ARTÍCULOS DE OPINIÓN


NOTA: La dirección de esta Web no se hace responsable, ni comparte necesariamente las opiniones vertidas en esta sección. Son simplemente recortes de prensa que nos limitamos a reproducir.

Sólo los fanáticos van al cielo

TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino y profesor en la Rutgers University de Nueva Jersey (EE UU).

 

En la cocina de Duck Bevil hay una bandera norteamericana rota y quemada. Las estrellas del ángulo izquierdo están corroídas por vetas de óxido que la avejentan, como si la bandera estuviese en el siglo equivocado. También Duck parece más viejo. Nadie diría que cumplió 35 años en diciembre. Cualquiera que lo vea por primera vez pensaría que está pisando los 50. Hasta la tragedia del 11 de septiembre caminaba y corría como un pato, dice: con la punta de los pies hacia fuera. De ahí su apodo, Duck. Ahora se bambolea torpemente y, si aparta la mirada del suelo, se queda sin equilibrio. 'Parece que la tierra me faltara', cuenta. Parece que la tierra le faltara.

Hay banderas en toda la casa, situada en un barrio modesto, cerca de la avenida Flushing, en Brooklyn. La decoración principal de la sala es un afiche gigante que reproduce el famoso cuadro de Jasper Johns Three Flags. Cuatro sillones tapizados con un infame plástico verde forman un semicírculo en torno al televisor de 35 pulgadas, donde Duck solía sentarse con la familia -esposa y tres hijos que aún van a la escuela primaria- a ver las series de la tarde: Los Soprano, Viaje a las estrellas, Ley y orden. El ritual no se ha repetido desde hace un año, el 11 de septiembre.

De la ventana que da a la calle cuelga también una bandera de dos metros cuadrados, que la mujer de Duck lava una vez por mes con agua fría. Nadie podría dudar que los Bevil sienten amor por su país, pero Duck pide que se escriba eso con todas las letras: 'Quiero a los Estados Unidos con devoción y no tolero a nadie que sienta de otra manera. Árabes, mexicanos, chinos, toda esa gente que ha encontrado aquí trabajo y paz, debería irse si no está dispuesta a morir por este país, como yo'. Su nacionalismo es el de un converso. Nació en Valledolmo, una aldea de Sicilia, y su nombre original no fue Joseph Bevil, como lo señalan sus documentos de adopción, sino Giuseppe Bevilacqua. Ahora Duck o Joe o Fatty -los apodos con que lo conocen- es un héroe. Si muere, lo enterrarán envuelto en la bandera que cuelga de la ventana de su casa, y EE UU se encargará de que sus hijos tengan educación, trabajo y seguros sanitarios. Al menos, eso es lo que él jura, con los dedos cruzados.

Conocí a Duck en una sala de espera del hospital Mount Sinai, en el extremo norte de la Quinta Avenida. Allí funciona desde hace dos meses un programa especial para los voluntarios y obreros que enfermaron en el área del World Trade Center durante los días y semanas que siguieron al derrumbe de las Torres Gemelas. La tragedia de las 3.000 personas que sucumbieron el 11 de septiembre por la mañana, o después, cuando cayeron los escombros, ha sido narrada cientos de veces. Nadie ha contado todavía, en cambio, el lento purgatorio de los otros 2.000 seres humanos que trabajaron entre nubes de polvo de amianto, ráfagas de fibras de vidrio y escapes de gas freón en la zona cero, el área del desastre, durante 14 a 16 horas por día, a lo largo de meses, sin treguas dominicales ni compasión por la fatiga.

Duck era empleado de una compañía de teléfonos cuya sede central estaba a setenta metros al oeste de las Torres, cerca de la calle Vesey. Al principio se ocupaba del mantenimiento de las líneas, pero después de terminar un curso en sistemas informáticos le asignaron a las oficinas de cuentas. El martes 11 de septiembre estaba trabajando en una sucursal de Queens. A eso de las dos de la tarde, cuando nadie se había repuesto aún del pasmo del atentado, le ordenaron que se trasladara a la zona cero. El enorme edificio de su empresa estaba en ruinas y la prioridad de los empleados era restablecer cuanto antes los servicios.


No se ha contado todavía el purgatorio de los 2.000 seres humanos que trabajaron entre nubes de polvo en la 'zona cero'

  

Desde el 13 de septiembre hasta la víspera de Navidad, Duck trabajó entre los escombros y el polvo. No sabe explicar bien cómo y de qué manera. Sólo recuerda que le dieron una máscara costosa, hermética, que no permitía transmitir ni oír las órdenes. La mayor parte del tiempo, los operarios tenían las máscaras colgando del cuello. Dormían de cuatro a cinco horas. Llegaban a las seis de la mañana y se marchaban a las diez, once de la noche. O empezaban el turno cuando oscurecía, entre las seis y las siete, y se quedaban hasta las diez de la mañana. Al mes, casi todos sentían sequedad en la garganta, ardor en los pulmones y un cansancio que nunca se apagaba. Lo atribuyeron a la falta de sueño. Pero no: era el efecto de los venenos que respiraban.

La tarde que Duck acudió al hospital había otros 10 enfermos en la sala de espera. Dos de ellos tenían sinusitis, uno estaba convaleciente de hepatitis y sufría ataques de asma cada vez más frecuentes, los otros se quejaban de quemaduras químicas, enfisemas pulmonares y, más que nada, de un cansancio invencible, que atribuían a la aspiración de polvo de asbesto, amianto o como quiera se llame.

En muchas de las construcciones próximas a las Torres, las columnas estaban reforzadas con espuma de asbesto para protegerlas de cualquier combustión. La sustancia es altamente cancerígena y ha dejado de usarse hace más de una década, pero los edificios caídos eran casi todos anteriores a 1985, y el polvo finísimo, impalpable, se extendió por el área como una lluvia ácida, mezclado con la quemante fibra de vidrio, los silicatos, los gases.

El 20 de diciembre, Duck cayó enfermo. Le diagnosticaron una bronquitis aguda. A la semana, ya estaba en pie. Como no tiene ahorros y sus problemas de salud no eran serios -al menos en apariencia-, tuvo que volver al trabajo. El fuego seguía fluyendo aquí y allá en la zona cero, alimentado por los vastos túneles del subsuelo. Desanimado, prefirió que lo transfirieran al área donde se clasifican y se descartan los residuos de la catástrofe, en Staten Island. La jornada era allí de 10 horas, y el sitio le quedaba a menos de media hora en automóvil desde su casa, por la ruta 278, al otro lado del puente Verrazano.

Fue la peor elección de su vida, dice ahora. Al sur de Staten Island hay unas colinas bajas y humeantes de las que sale un olor letal, áspero, penetrante. Las colinas son en verdad muladares a los que van a dar las incontables toneladas de basura que la ciudad de Nueva York produce a diario. El perímetro donde trabaja Duck está reservado sólo a los desechos de la zona cero, y acaso sea el peor. Los obreros suelen encontrarse con restos humanos y, cuando hablan entre sí, el finísimo polvo de asbesto se les infiltra otra vez en los pulmones. En mayo hubo una epidemia de hepatitis en el basural y entre los residuos aparecieron miles de ratas en agonía. Aunque al terminar cada jornada los obreros se desnudan y entran en una cápsula de esterilización que los limpia de tóxicos, Duck se llenó, a fines de junio, de unos hongos flamígeros que los médicos atribuyeron a una intoxicación con gas metano. En julio, la hepatitis lo retuvo tres semanas en cama. En agosto empezaron los accesos de tos seca, que no lo dejan dormir. Aunque ahora pasa muchas más horas en su casa, ya no tiene espíritu para seguir viendo las series de televisión ni felicidad para jugar con los hijos. Se queda inmóvil junto a las ventanas, por las que sube un calor de infierno. Y cuando se para, la tierra se le retira de los pies.

El 11 de septiembre irá aunque sea arrastrándose -dice- a las ceremonias para honrar a las víctimas del atentado. Recitará con el gobernador George Pataki los fragmentos del discurso de Lincoln después de la batalla de Gettysburg, desfilará con velas al caer la noche por Battery Park. Si tiene que morir, le gustaría morir allí donde empezó todo. América ha hecho de Duck lo que Duck es, y tiene derecho a quitárselo cuando quiera. Eso tal vez sea fanatismo, pero él cree que sólo los fanáticos van al cielo.