¿La Biblia
desenterrada?

por Francisco Gracia (UB) y Gloria Munilla (UOC)

   

La reciente publicación del libro ¿La Biblia desenterrada?, del director del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel-Aviv Israel Finkelstein y del periodista judío Neil Aher Silberman, ha sacudido el panorama cultural de Israel. Los autores sostienen que algunos de las temas más conocidos del Antiguo Testamento son ahistóricos y tenían como objetivo legitimar las aspiraciones del reino de Judá. ¿la historia y la arqueología desmienten a la Biblia?

Los sectores más ortodoxos del judaísmo y de la iglesia católica defienden que la composición de los diversos pasajes de la Biblia es contemporánea de los hechos que narra. Sin embargo, los estudios recientes apoyados por la información arqueológica han descubierto innumerables anacronismos que hacen rechazar esta idea. Es decir, la Biblia, y en especial el Antiguo Testamento, no fue el resultado de una tradición oral transmitida sin variaciones hasta su redacción definitiva, sino una creación tardía basada en una necesidad política. El estudio pormenorizado de los contenidos indica que la Torah o Pentateuco, los llamados cinco libros de Moisés que incluyen el Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, fueron compilados en la corte de Jerusalén durante el reinado del rey Josías en Judá en el siglo VII a. de C. (640-609 a. de C.) como parte de un programa ideológico destinado a reafirmar el poder real y la supremacía del reino de Judá en la región. Para ello se diseñó una estructura religiosa que suprimió todos los cultos rurales y extendió la idea de la condena ante cualquier influencia exterior. La recreación de la historia de Israel permitió organizar un relato común y continuado que tenía un único objetivo: reafirmar la idea de pueblo elegido por Dios, quien, a cambio, les habría conferido el dominio sobre un territorio concreto, la tierra prometida.

La leyenda de Moisés

Fotograma del film ¿Los Diez Mandamientos¿ (1956) de Cecil B. de Mille

El libro del Éxodo cuenta la epopeya de los israelitas durante su esclavitud en Egipto, hasta que, conducidos por Moisés, consiguieron doblegar la voluntad del faraón y escaparon del ejército egipcio tras abrirse las aguas del mar Rojo. Vagaron por la península del Sinaí, donde fueron alimentados por el maná divino y recibieron los mandamientos de la ley de Dios.

Los pasajes citados no solo no han sido confirmados por la investigación arqueológica, sino que existen argumentos para sostener que tales hechos nunca sucedieron. El primer problema es la cronología de la supuesta huida de Egipto. Si la salida de Egipto de los israelitas se produjo durante el reinado del faraón Ramsés II (1289-1230 a. de C.), tal como se deduce en la cronología bíblica, es difícil pensar que no exista en los textos egipcios de la época ninguna referencia a los hechos indicados y que, además, los israelitas pudieran vagar durante cuarenta años por el Sinaí sin enfrentarse a las guarniciones egipcias situadas en una cadena de fortificaciones establecidas en ese territorio para apoyar el avance del ejército del faraón hacia el río Éufrates. Durante el reinado de Ramsés II, el territorio del Próximo Oriente hasta la frontera del río Orontes (Siria) era un protectorado egipcio dividido en estados vasallos.

La primera mención del término Israel en los textos egipcios es posterior y corresponde al reinado de Mernefta, sucesor de Ramsés II, aunque no se realiza en relación con la presencia de israelitas en Egipto, sino a su ubicación, junto a otros pueblos, en Canaán. Si los israelitas hubieran sido tan numerosos en Egipto como afirma la Biblia (Éxodo,1,9), deberían localizarse pruebas arqueológicas de su presencia, lo que no se ha demostrado. Tampoco ha podido documentarse dónde establecieron sus campamentos durante los años en que vagaron por el desierto, dado que casi no se han encontrado asentamientos, y los niveles arqueológicos de los pocos que han sido ubicados corresponden ya a la segunda Edad del Hierro (900-586 a. de C.), muy posterior a las fechas del Bronce final en que se supone ocurrieron los hechos.

¿Quiénes eran los israelitas?
La formación de las comunidades israelitas fue producto del crecimiento demográfico de grupos nómadas asentados en las tierras altas de Palestina durante el segundo milenio a. de C., entre los que se contarían los apiru, identificados como hebreos por algunos investigadores y citados en las fuentes egipcias. Estos eran básicamente pastores, y la progresiva destrucción por parte de los llamados pueblos del mar de las ciudades cananeas de economía agraria, de las que obtenían el cereal mediante intercambio, los habría obligado a instalarse paulatinamente en los valles con el fin de iniciar la producción agraria imprescindible para su supervivencia. El asentamiento israelita sería pues una consecuencia, y no la causa, de la desaparición de las ciudades de Canaán. En este contexto tendría sentido la cita de la estela del faraón Mernefta en la que se indica la destrucción de las ciudades de Askalón y Gezer así como de los grupos seminómadas de Israel en el convulso panorama de fines del siglo XIII a. de C.

La conquista de Canaán

En el Libro de Josué, el primero del bloque de los Antiguos Profetas, se narra la conquista de la tierra prometida por los israelitas y la posterior distribución del territorio. destacan los pasajes del paso del río Jordán; la conquista de las ciudades de Jericó y Ai, y las victorias sobre los gabaonitas y la coalición de los reyes del norte, culminada con la conquista de la ciudad de Hazor.

En función de los cálculos realizados, se ha llegado a afirmar que la campaña militar de Josué debió realizarse a finales del siglo XIII a. de C. No obstante, en esa fecha se conjugan en el territorio de Palestina tres factores importantes: el control egipcio sobre el mismo, las invasiones de los pueblos del mar y el asentamiento de los israelitas. Algunos investigadores han defendido la validez del relato de Josué a partir de las fases de destrucción documentadas en la antigua ciudad de Hazor, al norte de Galilea. Sin embargo, su devastación, así como la de otros puntos, puede atribuirse a otros factores, dado que la campaña de Josué no queda demostrada en función de la investigación arqueológica.

Según la Biblia, el primer éxito de la campaña de Josué tras cruzar el río Jordán fue la conquista de la ciudad de Jericó, cuyas altas murallas, que según la tradición llegaban hasta el cielo, se derrumbaron al séptimo día tras escucharse las trompetas de los israelitas que avanzaban junto a los muros con el Arca de la Alianza. La arqueología ha demostrado que Jericó no estaba habitada a fines del siglo XIII a. de C. y, lo que es aún más convincente, que el anterior hábitat de la Edad del Bronce era un enclave muy reducido y carecía de fortificaciones. ¿Qué ciudad conquistaron pues los israelitas? Lo mismo sucede con Ai, la siguiente presa de Josué, donde tampoco se han identificado restos correspondientes al Bronce Final. En general, la tesis de la campaña militar de Josué no concuerda con la fecha de la destrucción de las ciudades cananeas, un proceso que se desarrolló a lo largo de más de un siglo. Además, la información disponible indica que en Hazor los incendios habrían sido provocados por los pueblos del mar, y en otras ciudades como Lachish y Meggido se han encontrado inscripciones correspondientes al reinado de Ramsés III y Ramsés VI, lo que permite documentar la presencia egipcia en la zona a lo largo del siglo XII a. de C.

¿Quiénes fueron los pueblos del mar?
Con el nombre de pueblos del mar se conoce a un conjunto de poblaciones nómadas originarias del área del Egeo y el Mediterráneo oriental cuya presencia en el Próximo Oriente provocó la destrucción de imperios y poderosos centros comerciales en el último cuarto del siglo XIII a. de C. Según fuentes egipcias, estos pueblos se enfrentaron a las tropas de Ramsés III en la batalla del Nilo. Su reubicación, tras este enfrentamiento militar, fue objeto de diversas teorías a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX, cuando la historiografía anglo-germana consideró que habían constituido las poblaciones prerromanas de Cerdeña, Sicilia y Etruria. La arqueología ha demostrado que se establecieron en el área de Palestina, entre finales del siglo XIII y principios del XII a. de C., en ciudades que alcanzaron rápidamente pujanza económica y militar gracias a innovaciones técnicas tales como la metalurgia del hierro.

Una geografía posible para la Biblia

Canaán: Topónimo que designaba en la Antigüedad el territorio que separaba Egipto de Mesopotamia y que abarca desde el Sinaí hasta el río Jordán, incluyendo el Líbano.

Filistea: País de los filisteos, situado en la franja costera de Canaán, en torno a la ciudad de Gaza. Los filisteos (peleset) son posiblemente uno de los pueblos del mar que se establecieron en la región, tras ser derrotados por los egipcios. Fueron los vecinos más conflictivos de los israelitas, con quienes estuvieron en guerra casi permanentemente.

Israel: En la Biblia este nombre se aplica al patriarca Jacob, hijo de Isaac y nieto de Abraham. Designa también las doce tribus descendientes de Jacob y el conjunto del pueblo judío, así como el reino del norte que se rebeló contra el reino del sur o de Judá.

Judá: Cuarta tribu de Israel y nombre del territorio que ocupó esta tribu tras la conquista de Canaán. También designa el reino del sur que surgió tras la muerte de Salomón. Durante el período romano derivó en Judea y pasó a significar ¿el país de los judíos¿.

Palestina: Nombre que dieron griegos y romanos a Judea. El topónimo procede de Filistina o Filistea, ¿el país de los filisteos¿. A partir del siglo II d. de C. se usó este término para designar todo el territorio de Israel.

El reino dorado de David y Salomón

En los libros primero y segundo de Samuel y primero de Reyes se recoge en la Biblia la historia de David y Salomón. Del primero se explica su victoria contra el gigante Goliat, su proclamación como rey de Judá, la conquista de Jerusalén y las guerras contra los filisteos, sirios y amonitas. Del reinado de Salomón se cuenta la grandeza de su reino, la construcción del templo de Jerusalén y las relaciones con la reina de Saba. Al igual que sucede con la historia de Moisés, David y Salomón forman parte del imaginario colectivo judeo-cristiano. pero, ¿pueden demostrarse realmente estos hechos?

Desde el punto de vista arqueológico, es insostenible que los dominios de ambos monarcas abarcaran desde Gaza hasta el río Éufrates, como indica la Biblia. Respecto a David (1005-970 a. de C.), no existe constancia arqueológica de que conquistara Jerusalén e hiciera de ella la gran capital de un vasto reino que habría abarcado toda la tierra de Israel. En cambio, se ha comprobado que en los valles de Palestina y en las ciudades cananeas se mantuvo su desarrollo cultural sin interrupción, lo mismo que sucedió en las zonas altas, en las que los poblados y enclaves de la primera Edad del Hierro muestran una continuidad sin rupturas.

Respecto al esplendoroso reinado de Salomón (c.970-931 a. de C.), en el que se habrían construido el templo y el palacio de Jerusalén, no existe ningún vestigio arquitectónico de importancia en esta ciudad correspondiente a la cronología de esa etapa, ni tampoco se ha demostrado la existencia de grandes construcciones en otras ciudades pese al elevado número de excavaciones realizadas. Paralelamente, las ciudades cananeas del norte mantuvieron sus sistemas sociales, políticos y económicos sin ser conquistadas o depender de los reyes de la monarquía unificada. Jerusalén solo asumió un papel importante en la región a finales del siglo VIII a. de C., cuando Samaria se convirtió en una provincia asiria, en el año 722 a. de C.

¿De dónde surge pues el mito de los reinados de David y Salomón? Probablemente de un intento político, fraguado después del exilio en Babilonia y en época helenística, de crear, como si de una leyenda artúrica se tratase, una Edad de Oro de Israel. Es incomprensible que una sociedad tan opulenta como la descrita por la Biblia, en la que ¿era tan común la plata como la piedra¿ (1 Reyes, 10, 27), con un monarca cuyo harén estaba integrado por trescientas mujeres, no se cite en los textos egipcios o mesopotámicos, en una fecha en la que Palestina era lugar de paso comercial continuado y motivo de disputas territoriales.

¿Dios lo quiere? Cuando la política utiliza la Biblia

Las críticas a la Biblia como texto histórico se iniciaron ya en el siglo XIX, cuando el investigador alemán Julius Wellhausen planteó serias dudas sobre su validez histórica, al indicar que su redacción no era contemporánea a lo narrado sino que correspondía al período del exilio del pueblo hebreo en Babilonia (siglo VI a. de C.) y que, por tanto, contenía errores históricos. Por sus implicaciones políticas, sociales y económicas, durante la mayor parte del siglo XX la historiografía ha defendido su autenticidad, mientras que eran criticadas por las mismas razones otras obras clásicas como la Ilíada y la Odisea como fuente de estudio de la Guerra de Troya. Estudios como el de Werner Keller en Y la Biblia tenía razón (1955) intentaron acomodar la realidad de la documentación arqueológica a los contenidos del texto religioso sin realizar ningún análisis crítico del mismo. Los resultados de las excavaciones en yacimientos como Jericó y Shechem (Nablus) se acomodaron a los hechos descritos en la Biblia para probar científicamente la validez de sus contenidos, siempre con el objetivo prioritario de corroborar antes que desautorizar. El resultado fue que cada nueva intervención servía para confirmar una parte del texto bíblico, ya fuera el período de los patriarcas, la campaña de Josué o la ubicación de las míticas minas del rey Salomón en Timna.

Sin embargo, las intervenciones arqueológicas realizadas a partir de la década de 1980 en Israel han permitido la recopilación de una abundante documentación que cuestiona la veracidad de los textos bíblicos desde una perspectiva científica, al tiempo que el estudio de la Biblia ha precisado la fecha de composición del relato.

ISRAEL Y PALESTINA
¿Cuál es la razón básica para negar las pruebas que aporta la arqueología en la reconstrucción de la historia del Próximo Oriente? Sin duda, sus implicaciones políticas. El empleo de la religión como apoyo de los planteamientos políticos provoca extremismos al defender argumentos terrenales en función de principios o ideas teológicas. El cristianismo ha desempeñado un papel básico en el ejercicio del poder en el mundo occidental desde los edictos de Milán (313) y Constantinopla (379), que posibilitaron su reconocimiento como religión oficial del Imperio romano. Basta recordar que las Cruzadas a Tierra Santa se realizaron al grito de ¡Dios lo quiere!, mientras que, actualmente, en países como los Estados Unidos, los lobbys religiosos constituyen un núcleo de presión decisivo para las directrices de la política del gobierno.

En Israel, la influencia de las comunidades religiosas y los partidos políticos de corte integrista condicionan la estabilidad del país y son uno de los principales obstáculos para la adopción de soluciones políticas en el conflicto árabe-israelí. Estos defienden su derecho sobre Palestina a partir de los textos bíblicos, especialmente los que explican la promesa hecha por Dios a Abraham y el imperio logrado por David y Salomón. Los arqueólogos e historiadores, tanto europeos como israelíes, que han criticado la veracidad histórica de la Biblia, han sido definidos como minimalistas por los seguidores de las interpretaciones ortodoxas y tachados de contrarios a los preceptos del texto sagrado, así como de antiisraelíes y antisemitas. Acusaciones a las que se ha sumado la idea de que, en el fondo, los críticos buscan tan solo tomar partido por la causa palestina y socavar los fundamentos históricos del estado de Israel. Sus opiniones siguen siendo prácticamente desconocidas para la población israelí.

Pese a que partiendo de la arqueología puede demostrarse la inexactitud o falsedad histórica del relato bíblico, no debe olvidarse que la importancia de la Biblia no radica en su empleo como base para la reconstrucción del pasado sino en que es un compendio moral e ideológico fundamental del cristianismo y el judaísmo y, por extensión, de la cultura occidental. Otra cosa muy distinta son sus interpretaciones como mito y símbolo de la identidad israelí y su empleo para defender el derecho histórico sobre el territorio de Palestina.