La Biblia,
el Libro del Mundo

La Biblia no es la Biblia
Por Alberto Manguel

Una criatura necesaria
Se recupera la 'Biblia del Oso'

Palabras de súplica y lamento
Nueva traducción de los 'Salmos'

Diferencia de horizontes
André LaCocque y Paul Ricoer analizan la Biblia

Un mapa bíblico
Diccionario de las Sagradas Escrituras

El resplandor de la verdad
Grabados de Hans Holbein sobre el 'Antiguo testamento'

Aproximaciones / Los quince mandamientos
Por Francisco Casavella

La voz del desierto
Por Jesús Ferrero

El becerro de oro
Por Gustavo Martín Garzo

 

   

La Biblia no es la Biblia

 

Mapamundi del 'Beato Rylands' tomado del 'Beato de Liébana. Códice del Monasterio de San Pedro de Cardeña', publicado por Moleiro Editor.

El libro de los libros es la Palabra Revelada de Dios, pero también es, simplemente, un libro. Y como tal puede ser leído por la variedad de textos. Su contenido varió con el tiempo, igual que las lenguas que expresaron el mensaje divino y los traductores que lo interpretaron.


Texto: Alberto Manguel

Cuando Madame du Deffand, amiga de Voltaire, observó sobre el escritorio de la Maréchale de Luxembourg una espléndida Biblia, la anciana madame se estremeció visiblemente y exclamó: "¡Qué tono! ¡Qué espantoso tono! ¡Ah, mi amiga! ¡Qué pena que el Espíritu Santo tuviese tan mal gusto!". Más allá del bon mot, más allá del propósito delicadamente escandaloso, el juicio de Madame du Deffand es esencialmente el de una lectora que juzga la obra de un autor célebre. Que el autor se escriba con A mayúscula, que en este caso sea también el Creador del Universo, Principio y Fin de las Cosas, Última Razón y Centro del Cosmos, nada cambia para la lectura de la exigente Madame du Deffand. La Biblia es la Palabra Revelada de Dios, Puerta de Salvación y Eco de la Verdad, pero es también un libro y como tal puede ser juzgado.

Para los musulmanes, el Corán no es un libro: es uno de los atributos de Alá, como Su omnipotencia o Su misericordia. En cambio, para el judío, y luego para el cristiano, la Biblia es meramente los apuntes del Verbo Divino, aquello que Dios quiso comunicarnos para ayudar a nuestro débil entendimiento, un manual o vademécum de Sus argumentos e intenciones leídos a través de un vidrio oscuro.

Desde muy temprano, la Biblia fue vista como uno de los libros de Dios; el otro, el que nosotros llamamos mundo, es para algunos su glosa y para otros su texto principal. Leerlos es nuestra tarea como seres humanos. A veces somos críticos (como Madame du Deffand) y nos quejamos del insistente estilo; a veces nos parece que, para el primer esfuerzo de un autor novicio, este libro del mundo no está nada mal.

Pero para alguien que desconoce los dogmas judeocristianos, la lectura de la Biblia (como la del mundo) puede ser desconcertante. ¿Qué es esta antología de mitos, historia, poesía épica y amorosa, advertencias, proverbios y aquel antecesor de Lautréamont que es el Apocalipsis de Juan? ¿Por qué fueron juntados estos textos tan distintos bajo el nombre de Biblia, título que significa nada más y nada menos que libros, es decir, todo libro y cualquiera? Imaginemos nuestro estupor al descubrir un tomo que, bajo el título de Tomo, por ejemplo, reuniese: La invención de Morel, la Historia de Napoleón, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, el Refranero criollo, La metamorfosis, los proféticos avisos de la organización Greenpeace, La vorágine, Esperando a Godot, el Cuarteto de Alejandría y el rollo de Meditación, todos presentados como textos de un mismo engorroso autor anónimo.

Quizá tal eclecticismo no debiera sorprendernos. Shelley decía que todo poema no es sino parte de un gran poema universal cuyo comienzo se pierde en una aurora sin tiempo y cuyo fin será escrito cuando ya no existan más ni poetas ni lectores de poesía. ¿Por qué no reunir entonces, a priori, ciertos capítulos selectos cuya coherencia se halla en la infinita y eterna obra total que las encierra, a la espera de aquel único lector privilegiado que es también el autor? ¿Por qué no confeccionar un volumen de literatura ejemplar a través de la cual ciertos lectores inspirados podrán adivinar la existencia de un colosal autor y una trama celeste?

Es posible que éste haya sido el razonamiento de los varios compiladores bíblicos. La Biblia que conocemos no es sólo muchos libros: es muchas biblias. El ejemplar más antiguo de la Biblia que conservamos (del Antiguo testamento en hebreo) es del siglo once de nuestra era y se halla en uno de los anaqueles de la biblioteca nacional de San Petersburgo. Pero ya en el siglo XI, ese libro que llamamos Biblia había cambiado su contenido varias veces. Después de la toma de Jerusalén, la tradición hebraica propuso que la Biblia se limitase a tres grupos de textos muy diversos: la Torá o Ley (incluyendo entre otros los libros de Génesis y de Éxodo), los cantos proféticos, y los "escritos", textos francamente literarios (de inspiración divina) como el libro de Salmos y el Eclesiastés. Con el propósito de crear a partir de estos textos documentos precursores de la palabra de Cristo, los compiladores del Nuevo testamento propusieron una Biblia algo distinta, reorganizando y seleccionando los libros que habían servido de guía a las tribus del desierto.

No sólo las selecciones que componían estas biblias eran distintas; también los idiomas en los que eran leídas eran diversos. En el siglo dieciocho, desde un púlpito de Londres, un predicador aterró a sus fieles con estas palabras: "Nunca debéis olvidar que este libro que leéis" (y aquí levantó de su atril la Biblia del rey Jacobo, vertida al inglés por brillantes lexicógrafos del siglo dieciséis, entre los cuales Kipling se imaginó a Shakespeare) "no es la Biblia". Y mientras su público lo miraba espantado, como si hubiera pronunciado una blasfemia, continuó: "Este libro es una traducción de la Biblia". Desde sus comienzos, la Biblia fue leída en traducción. Del arameo al hebreo, del hebreo al griego, del griego al latín de san Jerónimo, y de varias de estas lenguas a todas las lenguas del mundo, la Biblia es sobre todo la creación de sus lectores, ya que toda traducción es lectura, y lectura de la más alta artesanía. El Espíritu Santo, que sopla donde quiere, parece complacerse en soplar al oído de aquellos innumerables poetas que trataron de dar al verbo divino la calidad de poesía, permitiéndole a Dios adoptar como nom de plume el de una de sus criaturas, fray Luis de León o Antonio de Nebrija. ¡Qué extraño debe parecerle a un autor (incluso un autor para quien nada es extraño) ser leído en la voz de sus ficciones! Como si a Flaubert lo reescribiese Emma Bovary en el estilo de las novelitas rosas que tanto le gustaban a esa pobre mujer, o si a Joyce lo tradujese Leopold Bloom al yídish, guardando, claro está, el suavísimo acento de Dublín.

Una criatura necesaria

 

'El reino de la bestia de siete cabezas', del 'Beato de Gerona', publicado por Moleiro Editor.

La primera traducción al castellano de todos los libros de la Biblia, realizada en el siglo XVI por Casiodoro de Reina, un monje disidente que abrazó la Reforma, acaba de reeditarse en cuatro volúmenes. Se recupera con ello una versión, 'La Biblia del Oso', que destaca por su tensión literaria y su agudo sentido poético.

LA BIBLIA DEL OSO
Edición dirigida por José María González Ruiz.
Traducción de Casiodoro de Reina 'Libros históricos' (I y II)
Edición de Juan Guillén Torralba 'Libros proféticos y sapienciales' (III). Edición de Gonzalo Flor Serrano 'Nuevo testamento' (IV) Edición de José María González Ruiz
Alfaguara. Madrid, 2001
554, 962, 1.148 y 693 páginas
2.950, 3.300, 3.500 y 3.150 pesetas, respectivamente



Texto: J. A. González Iglesias

Miles de veces hemos oído decir que la Biblia es el libro más leído de todos los tiempos, un clásico. Sin embargo, eso no acaba de ser cierto. Durante siglos, la Biblia ha funcionado como un texto absoluto, al que debían plegarse los parámetros literarios, porque la Biblia no se sometía a ellos. Leer la Biblia no ha sido exactamente leer. Nuestro concepto de la literatura es en lo esencial el mismo que tenían los griegos y los romanos: una cultura de los libros (en plural y con minúscula). En ella, los libros -algunos- gozan de una sacralidad laica y son objeto de una veneración cultural (la que nosotros tributamos a El Quijote). La valoración está sometida a la crítica, y los textos mejores se transmiten a través de la educación. En cambio, la Biblia no está sometida a la crítica (si estuviéramos en una cultura todavía bíblica, esta reseña no tendría sentido). Tampoco se estudia en clase de literatura, ni se lee ni se transmite en ella. No es exactamente un clásico, aunque comparta con ellos la eternidad. Sí es, en cambio, el texto canónico por excelencia, fijado por autoridades religiosas. El Libro, con mayúscula y en singular, porque el aparente plural sólo designaba un conjunto orgánico: eso es la Biblia. Un texto "difícil" para el mundo grecorromano, en el que literatura era sinónimo de humanidad. Llegaba equipada, sí, de inmensas dosis de belleza, de verdad, de moral, de historia, de amor y de profecías. Pero su autor era Dios. Siendo, como era, la fuente de verdad y el libro que iba definitivamente en serio, excluía dos de las energías primordiales de la literatura: la ficción y el humor.

Leer la Biblia, por tanto, ha sido algo muy distinto de leer literatura. Mucho más en el ámbito católico, y no digamos en los dominios de la Monarquía Católica. Leerla (aunque fuera en el original) y, peor aún, traducirla o publicarla podía acarrear grandes peligros. De nada sirvió la Modernidad, porque esos peligros se exacerban en pleno Renacimiento literario (pensemos en la cárcel de fray Luis). Y de poco sirvió la Ilustración. Así que la operación que propone Alfaguara debe ser bien calibrada. Leer la Biblia, por ejemplo, en la Biblioteca de Autores Cristianos, tiene todas las garantías canónicas (incluido el imprimátur), pero muy poca tensión literaria. Encontrarla en un sello editorial laico de gran difusión, dedicado esencialmente a la narrativa de ficción e inequívocamente literario, es una aventura muy atractiva. Supone nada menos que una propuesta para leer esos libros.

La traducción de Casiodoro de Reina es una criatura única y necesaria dentro de la literatura española y de la historia de España (la mejor garantía es el interés que le dedica don Marcelino Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles). Publicada en Basilea en 1569, es la primera traducción al castellano de la Biblia íntegra (incluyendo todos los libros del canon católico), a partir de sus originales hebreo y griego. Casiodoro de Reina, que había estudiado en la Universidad de Sevilla, fue monje allí, en la comunidad jerónima de San Isidro, una orden reformada, próxima a las ideas erasmistas y luteranas. Los monjes, muchos de ellos cristianos nuevos, profesaban una pobreza evangélica y daban gran importancia a la lectura directa de las Escrituras. La vigilancia de la Inquisición hizo que los monjes y sus simpatizantes organizaran su exilio colectivo en 1557. Los que no lo consiguieron fueron quemados en 1559, y la casa donde se reunían, arrasada y sembrada de sal. De Reina creó en Londres una "Confesión Hispánica". Perseguido y calumniado por la Embajada española, huyó en 1563 al continente, seguido de su mujer (a esas alturas ya se había casado). Había completado la traducción de la Biblia, con ayuda de colaboradores y teniendo en cuenta las anteriores traducciones parciales al castellano. Durante la huida, entre otras peripecias, perdió y recuperó el manuscrito. Para mantener su independencia intelectual -cuántos paralelismos con Spinoza-, se dedica al comercio de la seda. En Basilea vuelve a la universidad y consigue vencer las resistencias del Gobierno de la ciudad a que se editara un libro en español. Al fin, después de diez años de trabajo (que incluía las notas y las introducciones), De Reina prefirió renunciar a que su nombre apareciera en la traducción, para facilitar su difusión en España.

Esta edición, encargada a tres especialistas, ha estado dirigida por el prestigioso teólogo José María González Ruiz. El formato en rústica ha fragmentado la edición en cuatro volúmenes, cosa buena para su propuesta como literatura, porque de ninguna manera debe leerse la Biblia en papel biblia, ni en un solo volumen que nos recuerde al tocho de sacralidad insoportable. Aquí hay dos tomos para los Libros históricos, otro para los Libros proféticos y sapienciales y otro para el Nuevo testamento. De Reina escribe en el momento mejor de nuestra literatura, el de fray Luis y Cervantes. Su Biblia es un clásico castellano (digno de aquella colección) que quedó excluido de nuestra tradición por razones teológicas y políticas. En esta traducción, Dios habla al hombre recién creado con estas palabras tan bellas: "Fructificad y multiplicad y henchid la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces de la mar". Y se dirige a Abraham con claridad castellana: "Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro capullo". La mayor intensidad poética está en los Libros proféticos y sapienciales, por ahí empezaría yo esta lectura literaria (por ejemplo, por Nahum, un gran poeta desconocido autor de un pequeño libro). Como literatura (no como fuente para la literatura) puede leerse en conexión con la actual: con poemas como El llanto de la hija de Jephté, de Pablo García Baena; Eclesiastés, 3,5 y Estrofa 24, de María Victoria Atencia, o libros enteros como el último del joven Álvaro Tato, y especialmente La teja, de Alfonso Canales. En la Biblia, Job plantea a Dios la misma pregunta que se hacen muchos: ¿por qué tiene que sufrir un ser humano bueno? Bástenos con saber que Job murió de viejo "y harto de días". Leyéndolo, me ha gustado pensar que el sevillano Casiodoro de Reina aspiraba esa "h" en su exilio de Londres o Basilea.

Palabras de súplica y lamento

 

'El ojo de Dios' (2000), obra de Ximo Lizama.

Una nueva traducción y un cuidado comentario de los 'Salmos' invitan a explorar la fuerza simbólica y literaria de esta poesía de enorme influencia en la tradición literaria occidental.

LIBRO DE LOS SALMOS
Traducción e introducción de Julio Trebolle Barrera
Versión literaria de Susana Pottecher
Trotta. Madrid, 2001
302 páginas. 3.000 pesetas


LIBRO DE LOS SALMOS. RELIGIÓN, PODER Y SABER
Julio Trebolle Barrera
Trotta. Madrid, 2001
286 páginas. 3.000 pesetas


Texto: Carlos García Gual

Entre los grandes libros de la Biblia, el Salterio ha ocupado siempre un lugar privilegiado. Sus himnos resonaban de modo constante en las fiestas litúrgicas del templo de Jerusalén, y luego en otros mil templos judíos y cristianos, pero también fueron leídos con intensa piedad personal por incontables creyentes en sus momentos de angustia y soledad. Es el libro del Antiguo testamento más veces citado en el Nuevo testamento, y el mismo Jesús de Nazaret cita los salmos con fervor especial, según los Evangelios. En estos poemas dirigidos a la divinidad soberana y única, la religiosidad hebrea se expresa con una enorme intensidad lírica y con un extremado patetismo. Reunidos en torno al 200 antes de Cristo, sus 150 cantos de lamentación y súplica al Dios de Israel y del universo forman un conjunto de impresionante fuerza simbólica y una singular complejidad de tonos y motivos, dentro de su línea central de cantos de súplica y lamentación. De ahí que la posible monotonía de su temática se vea compensada por la intensidad de su lirismo, la belleza de sus imágenes y la hondura de sus anhelos.

Los salmos condensan, en distintos tonos, más desgarrados unas veces y más exaltados otras, la experiencia religiosa de todo un pueblo y evocan los símbolos más incisivos de la piedad monoteísta del legado bíblico. Julio Trebolle lo subraya muy bien desde las primeras líneas de su prólogo: "Encierra toda la Biblia: la historia sagrada, la ética de los profetas, la enseñanza de los sabios, las liturgias festivas y de duelo, el derecho sagrado, la política de los reyes hasta la pérdida del poder, y las esperanzas y desilusiones mesiánicas y apocalípticas. En suma, la experiencia religiosa de hombres y mujeres israelitas de toda condición, que cantaban la Gloria y las glorias de Yahvé o lamentaban su lejanía y ausencia en las crisis personales, en catástrofes colectivas...". En fin, el Salterio es así una especie de concentrado de siglos de oración al Dios de Israel, un tesoro de toda la Escritura divina, "en palabras de Casiodoro: totius scripturae divinae thesaurum". Como repertorio recamado de tantos motivos bíblicos está muy indicado ofrecerlo acompañado de una guía de lectura, como ahora se nos presenta.

No olvidemos que este gran clásico de la hímnica antigua ha dejado hondos ecos durante siglos en una vasta tradición literaria, fluyendo desde la Biblia a la poesía de los mayores místicos de Occidente. (Extremadamente sugerente y atractivo, a tal efecto, es el capítulo de Trebolle titulado Salmografías comparadas, de notable sabor poético y docto aroma comparatista actualizado). Pues leer los Salmos hoy significa ante todo prestar oídos a esa tradición de inquietud espiritual, escuchar de nuevo la larga letanía de plantos, angustias, ansias y llamadas a Dios, vehiculadas en esos moldes poéticos de fervorosa y patética imaginería. El lector actual puede sentirse más o menos ligado a su mundo religioso, y compartir o no esas creencias, pero es difícil que no se sienta sobrecogido por la grandeza literaria de su torrente imprecatorio -arcaico, pero lacerante y redivivo-, cuando los textos se le presentan en una versión actual que transmite toda su fuerza espiritual y su lirismo. Como aquí lo hace Julio Trebolle ayudado por Susana Pottecher.

Como en más de una ocasión se indica, el objetivo de esta nueva versión (teniendo en cuenta las ya existentes en nuestra lengua) es reflejar de modo patente el imaginario simbólico que se expresa a fondo en el Salterio -reinsertando los motivos bíblicos en el contexto religioso del Antiguo Oriente y recordando sus ecos literarios- y rescatar en lo posible, en un castellano actual, la fuerza de esa poesía religiosa. Esta recuperación de la carga simbólica y literaria se logra gracias al profundo conocimiento que Trebolle tiene de toda la configuración del mundo religioso antiguo, hebreo y oriental e incluso helenístico, un saber riguroso de base filológica y finalidad hermenéutica, que ya demostró en su magnífica introducción a la Biblia y sus textos en La Biblia judía y la Biblia cristiana (Trotta, 1998, ya en tercera edición).

Así que, cuando destaca que esta traducción de los salmos "es la primera en beneficiarse de esta recuperación de lo simbólico", conviene decir que eso sucede en partida doble: por un lado, en el ámbito de la interpretación; por otro, en la búsqueda de un estilo poético propio. "La traducción de los salmos ha de conciliar un modo de hablar elevado y otro llano para hacer justicia a la fusión de lenguajes característica del estilo bíblico, imitada más tarde en el clasicismo cristiano. El grand style propio de las literaturas mesopotámica y griega cuyos protagonistas eran dioses y héroes se funde en la Biblia con el estilo llano, el sermo humilis o piscatorius de la historia bíblica cotidiana". Cierto es que "el estilo bíblico se presta al lenguaje moderno de estilo cortado y paratáctico", pero eso debe conjugarse con sus frecuentes metáforas y sus paralelismos, en un atractivo y arduo reto. A eso se enfrenta muy válidamente esta traducción, producto de un exhaustivo examen filológico e histórico de los textos (que atestigua el alto nivel actual de los estudios bíblicos en España), pero también, a fin de cuentas, de un perspicaz buen gusto literario. Una versión admirable tanto en su método como en su refinado producto, y un comentario no menos admirable por su rigor intelectual, su erudición y su buen estilo.

Diferencia de horizontes

 

'El perpetuo regreso (regreso del hijo pródigo)', de Guillermo Pérez Villalta.

El exégeta belga André LaCocque y el filósofo francés Paul Ricoeur comentan una serie de pasajes emblemáticos de la Biblia hebrea en un intercambio interdisciplinar preciso y riguroso que dota a estos textos de nuevo sentido.

PENSAR LA BIBLIA. ESTUDIOS EXEGÉTICOS Y HERMENÉUTICOS
André LaCocque y Paul Ricoeur
Traducción de Antonio Martínez Riu
Herder. Barcelona, 2001
422 páginas. 5.400 pesetas


Texto: Juan José Tamayo-Acosta

La Biblia no es una obra homogénea. Escrita a lo largo de diez siglos, se caracteriza por un amplio pluralismo cultural, religioso, filosófico y teológico. Posee, además, una gran riqueza de géneros literarios: mito, poesía, historia, oráculos, prescripciones, narraciones, textos proféticos, jurídicos, apocalípticos, sapienciales, etcétera.

En este libro, el exegeta belga André LaCocque y el filósofo francés Paul Ricoeur comentan una serie de textos emblemáticos de la Biblia hebrea, representativos de los géneros indicados: el relato de la creación de Génesis 2-3, su carácter ético-sapiencial y su relación con la salvación; el mandamiento del decálogo judío "no matarás", el origen de la ley en Israel y su carácter imperativo; el Cantar de los Cantares, libro escrito quizá por una mujer, que celebra el gozo de la vida y exalta el eros; la surrealista visión de los huesos secos del profeta Ezequiel, profecía de la vida pronunciada en Babilonia, tierra de destierro y muerte; el salmo 22, de lamentación individual, donde se expresa un sentimiento de desamparo a través de la pregunta angustiosa "¿por qué me has abandonado?", que luego hará suya Jesús de Nazaret en la cruz; el significado del nombre del Dios hebreo Yahweh y su carácter histórico-liberador; el ancestral relato de José vendido por sus hermanos, cargado de elementos psicológicos, sociológicos, folclóricos y teológicos, y grabado en el imaginario colectivo de quienes estudiamos la historia sagrada en el colegio.

André LaCocque y Paul Ricoeur comentan los mismos textos en un ejercicio de diálogo interdisciplinar fluido de gran rigor intelectual y precisión conceptual. El exegeta sigue la trayectoria de la elaboración de los textos a través del recurso a los métodos histórico críticos, si bien no descuida preguntarse por el sentido de los textos. No se muestra tan interesado por recuperar la intención del autor cuanto por la conexión entre el texto y la comunidad viva y por la estrecha relación existente entre la multidimensionalidad de cada texto y la pluralidad de lecturas que de él pueden hacerse.

El filósofo tiene en cuenta la recepción de los textos bíblicos en el marco de la filosofía griega, primero, y moderna, a través de teorías y conceptos elaborados en un ámbito distinto del bíblico. Llama la atención sobre la especificidad de los textos religiosos y la originalidad del pensamiento hebreo, lo que le lleva a considerar inadecuado el concepto de "metafísica bíblica", que estableciera É. Gilson. La relación entre los textos bíblicos y las comunidades históricas de lectura e interpretación exige el recurso al círculo hermenéutico -que no tiene por qué ser "vicioso"-. La comunidad se interpreta a sí misma cuando interpreta la Biblia.

La lectura del exegeta y la del filósofo pueden parecer, a primera vista, antagónicas o, al menos, yuxtapuestas. Pero a medida que uno entra a fondo en los comentarios, descubre una sintonía básica dentro de la diferencia de horizontes y del respeto de cada uno a la especialidad del otro. El resultado de este ejercicio de lecturas entrecruzadas es que los textos bíblicos remiten a nuestra vida y cobran nuevo sentido. Aquí se hace realidad la afirmación de Gregorio Magno: "La escritura crece en sus lectores". Pensar la Biblia me parece un buen antídoto contra el fundamentalismo hoy imperante, sobre todo en "las religiones del libro".

Un mapa bíblico

El principal aporte de este diccionario enciclopédico de las Sagradas Escrituras, en el que aparecen desde lugares hasta personajes, es el desarrollo de las bases ideológicas y de las líneas doctrinales del judaísmo y del cristianismo naciente.

NUEVO DICCIONARIO DE LA BIBLIA. LUGARES, CONCORDANCIAS Y PERSONAJES
Varios autores. Edición de Geoffrey Wigoder
Del Taller de Mario Muchnik Madrid, 2001
800 páginas. 3.515 pesetas



Texto: J. J. T.-A.

'Corpus 1996', de Rogelio López Cuenca.

Cuanto más se lee y estudia la Biblia, mayores son las dudas de todo tipo que a uno le asaltan: literarias, geográficas, religiosas, antropológicas, etcétera. A veces no resulta fácil despejarlas. Y no tanto por la dificultad del texto en sí, cuanto por la distancia cultural que media entre la redacción de los textos bíblicos y nuestra comprensión de la realidad. La presente obra editada por Del Taller de Mario Muchnik ayuda a acortar esa distancia y a situarnos en el contexto en que se escribieron los libros de la Biblia. Se trata de un diccionario enciclopédico donde el lector puede encontrar la mayoría de los lugares y personajes que aparecen en la Biblia con una extensión acorde a su importancia.

La obra ofrece una información completa del territorio de Palestina, desde la pequeña ciudad de Nazaret -donde Jesús pasó su infancia y juventud- hasta la capital Jerusalén -donde fue ejecutado-, y de los países limítrofes. Pero no se limita a la descripción toponímica, sino que destaca la importancia histórica y la significación religiosa de cada lugar. En el caso de los personajes bíblicos, la nómina es casi exhaustiva, si bien se dedica mayor extensión a quienes jugaron un papel protagonista en la historia de Israel, como Abraham, Moisés, David, Salomón, los profetas, y en los orígenes del cristianismo, como Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso.

Proporciona, asimismo, importantes referencias sobre la organización política de Israel con conceptos como "tribu" y "monarquía", la estructura social y económica con términos como "agricultura", "comercio", "monedas" y "esclavitud", y las instituciones religiosas con el desarrollo de vocablos como "templo", "sacerdotes", "levitas", "sacrificios y ofrendas", "profecía".

Pero lo más importante del diccionario es, sin duda, el desarrollo de las bases ideológicas y de las líneas doctrinales del judaísmo y del cristianismo naciente. Del primero cabe destacar: ley, decálogo, alianza, Dios, promesa, santidad, bendición-maldición, pureza-impureza, vida-muerte-resurrección. Del segundo: evangelio, reino de Dios, bienaventuranzas, salvación, discípulos, apóstoles.

El diccionario ha sabido captar la peculiaridad de ese conjunto de libros llamado Biblia, donde se combinan "historia, literatura y, sobre todo, inspiración" (página 16). Su fiabilidad está garantizada por los propios colaboradores, especialistas todos ellos en los diferentes campos de la investigación bíblica: arqueólogos, filólogos, exegetas, teólogos, rabinos y expertos en lenguas semitas.

El resplando de la verdad

 

Grabado de 'Imágenes del Antiguo testamento', de Hans Holbein.

Se recuperan en un volumen los grabados en los que el pintor bávaro Hans Holbein el Joven realizó su particular lectura del Antiguo testamento.

IMÁGENES DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Hans Holbein
Edición de Antonio Bernat Vistarini.
Presentación de Francisco Calvo Serraller
Olañeta Palma de Mallorca, 2001
188 páginas. 1.800 pesetas



Texto: Javier Rodríguez Marcos

Como bien sabía Dostoievski, siempre hubo obras del arte religioso capaces de hacer perder la fe a cualquiera. Sucedía, sobre todo, en los tiempos en que, como resplandor de una verdad inefable, la belleza podía convertirse en algo a la vez humano e inhumano, terrible, demasiado carnal como para ser puro espíritu y demasiado sublime como para haber salido de la mano de un hombre. Hoy sabemos que la crisis del arte no es más que la crisis de nuestra fe en el arte. Y sabemos también que el largo camino de esas crisis -algo a lo que a veces llamamos modernidad- se inició en los albores del siglo XVI y vino, en parte, de la mano de la nueva trinidad formada por el capital, el libro impreso y la Reforma protestante.

En 1522, mientras se imprime en Wittenberg la traducción de Lutero del Nuevo testamento, Hans Holbein el Joven, de 25 años, da fin a su sobrecogedor Cristo muerto en el sepulcro. Un año después pintaría el famoso retrato de Erasmo, al que frecuentó en Basilea, capital de la imprenta y del nuevo humanismo. Poco más tarde se embarcaría en la ejecución de estos Retablos o tablas de las historias del Testamento Viejo, un conjunto de grabados que entre 1540 y 1543 conocería dos ediciones en castellano. Es esa misma edición -en la que cada página cuenta con una inscripción latina, una imagen y una quintilla explicativa- la que se reproduce ahora acompañada por una presentación y un estudio preliminar admirables. Seguidor de Durero y Mantegna, Holbein realizó un recorrido gráfico que, aceptando que la pintura es una "cosa mental", termina convirtiéndose en una suerte de nueva traducción del mensaje divino, aquél al que a veces mata la letra. Pese a su indudable intención didáctica, para algunos el artista estuvo más pendiente del grabado que de la devoción, del arte que de la teología. El trabajo de Holbein están, en cualquier caso, entre la matemática y la inspiración, a medio camino entre la ley de Dios y las leyes de la composición. Movimiento, claridad y profundidad son algunos de los atributos de unas imágenes que, en un mínimo espacio, consiguen captar con la misma contundencia los paisajes y los interiores, el fragor de la batalla contra los asirios y la intimidad de la muerte de Jeroboam.

"¡Lo que podría haber hecho con la mitología clásica!", exclamó con cierto pesar uno de los modernos editores de los grabados del pintor de Augsburgo. A la altura de estos tiempos de escepticismo y a la vista de la distancia con la que empiezan a contemplarse escenas que durante siglos fueron las más familiares, puede que ya lo sepamos.

Los quince mandamientos


Texto: Francico Casavella

TRAS UNA de sus charlas decisivas con Yahvé, que tratan asuntos tan dispares como la decoración o el código civil, Moisés baja del monte Sinaí con tres tablas de la ley. "Pueblo elegido", dice con ceremonia, "aquí os traigo los quince manda...". En ese momento, Moisés tropieza con una de las zarzas de aquellos violentos caminos y se le cae una tabla. La tabla se rompe. Moisés, sin contrariarse demasiado, recomienza: "Pueblo de Israel, en mis manos tengo estos diez mandamientos...". El gag de Mel Brooks no es el colmo del humorismo, pero ilustra muy bien la actitud de los transmisores de "la palabra de Dios", pura conveniencia y circunstancia, cuya versión moderna serían las sucesivas puestas al día de las religiones tradicionales, los telepredicadores y, desde luego, esos enconados aspirantes al Cielo, los vendedores de biblias. Los tres grupos basan su estrategia comercial en la probada eficacia del mismo libro: una recopilación de leyendas y proverbios de una tribu nómada de la Edad de Bronce, con el añadido, en algunos casos, de la biografía helenística de un controvertido personaje palestino, ejecutado en la cruz bajo el mandato de Tiberio, y del que no se conserva ninguna otra referencia en los textos históricos de la época. Para esos tres grupos de usuarios bíblicos es fundamental la traducción y la habilidad con que se maneja el sentido figurado. Las traducciones y los sentidos figurados, las versiones, pueden ser tantos como intereses religiosos; hasta un laico puede dar su interpretación de esa materia sin demasiado sustento filológico. Un amigo, por ejemplo, defendía que lo de poner la otra mejilla no era más que un evidente error de traducción.

Los desmanes que han tenido lugar a lo largo de la historia por un comentario más bien parcial de esos textos, toda esa irracionalidad, sólo puede ser igualada por los que se pueden cometer en defensa de una racionalidad sometida igualmente a una mala interpretación o a las sinuosas revueltas del sentido figurado, toda esa técnica, esa información. ¿Qué nos queda por tanto de la Biblia? El interés aventurero de algunas anécdotas, como sabe cualquiera que haya estudiado Historia Sagrada. O la belleza de libros como el de Job en la traducción de Casiodoro de Reina. O la interpretación artística que pueda trascender un primer impulso espiritual ya sea en música, pintura, literatura o cine. Para los novelistas será siempre una fuente no sólo argumental (José y sus hermanos, de Mann; El Evangelio según el Hijo, de Mailer; En directo del Gólgota, de Vidal, o Dios sabe, de Heller, por citar ejemplos variados), sino el lugar donde saquear epígrafes o títulos llenos de resonancia y misterio (el Eclesiastés parece un catálogo de "clásicos modernos" puesto en línea). Por lo demás, si preferimos cumplir el precepto de dar al César lo que es del César y a Dios lo suyo, en lugar del que reza: "Mis únicas preocupaciones son mantener limpio mi cuerpo, despejada la mente y alejado al casero", sólo puedo recomendarles que desconfíen de algunas traducciones y sentidos figurados, esa oferta llena de letra pequeña de las religiones y de sus telepredicadores. Con los vendedores de biblias uno siempre se puede poner a discutir a ver quién puede más y pasar las horas tan ricamente ante su rostro pasmado.

La voz del desierto


Texto: Jesús Ferrero

DIOS SE MANIFESTABA sobre todo en el desierto: era la voz del desierto. Una voz que podía recordar el sonido casi articulado del viento cuando se deslizaba entre los roquedales: las arpas de piedra de las que hablaban los viajeros de la antigüedad.

Y un pueblo del desierto es el autor de la Biblia, un pueblo que no tenía territorio específico, y que se vio obligado a hacer de "sus memorias", de "sus libros" el único espacio fijo en el que basar su identidad y modular su existencia.

La Biblia es el libro de la "construcción del mundo", como diría Gándara haciéndose cargo del legado masónico, y es también la crónica sintética y polifónica del desarrollo de esa construcción, que en la Biblia católica y protestante queda cerrada al incluir el Apocalipsis o "revelación" del fin del mundo. El hecho de que los católicos y protestantes cierren el mensaje bíblico como se cierra una novela es más definitivo de lo que pudiera parecer, ya que modifica el argumento de la Biblia oriental y le da un desenlace, una conclusión que a la vez quiere ser "una revelación".

Al incluirlo todo en su corpus, también el fin del mundo, la Biblia "occidental" se presenta como un inmenso fractal en el que parecen incluirse todas las posibilidades históricas. Juan Luis Arsuaga lo explica mejor cuando en su artículo El fractal de la teoría evolutiva invoca un texto fundacional de P. Couliano en el que se defiende la tesis de que "las religiones complejas son fractales, es decir, sistemas que se ramifican indefinidamente siguiendo determinadas reglas". Las religiones serían pues sistemas sincrónicos que se irían manifestando diacrónicamente a lo largo de la historia. "Eso significa", según Couliano y Arsuaga, "que todas las herejías e infinitas ramas del fractal estarían ya contenidas en el sistema desde el principio".

Siguiendo esa teoría, en el fractal bíblico se incluye el fin ya en el principio, y el principio en el fin: el alfa dentro de la omega. De esa manera, la Biblia occidental se convierte en un libro circular donde estaríamos leyendo todo lo pasado, y todo lo por pasar.

Si existiera esa isla desierta de las fábulas a la que sólo podemos llevarnos un libro, yo llevaría la Biblia, y no porque sea un libro religioso o revelador. La llevaría porque se me presenta como el único texto capaz de llevar a cabo la gran sustitución: suplantar el mundo.

El becerro de oro


Texto: Gustavo Martín Garzo

BORGES ESCRIBIÓ un relato en que un objeto minúsculo contenía el universo entero, y el argumento de ese libro de libros que es la Biblia podría ser el mismo: el de un libro que les fue revelado a los hombres para que pudieran leer en él la historia infinita y múltiple de la vida. ¿Pero no son todos los libros así? Aún más, ¿la literatura es algo sin la idea de la revelación? Tu vida guarda un secreto, eso nos dicen todos los libros que existen. Escuchar el murmullo de ese secreto, hacerle justicia, a eso llamamos verdad. Este peso abrumador de la verdad es lo que hace que la Biblia siga siendo un libro hermoso y terrible, lleno de historias tan extrañas como muchas veces poco edificantes. Por eso Cristóbal Serra aconseja leerlo como si fuera sólo literatura. Es decir, un libro en que se cuentan innumerables cosas, pero, sobre todo, en el que se callan muchas más. Por ejemplo, lo que pasó en el campamento de los judíos al pie del monte Sinaí. Moisés había ascendido a aquel monte a encontrarse con Yahvé, y Aarón, ante su tardanza, pidió a las mujeres que le prestaran los collares y los zarcillos de sus orejas, con los que dio forma en la fundición a la figura de un becerro. No de un dios, o un demonio, sino de un pobre becerro, semejante a los que pacían a su lado, imagen del desamparo de su pueblo en la noche interminable del éxodo. "Y el día siguiente madrugaron y ofrecieron holocaustos y presentaron (sacrificios) pacíficos: y el pueblo se sentó a comer y a beber, y levantáronse a regocijarse". Es así como se describe en la Biblia (en la traducción de Casiodoro de Reina) la reacción del pueblo judío. Es decir, el becerro que viene a llenar el vacío dejado por la ausencia de Moisés no mueve a extraños pactos ni a alianzas indecorosas, sino tan sólo a sentarse, a hablar y a comer a su lado. Eso significa adorar al becerro: correr de tienda en tienda con los bailarines, escuchar el murmullo de las conversaciones, los cantos de los hombres junto al fuego, percibir, en suma, su anhelo de felicidad. Reconozco que la Biblia que a mí me gusta tiene que ver con el rastro casi imperceptible de esa figurilla de oro. Un rastro hecho sin embargo de imágenes tan decisivas que difícilmente podremos olvidar: la imagen del pelo de Sansón entre los dedos de Dalila, la del rubor de Raquel apartando sus ovejas del pozo para que Jacob pueda inclinarse a beber, la de la cabeza de Juan Bautista en el regazo de Salomé, la de una muchacha de Galilea recibiendo a escondidas a un extraño mensajero, la de la burra visionaria de Balaán, la imagen de una mano exenta que se suelta a escribir en la pared de un palacio, la de un arca llena de animales flotando a la deriva en la noche negra del diluvio... Nadie que haya leído este libro podrá olvidar esas imágenes, ni dejar de hacerse por su causa un sinfín de preguntas. Cada una de esas preguntas guarda una historia que, antes de estar en disposición de contar, tenemos que aprender a merecer. Por eso debemos seguir el consejo de Cristóbal Serra y leer la Biblia como si fuera sólo literatura. Descubriremos al hacerlo que el becerro de oro no es sino el compañero jovial y temeroso de nuestra propia alma.