La Biblia no es la Biblia
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Mapamundi del 'Beato Rylands' tomado del
'Beato de Liébana. Códice del Monasterio de
San Pedro de Cardeña', publicado por Moleiro Editor.
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El libro de los libros es la Palabra
Revelada de Dios, pero también es, simplemente, un libro. Y como
tal puede ser leído por la variedad de textos. Su contenido varió
con el tiempo, igual que las lenguas que expresaron el mensaje
divino y los traductores que lo interpretaron.
Texto: Alberto Manguel
Cuando Madame du Deffand, amiga de Voltaire, observó sobre el
escritorio de la Maréchale de Luxembourg una espléndida Biblia,
la anciana madame se estremeció visiblemente y exclamó:
"¡Qué tono! ¡Qué espantoso tono! ¡Ah, mi amiga! ¡Qué pena que
el Espíritu Santo tuviese tan mal gusto!". Más allá del bon
mot, más allá del propósito delicadamente escandaloso, el
juicio de Madame du Deffand es esencialmente el de una lectora
que juzga la obra de un autor célebre. Que el autor se escriba
con A mayúscula, que en este caso sea también el Creador del Universo,
Principio y Fin de las Cosas, Última Razón y Centro del Cosmos,
nada cambia para la lectura de la exigente Madame du Deffand.
La Biblia es la Palabra Revelada de Dios, Puerta de Salvación
y Eco de la Verdad, pero es también un libro y como tal puede
ser juzgado.
Para los musulmanes, el Corán no es un libro: es uno de
los atributos de Alá, como Su omnipotencia o Su misericordia.
En cambio, para el judío, y luego para el cristiano, la Biblia
es meramente los apuntes del Verbo Divino, aquello que Dios quiso
comunicarnos para ayudar a nuestro débil entendimiento, un manual
o vademécum de Sus argumentos e intenciones leídos a través de
un vidrio oscuro.
Desde muy temprano, la Biblia fue vista como uno de los
libros de Dios; el otro, el que nosotros llamamos mundo, es para
algunos su glosa y para otros su texto principal. Leerlos es nuestra
tarea como seres humanos. A veces somos críticos (como Madame
du Deffand) y nos quejamos del insistente estilo; a veces nos
parece que, para el primer esfuerzo de un autor novicio, este
libro del mundo no está nada mal.
Pero para alguien que desconoce los dogmas judeocristianos,
la lectura de la Biblia (como la del mundo) puede ser desconcertante.
¿Qué es esta antología de mitos, historia, poesía épica y amorosa,
advertencias, proverbios y aquel antecesor de Lautréamont que
es el Apocalipsis de Juan? ¿Por qué fueron juntados estos
textos tan distintos bajo el nombre de Biblia, título que significa
nada más y nada menos que libros, es decir, todo libro
y cualquiera? Imaginemos nuestro estupor al descubrir un tomo
que, bajo el título de Tomo, por ejemplo, reuniese: La invención
de Morel, la Historia de Napoleón, los Veinte poemas
de amor y una canción desesperada, el Refranero criollo,
La metamorfosis, los proféticos avisos de la organización
Greenpeace, La vorágine, Esperando a Godot, el Cuarteto
de Alejandría y el rollo de Meditación, todos presentados
como textos de un mismo engorroso autor anónimo.
Quizá tal eclecticismo no debiera sorprendernos. Shelley decía
que todo poema no es sino parte de un gran poema universal cuyo
comienzo se pierde en una aurora sin tiempo y cuyo fin será escrito
cuando ya no existan más ni poetas ni lectores de poesía. ¿Por
qué no reunir entonces, a priori, ciertos capítulos selectos
cuya coherencia se halla en la infinita y eterna obra total que
las encierra, a la espera de aquel único lector privilegiado que
es también el autor? ¿Por qué no confeccionar un volumen de literatura
ejemplar a través de la cual ciertos lectores inspirados podrán
adivinar la existencia de un colosal autor y una trama celeste?
Es posible que éste haya sido el razonamiento de los varios
compiladores bíblicos. La Biblia que conocemos no es sólo muchos
libros: es muchas biblias. El ejemplar más antiguo de la Biblia
que conservamos (del Antiguo testamento en hebreo) es del
siglo once de nuestra era y se halla en uno de los anaqueles de
la biblioteca nacional de San Petersburgo. Pero ya en el siglo
XI, ese libro que llamamos Biblia había cambiado su contenido
varias veces. Después de la toma de Jerusalén, la tradición hebraica
propuso que la Biblia se limitase a tres grupos de textos muy
diversos: la Torá o Ley (incluyendo entre otros los libros de
Génesis y de Éxodo), los cantos proféticos, y los
"escritos", textos francamente literarios (de inspiración divina)
como el libro de Salmos y el Eclesiastés. Con el
propósito de crear a partir de estos textos documentos precursores
de la palabra de Cristo, los compiladores del Nuevo testamento
propusieron una Biblia algo distinta, reorganizando y seleccionando
los libros que habían servido de guía a las tribus del desierto.
No sólo las selecciones que componían estas biblias
eran distintas; también los idiomas en los que eran leídas eran
diversos. En el siglo dieciocho, desde un púlpito de Londres,
un predicador aterró a sus fieles con estas palabras: "Nunca debéis
olvidar que este libro que leéis" (y aquí levantó de su atril
la Biblia del rey Jacobo, vertida al inglés por brillantes lexicógrafos
del siglo dieciséis, entre los cuales Kipling se imaginó a Shakespeare)
"no es la Biblia". Y mientras su público lo miraba espantado,
como si hubiera pronunciado una blasfemia, continuó: "Este libro
es una traducción de la Biblia". Desde sus comienzos, la
Biblia fue leída en traducción. Del arameo al hebreo, del hebreo
al griego, del griego al latín de san Jerónimo, y de varias de
estas lenguas a todas las lenguas del mundo, la Biblia es sobre
todo la creación de sus lectores, ya que toda traducción es lectura,
y lectura de la más alta artesanía. El Espíritu Santo, que sopla
donde quiere, parece complacerse en soplar al oído de aquellos
innumerables poetas que trataron de dar al verbo divino la calidad
de poesía, permitiéndole a Dios adoptar como nom de plume
el de una de sus criaturas, fray Luis de León o Antonio de Nebrija.
¡Qué extraño debe parecerle a un autor (incluso un autor para
quien nada es extraño) ser leído en la voz de sus ficciones! Como
si a Flaubert lo reescribiese Emma Bovary en el estilo de las
novelitas rosas que tanto le gustaban a esa pobre mujer, o si
a Joyce lo tradujese Leopold Bloom al yídish, guardando, claro
está, el suavísimo acento de Dublín.
Una criatura necesaria
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'El reino de la bestia de siete cabezas',
del 'Beato de Gerona', publicado por Moleiro Editor.
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La primera traducción
al castellano de todos los libros de la Biblia, realizada en el
siglo XVI por Casiodoro de Reina, un monje disidente que abrazó
la Reforma, acaba de reeditarse en cuatro volúmenes. Se recupera
con ello una versión, 'La Biblia del Oso', que destaca por su
tensión literaria y su agudo sentido poético.
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LA BIBLIA DEL OSO
Edición dirigida por José María González Ruiz.
Traducción de Casiodoro de Reina 'Libros históricos' (I
y II)
Edición de Juan Guillén Torralba 'Libros proféticos y sapienciales'
(III). Edición de Gonzalo Flor Serrano 'Nuevo testamento'
(IV) Edición de José María González Ruiz
Alfaguara. Madrid, 2001
554, 962, 1.148 y 693 páginas
2.950, 3.300, 3.500 y 3.150 pesetas, respectivamente
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Texto: J. A. González Iglesias
Miles de veces hemos oído decir que la Biblia es el libro más
leído de todos los tiempos, un clásico. Sin embargo, eso no acaba
de ser cierto. Durante siglos, la Biblia ha funcionado como un
texto absoluto, al que debían plegarse los parámetros literarios,
porque la Biblia no se sometía a ellos. Leer la Biblia no ha sido
exactamente leer. Nuestro concepto de la literatura es en lo esencial
el mismo que tenían los griegos y los romanos: una cultura de
los libros (en plural y con minúscula). En ella, los libros -algunos-
gozan de una sacralidad laica y son objeto de una veneración cultural
(la que nosotros tributamos a El Quijote). La valoración
está sometida a la crítica, y los textos mejores se transmiten
a través de la educación. En cambio, la Biblia no está sometida
a la crítica (si estuviéramos en una cultura todavía bíblica,
esta reseña no tendría sentido). Tampoco se estudia en clase de
literatura, ni se lee ni se transmite en ella. No es exactamente
un clásico, aunque comparta con ellos la eternidad. Sí es, en
cambio, el texto canónico por excelencia, fijado por autoridades
religiosas. El Libro, con mayúscula y en singular, porque
el aparente plural sólo designaba un conjunto orgánico: eso es
la Biblia. Un texto "difícil" para el mundo grecorromano, en el
que literatura era sinónimo de humanidad. Llegaba equipada, sí,
de inmensas dosis de belleza, de verdad, de moral, de historia,
de amor y de profecías. Pero su autor era Dios. Siendo, como era,
la fuente de verdad y el libro que iba definitivamente en serio,
excluía dos de las energías primordiales de la literatura: la
ficción y el humor.
Leer la Biblia, por tanto, ha sido algo muy distinto de leer
literatura. Mucho más en el ámbito católico, y no digamos en los
dominios de la Monarquía Católica. Leerla (aunque fuera en el
original) y, peor aún, traducirla o publicarla podía acarrear
grandes peligros. De nada sirvió la Modernidad, porque esos peligros
se exacerban en pleno Renacimiento literario (pensemos en la cárcel
de fray Luis). Y de poco sirvió la Ilustración. Así que la operación
que propone Alfaguara debe ser bien calibrada. Leer la Biblia,
por ejemplo, en la Biblioteca de Autores Cristianos, tiene todas
las garantías canónicas (incluido el imprimátur), pero
muy poca tensión literaria. Encontrarla en un sello editorial
laico de gran difusión, dedicado esencialmente a la narrativa
de ficción e inequívocamente literario, es una aventura muy atractiva.
Supone nada menos que una propuesta para leer esos libros.
La traducción de Casiodoro de Reina es una criatura única y
necesaria dentro de la literatura española y de la historia de
España (la mejor garantía es el interés que le dedica don Marcelino
Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles).
Publicada en Basilea en 1569, es la primera traducción al castellano
de la Biblia íntegra (incluyendo todos los libros del canon católico),
a partir de sus originales hebreo y griego. Casiodoro de Reina,
que había estudiado en la Universidad de Sevilla, fue monje allí,
en la comunidad jerónima de San Isidro, una orden reformada, próxima
a las ideas erasmistas y luteranas. Los monjes, muchos de ellos
cristianos nuevos, profesaban una pobreza evangélica y daban gran
importancia a la lectura directa de las Escrituras. La vigilancia
de la Inquisición hizo que los monjes y sus simpatizantes organizaran
su exilio colectivo en 1557. Los que no lo consiguieron fueron
quemados en 1559, y la casa donde se reunían, arrasada y sembrada
de sal. De Reina creó en Londres una "Confesión Hispánica". Perseguido
y calumniado por la Embajada española, huyó en 1563 al continente,
seguido de su mujer (a esas alturas ya se había casado). Había
completado la traducción de la Biblia, con ayuda de colaboradores
y teniendo en cuenta las anteriores traducciones parciales al
castellano. Durante la huida, entre otras peripecias, perdió y
recuperó el manuscrito. Para mantener su independencia intelectual
-cuántos paralelismos con Spinoza-, se dedica al comercio de la
seda. En Basilea vuelve a la universidad y consigue vencer las
resistencias del Gobierno de la ciudad a que se editara un libro
en español. Al fin, después de diez años de trabajo (que incluía
las notas y las introducciones), De Reina prefirió renunciar a
que su nombre apareciera en la traducción, para facilitar su difusión
en España.
Esta edición, encargada a tres especialistas, ha
estado dirigida por el prestigioso teólogo José María González
Ruiz. El formato en rústica ha fragmentado la edición en cuatro
volúmenes, cosa buena para su propuesta como literatura, porque
de ninguna manera debe leerse la Biblia en papel biblia, ni en
un solo volumen que nos recuerde al tocho de sacralidad insoportable.
Aquí hay dos tomos para los Libros históricos, otro para
los Libros proféticos y sapienciales y otro para el Nuevo
testamento. De Reina escribe en el momento mejor de nuestra
literatura, el de fray Luis y Cervantes. Su Biblia es un clásico
castellano (digno de aquella colección) que quedó excluido de
nuestra tradición por razones teológicas y políticas. En esta
traducción, Dios habla al hombre recién creado con estas palabras
tan bellas: "Fructificad y multiplicad y henchid la tierra y sojuzgadla,
y señoread en los peces de la mar". Y se dirige a Abraham con
claridad castellana: "Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro
capullo". La mayor intensidad poética está en los Libros proféticos
y sapienciales, por ahí empezaría yo esta lectura literaria
(por ejemplo, por Nahum, un gran poeta desconocido autor de un
pequeño libro). Como literatura (no como fuente para la literatura)
puede leerse en conexión con la actual: con poemas como El
llanto de la hija de Jephté, de Pablo García Baena; Eclesiastés,
3,5 y Estrofa 24, de María Victoria Atencia, o libros
enteros como el último del joven Álvaro Tato, y especialmente
La teja, de Alfonso Canales. En la Biblia, Job plantea
a Dios la misma pregunta que se hacen muchos: ¿por qué tiene que
sufrir un ser humano bueno? Bástenos con saber que Job murió de
viejo "y harto de días". Leyéndolo, me ha gustado pensar que el
sevillano Casiodoro de Reina aspiraba esa "h" en su exilio de
Londres o Basilea.
Palabras de súplica y lamento
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'El ojo de Dios' (2000), obra de Ximo Lizama.
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Una nueva traducción
y un cuidado comentario de los 'Salmos' invitan a explorar la
fuerza simbólica y literaria de esta poesía de enorme influencia
en la tradición literaria occidental.
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LIBRO DE LOS SALMOS
Traducción e introducción de Julio Trebolle Barrera
Versión literaria de Susana Pottecher
Trotta. Madrid, 2001
302 páginas. 3.000 pesetas
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LIBRO DE LOS SALMOS. RELIGIÓN, PODER Y SABER
Julio Trebolle Barrera
Trotta. Madrid, 2001
286 páginas. 3.000 pesetas
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Texto: Carlos García Gual
Entre los grandes libros de la Biblia, el Salterio ha ocupado
siempre un lugar privilegiado. Sus himnos resonaban de modo constante
en las fiestas litúrgicas del templo de Jerusalén, y luego en
otros mil templos judíos y cristianos, pero también fueron leídos
con intensa piedad personal por incontables creyentes en sus momentos
de angustia y soledad. Es el libro del Antiguo testamento
más veces citado en el Nuevo testamento, y el mismo Jesús
de Nazaret cita los salmos con fervor especial, según los Evangelios.
En estos poemas dirigidos a la divinidad soberana y única, la
religiosidad hebrea se expresa con una enorme intensidad lírica
y con un extremado patetismo. Reunidos en torno al 200 antes de
Cristo, sus 150 cantos de lamentación y súplica al Dios de Israel
y del universo forman un conjunto de impresionante fuerza simbólica
y una singular complejidad de tonos y motivos, dentro de su línea
central de cantos de súplica y lamentación. De ahí que la posible
monotonía de su temática se vea compensada por la intensidad de
su lirismo, la belleza de sus imágenes y la hondura de sus anhelos.
Los salmos condensan, en distintos tonos, más desgarrados
unas veces y más exaltados otras, la experiencia religiosa de
todo un pueblo y evocan los símbolos más incisivos de la piedad
monoteísta del legado bíblico. Julio Trebolle lo subraya muy bien
desde las primeras líneas de su prólogo: "Encierra toda la Biblia:
la historia sagrada, la ética de los profetas, la enseñanza de
los sabios, las liturgias festivas y de duelo, el derecho sagrado,
la política de los reyes hasta la pérdida del poder, y las esperanzas
y desilusiones mesiánicas y apocalípticas. En suma, la experiencia
religiosa de hombres y mujeres israelitas de toda condición, que
cantaban la Gloria y las glorias de Yahvé o lamentaban su lejanía
y ausencia en las crisis personales, en catástrofes colectivas...".
En fin, el Salterio es así una especie de concentrado de siglos
de oración al Dios de Israel, un tesoro de toda la Escritura divina,
"en palabras de Casiodoro: totius scripturae divinae thesaurum".
Como repertorio recamado de tantos motivos bíblicos está muy indicado
ofrecerlo acompañado de una guía de lectura, como ahora se nos
presenta.
No olvidemos que este gran clásico de la hímnica antigua ha
dejado hondos ecos durante siglos en una vasta tradición literaria,
fluyendo desde la Biblia a la poesía de los mayores místicos de
Occidente. (Extremadamente sugerente y atractivo, a tal efecto,
es el capítulo de Trebolle titulado Salmografías comparadas,
de notable sabor poético y docto aroma comparatista actualizado).
Pues leer los Salmos hoy significa ante todo prestar oídos
a esa tradición de inquietud espiritual, escuchar de nuevo la
larga letanía de plantos, angustias, ansias y llamadas a Dios,
vehiculadas en esos moldes poéticos de fervorosa y patética imaginería.
El lector actual puede sentirse más o menos ligado a su mundo
religioso, y compartir o no esas creencias, pero es difícil que
no se sienta sobrecogido por la grandeza literaria de su torrente
imprecatorio -arcaico, pero lacerante y redivivo-, cuando los
textos se le presentan en una versión actual que transmite toda
su fuerza espiritual y su lirismo. Como aquí lo hace Julio Trebolle
ayudado por Susana Pottecher.
Como en más de una ocasión se indica, el objetivo de esta nueva
versión (teniendo en cuenta las ya existentes en nuestra lengua)
es reflejar de modo patente el imaginario simbólico que se expresa
a fondo en el Salterio -reinsertando los motivos bíblicos en el
contexto religioso del Antiguo Oriente y recordando sus ecos literarios-
y rescatar en lo posible, en un castellano actual, la fuerza de
esa poesía religiosa. Esta recuperación de la carga simbólica
y literaria se logra gracias al profundo conocimiento que Trebolle
tiene de toda la configuración del mundo religioso antiguo, hebreo
y oriental e incluso helenístico, un saber riguroso de base filológica
y finalidad hermenéutica, que ya demostró en su magnífica introducción
a la Biblia y sus textos en La Biblia judía y la Biblia cristiana
(Trotta, 1998, ya en tercera edición).
Así que, cuando destaca que esta traducción de los salmos
"es la primera en beneficiarse de esta recuperación de lo simbólico",
conviene decir que eso sucede en partida doble: por un lado, en
el ámbito de la interpretación; por otro, en la búsqueda de un
estilo poético propio. "La traducción de los salmos ha de conciliar
un modo de hablar elevado y otro llano para hacer justicia a la
fusión de lenguajes característica del estilo bíblico, imitada
más tarde en el clasicismo cristiano. El grand style propio
de las literaturas mesopotámica y griega cuyos protagonistas eran
dioses y héroes se funde en la Biblia con el estilo llano, el
sermo humilis o piscatorius de la historia bíblica
cotidiana". Cierto es que "el estilo bíblico se presta al lenguaje
moderno de estilo cortado y paratáctico", pero eso debe conjugarse
con sus frecuentes metáforas y sus paralelismos, en un atractivo
y arduo reto. A eso se enfrenta muy válidamente esta traducción,
producto de un exhaustivo examen filológico e histórico de los
textos (que atestigua el alto nivel actual de los estudios bíblicos
en España), pero también, a fin de cuentas, de un perspicaz buen
gusto literario. Una versión admirable tanto en su método como
en su refinado producto, y un comentario no menos admirable por
su rigor intelectual, su erudición y su buen estilo.
Diferencia de horizontes
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'El perpetuo regreso (regreso del hijo pródigo)',
de Guillermo Pérez Villalta.
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El exégeta belga
André LaCocque y el filósofo francés Paul Ricoeur comentan una
serie de pasajes emblemáticos de la Biblia hebrea en un intercambio
interdisciplinar preciso y riguroso que dota a estos textos de
nuevo sentido.
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PENSAR LA BIBLIA. ESTUDIOS EXEGÉTICOS Y HERMENÉUTICOS
André LaCocque y Paul Ricoeur
Traducción de Antonio Martínez Riu
Herder. Barcelona, 2001
422 páginas. 5.400 pesetas
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Texto: Juan José Tamayo-Acosta
La Biblia no es una obra homogénea. Escrita a lo largo de diez
siglos, se caracteriza por un amplio pluralismo cultural, religioso,
filosófico y teológico. Posee, además, una gran riqueza de géneros
literarios: mito, poesía, historia, oráculos, prescripciones,
narraciones, textos proféticos, jurídicos, apocalípticos, sapienciales,
etcétera.
En este libro, el exegeta belga André LaCocque y el filósofo
francés Paul Ricoeur comentan una serie de textos emblemáticos
de la Biblia hebrea, representativos de los géneros indicados:
el relato de la creación de Génesis 2-3, su carácter ético-sapiencial
y su relación con la salvación; el mandamiento del decálogo judío
"no matarás", el origen de la ley en Israel y su carácter imperativo;
el Cantar de los Cantares, libro escrito quizá por una
mujer, que celebra el gozo de la vida y exalta el eros; la surrealista
visión de los huesos secos del profeta Ezequiel, profecía de la
vida pronunciada en Babilonia, tierra de destierro y muerte; el
salmo 22, de lamentación individual, donde se expresa un sentimiento
de desamparo a través de la pregunta angustiosa "¿por qué me has
abandonado?", que luego hará suya Jesús de Nazaret en la cruz;
el significado del nombre del Dios hebreo Yahweh y su carácter
histórico-liberador; el ancestral relato de José vendido por sus
hermanos, cargado de elementos psicológicos, sociológicos, folclóricos
y teológicos, y grabado en el imaginario colectivo de quienes
estudiamos la historia sagrada en el colegio.
André LaCocque y Paul Ricoeur comentan los mismos textos en
un ejercicio de diálogo interdisciplinar fluido de gran rigor
intelectual y precisión conceptual. El exegeta sigue la trayectoria
de la elaboración de los textos a través del recurso a los métodos
histórico críticos, si bien no descuida preguntarse por el sentido
de los textos. No se muestra tan interesado por recuperar la intención
del autor cuanto por la conexión entre el texto y la comunidad
viva y por la estrecha relación existente entre la multidimensionalidad
de cada texto y la pluralidad de lecturas que de él pueden hacerse.
El filósofo tiene en cuenta la recepción de los textos bíblicos
en el marco de la filosofía griega, primero, y moderna, a través
de teorías y conceptos elaborados en un ámbito distinto del bíblico.
Llama la atención sobre la especificidad de los textos religiosos
y la originalidad del pensamiento hebreo, lo que le lleva a considerar
inadecuado el concepto de "metafísica bíblica", que estableciera
É. Gilson. La relación entre los textos bíblicos y las comunidades
históricas de lectura e interpretación exige el recurso al círculo
hermenéutico -que no tiene por qué ser "vicioso"-. La comunidad
se interpreta a sí misma cuando interpreta la Biblia.
La lectura del exegeta y la del filósofo pueden parecer, a primera
vista, antagónicas o, al menos, yuxtapuestas. Pero a medida que
uno entra a fondo en los comentarios, descubre una sintonía básica
dentro de la diferencia de horizontes y del respeto de cada uno
a la especialidad del otro. El resultado de este ejercicio de
lecturas entrecruzadas es que los textos bíblicos remiten a nuestra
vida y cobran nuevo sentido. Aquí se hace realidad la afirmación
de Gregorio Magno: "La escritura crece en sus lectores". Pensar
la Biblia me parece un buen antídoto contra el fundamentalismo
hoy imperante, sobre todo en "las religiones del libro".
Un mapa bíblico
El principal aporte
de este diccionario enciclopédico de las Sagradas Escrituras,
en el que aparecen desde lugares hasta personajes, es el desarrollo
de las bases ideológicas y de las líneas doctrinales del judaísmo
y del cristianismo naciente.
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NUEVO DICCIONARIO DE LA BIBLIA. LUGARES,
CONCORDANCIAS Y PERSONAJES
Varios autores. Edición de Geoffrey Wigoder
Del Taller de Mario Muchnik Madrid, 2001
800 páginas. 3.515 pesetas
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Texto: J. J. T.-A.
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'Corpus 1996', de Rogelio López
Cuenca.
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Cuanto más se lee y estudia la Biblia, mayores son las dudas
de todo tipo que a uno le asaltan: literarias, geográficas, religiosas,
antropológicas, etcétera. A veces no resulta fácil despejarlas.
Y no tanto por la dificultad del texto en sí, cuanto por la distancia
cultural que media entre la redacción de los textos bíblicos y
nuestra comprensión de la realidad. La presente obra editada por
Del Taller de Mario Muchnik ayuda a acortar esa distancia y a
situarnos en el contexto en que se escribieron los libros de la
Biblia. Se trata de un diccionario enciclopédico donde el lector
puede encontrar la mayoría de los lugares y personajes que aparecen
en la Biblia con una extensión acorde a su importancia.
La obra ofrece una información completa del territorio
de Palestina, desde la pequeña ciudad de Nazaret -donde Jesús
pasó su infancia y juventud- hasta la capital Jerusalén -donde
fue ejecutado-, y de los países limítrofes. Pero no se limita
a la descripción toponímica, sino que destaca la importancia histórica
y la significación religiosa de cada lugar. En el caso de los
personajes bíblicos, la nómina es casi exhaustiva, si bien se
dedica mayor extensión a quienes jugaron un papel protagonista
en la historia de Israel, como Abraham, Moisés, David, Salomón,
los profetas, y en los orígenes del cristianismo, como Jesús de
Nazaret y Pablo de Tarso.
Proporciona, asimismo, importantes referencias sobre la organización
política de Israel con conceptos como "tribu" y "monarquía", la
estructura social y económica con términos como "agricultura",
"comercio", "monedas" y "esclavitud", y las instituciones religiosas
con el desarrollo de vocablos como "templo", "sacerdotes", "levitas",
"sacrificios y ofrendas", "profecía".
Pero lo más importante del diccionario es, sin duda,
el desarrollo de las bases ideológicas y de las líneas doctrinales
del judaísmo y del cristianismo naciente. Del primero cabe destacar:
ley, decálogo, alianza, Dios, promesa, santidad, bendición-maldición,
pureza-impureza, vida-muerte-resurrección. Del segundo: evangelio,
reino de Dios, bienaventuranzas, salvación, discípulos, apóstoles.
El diccionario ha sabido captar la peculiaridad de ese conjunto
de libros llamado Biblia, donde se combinan "historia, literatura
y, sobre todo, inspiración" (página 16). Su fiabilidad está garantizada
por los propios colaboradores, especialistas todos ellos en los
diferentes campos de la investigación bíblica: arqueólogos, filólogos,
exegetas, teólogos, rabinos y expertos en lenguas semitas.
El resplando de la verdad
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Grabado de 'Imágenes del Antiguo testamento',
de Hans Holbein.
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Se recuperan en
un volumen los grabados en los que el pintor bávaro Hans Holbein
el Joven realizó su particular lectura del Antiguo testamento.
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IMÁGENES DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Hans Holbein
Edición de Antonio Bernat Vistarini.
Presentación de Francisco Calvo Serraller
Olañeta Palma de Mallorca, 2001
188 páginas. 1.800 pesetas
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Texto: Javier Rodríguez Marcos
Como bien sabía Dostoievski, siempre hubo obras del arte religioso
capaces de hacer perder la fe a cualquiera. Sucedía, sobre todo,
en los tiempos en que, como resplandor de una verdad inefable,
la belleza podía convertirse en algo a la vez humano e inhumano,
terrible, demasiado carnal como para ser puro espíritu y demasiado
sublime como para haber salido de la mano de un hombre. Hoy sabemos
que la crisis del arte no es más que la crisis de nuestra fe en
el arte. Y sabemos también que el largo camino de esas crisis
-algo a lo que a veces llamamos modernidad- se inició en los albores
del siglo XVI y vino, en parte, de la mano de la nueva trinidad
formada por el capital, el libro impreso y la Reforma protestante.
En 1522, mientras se imprime en Wittenberg la traducción de
Lutero del Nuevo testamento, Hans Holbein el Joven, de
25 años, da fin a su sobrecogedor Cristo muerto en el sepulcro.
Un año después pintaría el famoso retrato de Erasmo, al que frecuentó
en Basilea, capital de la imprenta y del nuevo humanismo. Poco
más tarde se embarcaría en la ejecución de estos Retablos o
tablas de las historias del Testamento Viejo, un conjunto
de grabados que entre 1540 y 1543 conocería dos ediciones en castellano.
Es esa misma edición -en la que cada página cuenta con una inscripción
latina, una imagen y una quintilla explicativa- la que se reproduce
ahora acompañada por una presentación y un estudio preliminar
admirables. Seguidor de Durero y Mantegna, Holbein realizó un
recorrido gráfico que, aceptando que la pintura es una "cosa mental",
termina convirtiéndose en una suerte de nueva traducción del mensaje
divino, aquél al que a veces mata la letra. Pese a su indudable
intención didáctica, para algunos el artista estuvo más pendiente
del grabado que de la devoción, del arte que de la teología. El
trabajo de Holbein están, en cualquier caso, entre la matemática
y la inspiración, a medio camino entre la ley de Dios y las leyes
de la composición. Movimiento, claridad y profundidad son algunos
de los atributos de unas imágenes que, en un mínimo espacio, consiguen
captar con la misma contundencia los paisajes y los interiores,
el fragor de la batalla contra los asirios y la intimidad de la
muerte de Jeroboam.
"¡Lo que podría haber hecho con la mitología clásica!", exclamó
con cierto pesar uno de los modernos editores de los grabados
del pintor de Augsburgo. A la altura de estos tiempos de escepticismo
y a la vista de la distancia con la que empiezan a contemplarse
escenas que durante siglos fueron las más familiares, puede que
ya lo sepamos.
Los quince mandamientos
Texto: Francico Casavella
TRAS UNA de sus charlas decisivas con Yahvé, que tratan asuntos
tan dispares como la decoración o el código civil, Moisés baja
del monte Sinaí con tres tablas de la ley. "Pueblo elegido", dice
con ceremonia, "aquí os traigo los quince manda...". En ese momento,
Moisés tropieza con una de las zarzas de aquellos violentos caminos
y se le cae una tabla. La tabla se rompe. Moisés, sin contrariarse
demasiado, recomienza: "Pueblo de Israel, en mis manos tengo estos
diez mandamientos...". El gag de Mel Brooks no es el colmo
del humorismo, pero ilustra muy bien la actitud de los transmisores
de "la palabra de Dios", pura conveniencia y circunstancia, cuya
versión moderna serían las sucesivas puestas al día de las religiones
tradicionales, los telepredicadores y, desde luego, esos enconados
aspirantes al Cielo, los vendedores de biblias. Los tres grupos
basan su estrategia comercial en la probada eficacia del mismo
libro: una recopilación de leyendas y proverbios de una tribu
nómada de la Edad de Bronce, con el añadido, en algunos casos,
de la biografía helenística de un controvertido personaje palestino,
ejecutado en la cruz bajo el mandato de Tiberio, y del que no
se conserva ninguna otra referencia en los textos históricos de
la época. Para esos tres grupos de usuarios bíblicos es fundamental
la traducción y la habilidad con que se maneja el sentido figurado.
Las traducciones y los sentidos figurados, las versiones, pueden
ser tantos como intereses religiosos; hasta un laico puede dar
su interpretación de esa materia sin demasiado sustento filológico.
Un amigo, por ejemplo, defendía que lo de poner la otra mejilla
no era más que un evidente error de traducción.
Los desmanes que han tenido lugar a lo largo de la historia
por un comentario más bien parcial de esos textos, toda esa irracionalidad,
sólo puede ser igualada por los que se pueden cometer en defensa
de una racionalidad sometida igualmente a una mala interpretación
o a las sinuosas revueltas del sentido figurado, toda esa técnica,
esa información. ¿Qué nos queda por tanto de la Biblia? El interés
aventurero de algunas anécdotas, como sabe cualquiera que haya
estudiado Historia Sagrada. O la belleza de libros como el de
Job en la traducción de Casiodoro de Reina. O la interpretación
artística que pueda trascender un primer impulso espiritual ya
sea en música, pintura, literatura o cine. Para los novelistas
será siempre una fuente no sólo argumental (José y sus hermanos,
de Mann; El Evangelio según el Hijo, de Mailer; En directo
del Gólgota, de Vidal, o Dios sabe, de Heller, por
citar ejemplos variados), sino el lugar donde saquear epígrafes
o títulos llenos de resonancia y misterio (el Eclesiastés
parece un catálogo de "clásicos modernos" puesto en línea). Por
lo demás, si preferimos cumplir el precepto de dar al César lo
que es del César y a Dios lo suyo, en lugar del que reza: "Mis
únicas preocupaciones son mantener limpio mi cuerpo, despejada
la mente y alejado al casero", sólo puedo recomendarles que desconfíen
de algunas traducciones y sentidos figurados, esa oferta llena
de letra pequeña de las religiones y de sus telepredicadores.
Con los vendedores de biblias uno siempre se puede poner a discutir
a ver quién puede más y pasar las horas tan ricamente ante su
rostro pasmado.
La voz del desierto
Texto: Jesús Ferrero
DIOS SE MANIFESTABA sobre todo en el desierto: era la voz del
desierto. Una voz que podía recordar el sonido casi articulado
del viento cuando se deslizaba entre los roquedales: las arpas
de piedra de las que hablaban los viajeros de la antigüedad.
Y un pueblo del desierto es el autor de la Biblia, un pueblo
que no tenía territorio específico, y que se vio obligado a hacer
de "sus memorias", de "sus libros" el único espacio fijo en el
que basar su identidad y modular su existencia.
La Biblia es el libro de la "construcción del mundo", como diría
Gándara haciéndose cargo del legado masónico, y es también la
crónica sintética y polifónica del desarrollo de esa construcción,
que en la Biblia católica y protestante queda cerrada al incluir
el Apocalipsis o "revelación" del fin del mundo. El hecho
de que los católicos y protestantes cierren el mensaje bíblico
como se cierra una novela es más definitivo de lo que pudiera
parecer, ya que modifica el argumento de la Biblia oriental y
le da un desenlace, una conclusión que a la vez quiere ser "una
revelación".
Al incluirlo todo en su corpus, también el fin del mundo, la
Biblia "occidental" se presenta como un inmenso fractal en el
que parecen incluirse todas las posibilidades históricas. Juan
Luis Arsuaga lo explica mejor cuando en su artículo El fractal
de la teoría evolutiva invoca un texto fundacional de P.
Couliano en el que se defiende la tesis de que "las religiones
complejas son fractales, es decir, sistemas que se ramifican indefinidamente
siguiendo determinadas reglas". Las religiones serían pues sistemas
sincrónicos que se irían manifestando diacrónicamente a lo largo
de la historia. "Eso significa", según Couliano y Arsuaga, "que
todas las herejías e infinitas ramas del fractal estarían ya contenidas
en el sistema desde el principio".
Siguiendo esa teoría, en el fractal bíblico se incluye el fin
ya en el principio, y el principio en el fin: el alfa dentro de
la omega. De esa manera, la Biblia occidental se convierte en
un libro circular donde estaríamos leyendo todo lo pasado, y todo
lo por pasar.
Si existiera esa isla desierta de las fábulas a la que sólo
podemos llevarnos un libro, yo llevaría la Biblia, y no porque
sea un libro religioso o revelador. La llevaría porque se me presenta
como el único texto capaz de llevar a cabo la gran sustitución:
suplantar el mundo.
El becerro de oro
Texto: Gustavo Martín Garzo
BORGES ESCRIBIÓ un relato en que un objeto minúsculo contenía
el universo entero, y el argumento de ese libro de libros que
es la Biblia podría ser el mismo: el de un libro que les fue revelado
a los hombres para que pudieran leer en él la historia infinita
y múltiple de la vida. ¿Pero no son todos los libros así? Aún
más, ¿la literatura es algo sin la idea de la revelación? Tu vida
guarda un secreto, eso nos dicen todos los libros que existen.
Escuchar el murmullo de ese secreto, hacerle justicia, a eso llamamos
verdad. Este peso abrumador de la verdad es lo que hace que la
Biblia siga siendo un libro hermoso y terrible, lleno de historias
tan extrañas como muchas veces poco edificantes. Por eso Cristóbal
Serra aconseja leerlo como si fuera sólo literatura. Es decir,
un libro en que se cuentan innumerables cosas, pero, sobre todo,
en el que se callan muchas más. Por ejemplo, lo que pasó en el
campamento de los judíos al pie del monte Sinaí. Moisés había
ascendido a aquel monte a encontrarse con Yahvé, y Aarón, ante
su tardanza, pidió a las mujeres que le prestaran los collares
y los zarcillos de sus orejas, con los que dio forma en la fundición
a la figura de un becerro. No de un dios, o un demonio, sino de
un pobre becerro, semejante a los que pacían a su lado, imagen
del desamparo de su pueblo en la noche interminable del éxodo.
"Y el día siguiente madrugaron y ofrecieron holocaustos y presentaron
(sacrificios) pacíficos: y el pueblo se sentó a comer y a beber,
y levantáronse a regocijarse". Es así como se describe en la Biblia
(en la traducción de Casiodoro de Reina) la reacción del pueblo
judío. Es decir, el becerro que viene a llenar el vacío dejado
por la ausencia de Moisés no mueve a extraños pactos ni a alianzas
indecorosas, sino tan sólo a sentarse, a hablar y a comer a su
lado. Eso significa adorar al becerro: correr de tienda en tienda
con los bailarines, escuchar el murmullo de las conversaciones,
los cantos de los hombres junto al fuego, percibir, en suma, su
anhelo de felicidad. Reconozco que la Biblia que a mí me gusta
tiene que ver con el rastro casi imperceptible de esa figurilla
de oro. Un rastro hecho sin embargo de imágenes tan decisivas
que difícilmente podremos olvidar: la imagen del pelo de Sansón
entre los dedos de Dalila, la del rubor de Raquel apartando sus
ovejas del pozo para que Jacob pueda inclinarse a beber, la de
la cabeza de Juan Bautista en el regazo de Salomé, la de una muchacha
de Galilea recibiendo a escondidas a un extraño mensajero, la
de la burra visionaria de Balaán, la imagen de una mano exenta
que se suelta a escribir en la pared de un palacio, la de un arca
llena de animales flotando a la deriva en la noche negra del diluvio...
Nadie que haya leído este libro podrá olvidar esas imágenes, ni
dejar de hacerse por su causa un sinfín de preguntas. Cada una
de esas preguntas guarda una historia que, antes de estar en disposición
de contar, tenemos que aprender a merecer. Por eso debemos seguir
el consejo de Cristóbal Serra y leer la Biblia como si fuera sólo
literatura. Descubriremos al hacerlo que el becerro de oro no
es sino el compañero jovial y temeroso de nuestra propia alma.