga experiencia. Desde ella abrazo y envío un sentido mensaje de cariño y comprensión a los millones de cristianos sinceros que creen y aman tiernamente al Dios-Padre del pueblo judío, cuya paternidad fue posteriormente ampliada a toda la Humanidad, como el mito divino por excelencia.

Mito que funciona medianamente bien en la imaginación de quienes disfrutan, en mayor o menor grado, de los beneficios de una sociedad opulenta. Pero que resulta un escarnio  para los marginados, los enfermos incurables, los hambrientos de pan o los sedientos de justicia, que nunca llegan  a sentir la cercanía cariñosa del Padre.
 

5. Dios hijo

Según el dogma cristiano, Dios-Padre, irritado contra Adán y sus descendientes, que han recibido el estigma del pecado original, solamente puede reconciliarse con el hombre mediante un sacrificio sangriento. En consecuencia, Dios mismo, en la persona de su Hijo, desciende al planeta Tierra, después de muchos miles de años de evolución humana, para ofrecerse a sí mismo en holocausto redentor. El dogma afirma que, a consecuencia de la muerte infligida injustamente al Hijo, una gracia superabundante quedaría a disposición de la Iglesia jerárquica, a fin de repartirla entre los fieles mediante las ceremonias del culto. Tal doctrina señala a Jesús de Nazareth, un judío nacido en Belén hace casi dos mil años, como el “Hijo y enviado de Dios Padre, que muere por el pecado del mundo”. Tal afirmación, raíz de toda la dogmática cristiana, analizada en miles de libros durante los veinte últimos siglos, obliga a un estudio crítico en profundidad sobre la figura de Jesús como hombre y como supuesto miembro de la Trinidad divina, según aparece en los textos sagrados.

La doctrina católica sobre este delicado tema quedó fijada en el Concilio de Nicea (año 325), donde se redactó el Credo  (casi trescientos años después de la muerte del Nazareno), la profesión de fe asumida y confesada desde entonces por la Iglesia: “Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, y en un solo Señor, Jesucristo...verdadero Dios, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”. Esta fue la suprema decisión del emperador Constantino, que había convocado el Concilio, y que lo presidió en su propia residencia de verano, para dirimir de una vez por todas las diferencias teológicas que obstaculizaban la unidad del Imperio. Y consta que el emperador no estaba, ni siquiera, bautizado...

Hasta veinticuatro veces se encuentra la expresión “Hijo de Dios” en los evangelios sinópticos, puesta en boca del Padre, de Satán, de los posesos, pero nunca en labios de Jesús mismo, que sólo se creía predestinado para reinstaurar en Israel el reino de Dios, ya inminente según todas las profecías. Como afirma sin dudar el catedrático Antonio Piñero, los títulos de Hijo de Dios, Señor, Mesías / ungido, “expresan la opinión y la interpretación que de la figura de Jesús hicieron sus seguidores tras las vivencias pascuales, no lo que pensaba Jesús de sí mismo” (Orígenes del cristianismo, El Almendro-Universidad Complutense, 1991).  Jesús el Nazareno, hijo de un modestísimo carpintero, es el personaje histórico sobre el que más se ha escrito, siempre en tono respetuoso y admirativo por su predicación ética, pero con posturas diametralmente opuestas sobre su pretendida filiación divina y como Cristo-Redentor del linaje humano. Frente a la constante apologética de la Iglesia, siempre se alzaron voces críticas contra la veracidad de los evangelios o sobre la manipulación posterior de sus palabras e intenciones, hoy actualizadas en obras como las de Gonzalo Puente Ojea (El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia, Siglo XXI, 1992).

La figura humana de Jesús ha sido divinizada consciente y fraudulentamente por la teología paulina, y teólogos posteriores, que para hacer verídico su nacimiento virginal no dudaron en ocultar que tuvo más hermanos, incluso uno gemelo, según defienden algunos comentaristas. Para una mente juiciosa, la historia de la Redención del género humano por el Dios-Hijo no es más que un disparatado relato, que toma como base la existencia trágica de un Jesús de Nazareth que, como líder político-religioso del pueblo de Israel, no tuvo más intención que liberar a su pueblo del yugo romano y regir sus destinos por los senderos marcados por la Ley y los Profetas, según expone ampliamente Robert Graves en su conocido libro King Jesus (1946). La transposición que realiza Pablo de Tarso del relato evangélico al plano cósmico y universal convierte al histórico Jesús de Nazareth en un mito con apenas dos mil años de antigüedad. El fanatismo de los teólogos y la sensibilidad artística de pintores y escultores, puesta al servicio de la Iglesia, han hecho lo demás, hasta conseguir grabar a fuego en la imaginación del pueblo sencillo la imagen mítica de un Dios humanizado que sufre y muere para propiciar la salvación eterna de los pobres y angustiados humanos. Es el mito de la esperanza.
 

6. Dios espíritu

En la mayoría de los pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, el ‘espíritu de Dios’ es una fuerza operante que motiva a los humanos, en función santificadora. No hay un solo lugar en los sinópticos que designe de manera inequívoca al Espíritu Santo como persona de la Divinidad, a no ser en un texto tardío en que Jesús, ya resucitado, ordena a sus discípulos bautizar “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19) . Es la primera mención explícita del misterio de la Trinidad, usual en las religiones orientales y ausente por completo de los textos sagrados judíos, pero que había sido ya insinuado en las epístolas paulinas, unos cuarenta años antes del primer Evangelio. La formación del mito ha de imputarse, por tanto, a San Pablo, el inspirador de los evangelistas y responsable último de la manipulación de la doctrina del Nazareno, quien no se reconocería en el esquema teológico diseñado por Pablo, como atestiguan numerosos historiadores de las religiones.

La imagen del Dios-Espíritu es claramente mítica, ya que, o bien es una simple redundancia, o una emanación energética de Dios. Si ya es impensable una ‘persona’ que sea solamente espíritu, mucho más lo es el concepto mismo de Espíritu Santo (o de Verdad, como dice Jesús), idéntico al Padre, y que ‘obedece’ las órdenes del Hijo. Todo es tan demencial que la Teología cristiana no encuentra más salida que el acatamiento por la fe. Pero es que, sea Uno o sea Trino, tampoco Dios puede ser un Espíritu (por muy ‘puro’ o ‘absoluto’ que se le imagine), ya que, fuera del simbolismo, la existencia real de un espíritu incorpóreo es inconcebible, como afirma Bertrand Russell (Religión y ciencia, FCE, 1951).

Nadie podrá explicar el misterio de la existencia, pero la Psicología sí puede ayudar a entender el significado de las imágenes míticas y de los símbolos como fuerzas actuantes en nuestra conducta. Dios resulta ser un personaje tan simbólico como el de la Muerte, unos huesos animados que esgrimen la insensible y mortífera guadaña. Todos sabemos que no existe tal personaje, pero ¿quién puede dudar de la existencia de la muerte?

A la postre, por consiguiente, no basta con rechazar la imagen antropomórfica de Dios.. Para la Ciencia, es impensable un Creador anterior y ajeno a su criatura. El mundo, todos los mundos posibles, han de explicarse por sí mismos. Algo realmente asombroso para la pequeñez de nuestra inteligencia, pero meta cada día más al alcance de los científicos, como Robert Clarke, quien sintetiza los últimos avances de la Cosmología con una frase, absurda para muchos, pero balance de serias investigaciones: “Todos somos hijos de las estrellas” (El hombre mutante, Edaf, 1990). La existencia del mito puede ser explicada como un gen cultural, que entró en la historia cuando alguien empezó a escribir el primer capítulo de esa novela imaginativa y contradictoria que es la Biblia. Ese primer escriba, ¿tendría conciencia de estar creando un mito? Lo ignoramos. Lo que sí podemos considerar es la oportunidad de su invención y consolidación durante siglos para determinar una moral imperativa que pusiera un poco de orden en las relaciones pasionales de los humanos.

El mito de  la Divinidad creadora se transmite entre los humanos como el relato esotérico de los orígenes, como una realidad, imaginada aunque asumida como real, generación tras generación. Esta falsedad objetiva actúa, sin embargo, como una verdad mítica universal, de origen psicológico, inseparable de la naturaleza pensante del hombre. El relato mítico del Dios judeo-cristiano es de carácter sobrenatural, se considera verdadero y sagrado, se refiere a una creación, implica el conocimiento del origen de las cosas y se vive personalmente como una experiencia religiosa, cumpliendo así los condicionantes que para el verdadero mito propone Mircea Eliade. De ahí que, al ser Dios una convicción íntima y personal, emocional antes que racional, aunque carente de un refrendo científico, su estudio haya de ser objeto de la Psicología más que de la Filosofía o de la Teología.

La idea de Dios es una maravillosa invención del hombre, necesaria para poner orden en el caos de su conciencia primitiva y para evitar su auto-destrucción. Puesto que “saberse hombre es saberse contingente”, la única salida posible al laberinto de la vida es la creación de Dios. Es decir, la creación del Mito por excelencia. Mito salvador, a condición de no olvidar su significación simbólica, sin realidad objetiva pasada, presente o futura. La aceptación plena de esta certidumbre es la condición inexcusable para alcanzar la hombría, es decir, la madurez total de la vida humana. Tesis explicitada por Feuerbach, al sentenciar con toda claridad que la idea de Dios es una gran creación del hombre (La esencia del cristianismo, Tecnos, 1993). Es la única salida racional al problema teológico de Dios, aunque deje inexplicado el origen misterioso de la existencia. Y aunque el Dios creado haya de sufrir la esclavitud de vivir en la mente de los humanos como un “apagafuegos” de la ignorancia y el temor de todos los nacidos de mujer. El Dios creado se siente “utilizado” por el hombre y su mayor deseo sería que lo dejásemos volver a la nada de donde salió, como bellamente ha dejado escrito María Luisa Alba Bustos en su Carta de Dios, precioso texto que “navega” ya hace meses en uno de los  barcos que han fletado los no creyentes (Sindioses.org).

Privando al hombre de su origen divino, Darwin acabó con la idea de un Dios creador, solucionó el enigma de la vida, afirmando que nadie la había diseñado ni creado. La vida es un mecanismo ciego, natural, sin objetivo. Por muy absurdo que parezca, la biología actual confirma que el origen de los seres vivos se puede explicar sin necesidad de acudir a un acto creador, mucho más absurdo e incomprensible.
 


Este artículo está reproducido con el permiso de su Autor, Francisco Aguilar Piñal y ha sido recogido de las páginas SIN DIOSES.ORG sin ningún fin comercial. A su Autor agradecemos la deferencia y la atención prestada.