La Cruzada de los pobres

FRANCO CARDINI

Profesor de Historia Medieval.

o que conocemos como Fresco de la escuela umbra (siglo XIV), que representa un encuentro entre cristianos y sarracenos (capilla del Corporale del duomo de Orvieto).“primera cruzada” se presentó en realidad como un nudo de acontecimientos en el que, en el espacio del lustro que va de 1095 a 1100, parecieron converger y encontrar su solución una serie de elementos estructurales a largo y medio plazo. La expedición emprendida en 1095-1096 está vinculada por un lado a la peregrinación a Jerusalén, y por otro a la tradición del servicio militar mercenario de los caballeros occidentales (sobre todo normandos). Pero también es un episodio militar que, en términos más amplios, repite otros análogos que tuvieron lugar a lo largo del siglo en España, Sicilia, África y Anatolia. Resultado de un evidente y notorio incremento demográfico, representa acaso el primer episodio moderno de irrupción —si no de las masas, sí de multitudes— en la historia. A la manera de un amplio movimiento de reorganización comercial, se encuentra en la base del experimento “colonial” de los principados libres de Siria y de los barrios de las ciudades marítimas latinas en los puertos de Levante.

La lucha por el poder

Pero el principio de todo hay que buscarlo en el concilio de Clermont. Odón de Lager, monje clunicense y papa desde 1088 con el nombre de Urbano II, había proseguido la obra de eximir al clero del poder laico en el interior de la iglesia, como habían venido haciendo sus predecesores. Ahora el principal problema de Europa sería la paz, después de muchos decenios de feroces guerras intestinas.

Partidario y heredero del programa reformador de Gregorio VII, Urbano ascendía al solio pontificio en una situación que veía a los reformadores como amos del campo eclesiástico y político, aunque Roma, paradójicamente, se encontraba en manos de Wiberto de Rávena, papa bajo el nombre de Clemente III, elegido por los eclesiásticos que seguían fieles al emperador Enrique IV. En el verano de 1094, Urbano II abandonaba Roma, ciudad en la que se encontraba prácticamente asediado, iniciando un viaje por Italia y Francia que hubiera debido legitimizarlo como único pontífice, pero durante el cual, por el contrario, debió comportarse a menudo como un fugitivo, perseguido por los partidarios de Wiberto. En ese contexto aflora la cuestión oriental, constituida por dos elementos: primero, la composición necesaria y deseada del cisma de Oriente, que cuarenta años antes había desgarrado la unidad entre la iglesia griega y latina; segundo, la amenaza que suponía la avanzada turca en los territorios del imperio bizantino y la necesidad de responder a una petición de apoyo militar para ponerle freno.

Sin embargo, lo que a los latinos podía parecerles una petición de ayuda militar era más bien, por parte del emperador bizantino, una oferta de trabajo mercenario. Los caballeros occidentales, pesadamente armados y equipados, que habían elegido los mejores caballos de batalla y puesto a punto una técnica de combate nueva y eficaz, eran muy apreciados en Oriente como mercenarios, pues el emperador de Bizancio recurría habitualmente a guerreros normandos. Por otro lado, el papa reformador contemplaba la posibilidad de que un respaldo militar latino permitiera allanar el camino para la reconciliación del cisma, lo que contribuiría a legitimizar su autoridad, imposibilitando la réplica de la facción imperial de la Iglesia.

En enero de 1094 se celebró en Guastalla —territorio controlado por Matilde, del margraviato de Toscana, fiel al partido de los reformadores— un concilio en el que se trató la cuestión oriental. En marzo de 1095, Urbano II, huyendo de sus adversarios, llegó a Piacenza, donde presidió otro concilio en el que conoció a algunos embajadores bizantinos venidos a reclutar caballeros, cuestión que puede haberse entendido, con buena o mala fe, como una solicitud de ayuda. El viaje del papa prosiguió por Italia y Francia hasta llegar al santuario de Le Puy, donde convocó un nuevo concilio para el próximo noviembre.

El panorama francés difería del italiano: no tenía una Iglesia controlada en parte por un poder regio, sino que presentaba una situación de guerras endémicas entre señoríos, mientras la monarquía capeta, todavía muy débil, parecía presa del desorden moral e institucional. Contra ese desorden, la Iglesia de Francia venía preparando desde hacía tiempo el instrumento de la pax y de la tregua Dei, mediante el cual se excomulgaba a quien realizara acciones violentas en ciertos días y períodos del año, en lugares protegidos eclesiásticamente y contra personas declaradas intocables, que en su debilidad eran protegidos directamente por Dios (clérigos, peregrinos, viudas, huérfanos, pobres).

El concilio de Clermont

En el concilio de Clermont se trataron diversos problemas relacionados con la disciplina eclesiástica de Francia, pero al final, el 27 de noviembre, Urbano II hizo un discurso en presencia no sólo de los prelados, sino también de muchos laicos allí congregados, y, sobre todo, de los milites (miembros de los turbulentos grupos feudo-caballerescos, hechos a las guerras intestinas).

Del discurso de Urbano nos han llegado sólo cinco versiones, todas indirectas y obra de otros tantos cronistas, más algún que otro testimonio ocular, aunque no son de fiar porque datan de mucho después, cuando Jerusalén ya había sido conquistada. Así pues, es de suponer que los acontecimientos posteriores influenciaron la memoria de los autores, induciéndoles a falsear las palabras del papa. Según sus testimonios, el pontífice exhortó a los soldados presentes a favorecer el proceso de pacificación en curso en Francia —mediante un sereno desarrollo del país— no deponiendo las armas, sino aceptando la invitación de los cristianos orientales que necesitaban aquellas armas para repeler el peligro turco. Aquellos “cristianos orientales” eran, en concreto, el basileus y los bizantinos. La situación en Anatolia y en el vecino oriente era casi desconocida en la Francia de aquel tiempo. En cambio sí se conocían las vicisitudes españolas —si bien gracias a la poesía épica— y las dimensiones de la guerra contra los musulmanes, de los que no se sabía bien la fe que profesaban, pero a los que se tenía por “paganos” y “enemigos de la Cruz”. El itinerario militar propuesto por el papa se atenía objetivamente al de la peregrinación a Jerusalén. Era prácticamente imposible que en Clermont el papa hubiera planteado la hipótesis de la conquista armada de la ciudad. En aquel entonces, era corriente que los aristócratas fueran en peregrinación a Tierra Santa, y a menudo dichos viajes recordaban a pequeñas incursiones militares, dada la inseguridad de los parajes por los que transitaban.

La convocatoria fue un éxito: fueron muchos —y no sólo guerreros— los que se cosieron en la pechera el símbolo de la peregrinación (una cruz roja de tela) y proferían el grito de “¡Dios lo quiere!”. Se determinó que la salida del contingente tendría lugar al verano siguiente, pero mientras tanto fueron pasando otras vicisitudes.

Miniatura del <i>Roman de Godefroi de Bouillon</i>: cruzados dirigiéndose a Tierra Santa y la llegada del papa Urbano II al concilio de Clermont.

Pedro el Ermitaño

Lo que Urbano II no llegó a pensar, o mejor dicho, no se atrevió a formular (una expedición oriental ya estuvo en los proyectos de Gregorio VII), lo dijeron explícitamente, de modo violento o confuso, multitud de “profetas”, predicadores errantes, a menudo al límite de la disciplina eclesiástica, que en aquellos años de renovación, pero también de crisis, vislumbraban señales del fin de los tiempos, de la llegada del Anticristo y la proximidad del Juicio Universal.

La tradición romántica nos ha movido a imaginar un nombre y una figura descollante en aquel universo de predicadores alucinados: el monje vagabundo Pedro de Amiens, más conocido como Pedro el Ermitaño. No hay razón para creer que se trate de un personaje imaginario. En realidad es sólo uno, si bien el más famoso, de muchos predicadores itinerantes y sospechosos (muchos de los autores de la reforma de la Iglesia escapaban al control de la autoridad jerárquica) que recorrían los caminos de los peregrinos y los mercados hablando del fin del mundo, de la llegada del Anticristo, de la cercanía del Juicio Universal. Los autores de la reforma habían explotado aquellos afanes “populares”, aquellas instancias en cuya base se encontraba el sueño de una Iglesia pobre y pura. Sin embargo, ahora que se había logrado el control de la Iglesia, tenían interés en extinguir aquellas voces.

Los pobres caballeros

Hubo, en vísperas de la expedición y durante sus preparativos, muchos predicadores como Pedro. De algunos de esos “pobres caballeros” que le apoyaron (¿o le utilizaron?) sabemos incluso los nombres. Esos “profetas” autorizados o tolerados por la Iglesia recorrieron Francia, Germania y puede que la Italia septentrional, en aquel tiempo ya tierra de vigorosa e incipiente cultura cívica, de bulliciosas tensiones urbanas, de extremadas pasiones religiosas al borde de la herejía. Ahora que los prelados reformadores parecían haber ganado la batalla eclesiástica, al sustraer a la Iglesia de la interferencia del poder aristocrático e imperial, los tiempos parecían maduros. El mundo había llegado a la conclusión de su historia, el reino de los Cielos estaba próximo. En Jerusalén se había de cumplir la parusía —es decir, la segunda venida de Cristo— y, obviamente, era necesario personarse allí.

Se organizaron tropas de peregrinos sumariamente armados durante el año 1096, a las que siguieron los “profetas”, y muchos miembros desarraigados de la caballería, los “pobres caballeros”. Grupo heterogéneo éste de los “pobres caballeros”, que reunía aventureros en busca de nuevas tierras y de presas fáciles con sinceros convertidos ansiosos por llevar a buen fin su crisis religiosa. En ese contexto se dieron numerosas matanzas de las comunidades hebreas a lo largo de las cuencas de los ríos Reno y Danubio, que la turba rumbo al este fue encontrándose por el camino. Se tenía a la conversión de los judíos como el primer paso para la unión final de todas las gentes, supuesto de la segunda venida de Cristo. Por otra parte, circulaban rumores por Europa acerca de la amistad entre hebreos y musulmanes, acaso reflejo lejano de la realidad española. Y también, en las ciudades que recorrían los peregrinos, hubo intereses por atizar el fuego, pues se estaban organizando los primeros núcleos de la futura burguesía urbana, que tramaban suplantar a los judíos en la actividad crediticia y en su relación privilegiada, especialmente en Germania, con reyes y obispos.

El desorden acarreó más desorden. Los “cruzados populares” fueron atacados, hostigados y dispersados primero por las milicias episcopales de las ciudades que perjudicaban a su paso, como las tropas del rey de Hungría, a quien no le hizo ninguna gracia que aquella multitud indisciplinada cruzara por sus tierras. Por otra parte, la cristianización de los húngaros, un siglo antes, había sido la llave que había abierto el camino de Europa hacia Constantinopla y Jerusalén.El rey húngaro Coloman no se sustrajo a su deber de custodiar y garantizar el camino recorrido por los peregrinos, y así aquella tropa improvisada de pauperes consiguió pasar a Constantinopla en sucesivas oleadas, en el verano de 1096. El emperador se apresuró a procurarles los medios para que cruzaran el Bósforo. A finales del mes de octubre, y ya en territorio asiático, fueron masacrados por los turcos. Pedro de Amiens y unos pocos supervivientes lograron regresar a Constantinopla en otoño, justo a tiempo para encontrar a las tropas de los barones. Durante toda la cruzada, Pedro siguió encarnando su papel propagandístico. Al regresar a Europa fundó la abadía de Neufmoustier cerca de Lieja, donde falleció en 1115. De la “cruzada popular” poco más se salvó, si acaso el recuerdo de algunos de sus cabecillas, como aquel Emich de Leiningen tristemente famoso por sus feroces masacres de hebreos —comunidad que tanto sufriría también en estos desgraciados episodios históricos—, que parece haberinspirado una leyenda que ha pasado al folclor tedesco y posteriormente a las fábulas de Grimm: el pavoroso cuento de El flautista de Hamelin.