† (1914-2009)
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Reflexiones en torno a la muerte de un hombre bueno

E. MIRET MAGDALENA


Enrique Miret Magdalena, fue Teólogo seglar.

Creo que no se le pueda recordar a José Ortega de otro modo, sino como un hombre bueno, sin maldad. Yo, que me sentí su amigo desde joven, tengo esa misma impresión que manifestó el padre Martín Patino en su funeral. No fue ninguna frase complaciente: fue la realidad, como podemos afirmar para definir su vida los que le conocimos hace muchos años.

Sin embargo, les surgirá una inquietud a los que son creyentes ante uno que no lo fue. La realidad es que los que tenemos fe religiosa hemos tendido más barreras que puentes entre creencia e increencia, como si perteneciéramos a dos bandos opuestos. Yo, que he vivido esto en mi propia familia desde niño, estuve preocupado por ese aparente antagonismo que divide al mundo en dos tipos de seres humanos antagónicos. Y lo resolví leyendo y meditando a algunos pensadores creyentes que estuvieron inquietos por esa situación. Y llegué a una conclusión: esa división es falsa, porque no estamos tan distantes los unos de los otros.

Lo he visto realizado en mi ya larga vida, y en las numerosas experiencias que he vivido en ella, conociendo a las más diversas personas y teniéndolas como amigos. Sin embargo, hay quien piensa que lo que quiero con mi postura es llevar a todos a mi propio redil, trayendo el agua a mi propio molino; pero no es eso lo que yo pienso. No es que desee hacerlos a todos de los míos, sino hacerme yo también de ellos, sin que haya una distinción esencial en nuestras vidas: nos separan quizá nuestras ideas, nuestras explicaciones; pero la vida, que es lo importante, es la misma.

Lo vi bien claro cuando murió un célebre agnóstico, don Enrique Tierno Galván, el que a sí mismo gustaba llamarse 'el viejo profesor'. Me di cuenta de que era yo el que me parecía mucho a su pensamiento. No sé si él era un creyente anónimo o yo un agnóstico anónimo.

Al menos ésa fue la conclusión dubitativa que se me apareció en mis intercambios sinceros con un grupo de amigos psicoanalistas ateos. Ni yo estaba tan distante de ellos ni ellos de mí. Y cuando les dije que yo los veía como unos creyentes sin saberlo, ellos me replicaron algo que me hizo meditar seriamente desde entonces: que yo en el fondo era un agnóstico oculto. Y les contesté: puesto que ambos llegamos al mismo punto de experiencias profundas de la vida, eso es lo que importa: lo otro son los conceptos que explican lo que unos y otros vivimos por igual. Pero los conceptos no son las realidades profundas, y representan muy imperfectamente nuestras experiencias de fondo. Por eso estoy convencido de que lo más importante es ese fondo, que unos lo interpretamos de un modo y otros de otro. Yo creo, hoy por hoy, que el mío me convence más, pero eso no quita que si un día me convenciera la otra explicación, aunque creo ahora que estaría equivocado; sin embargo, siguiendo como norte de mi vida la misma experiencia de la vida interior, no me inquietaría porque habría seguido mi conciencia y mantenía lo más importante: ser igual en unos y en otros el fondo de la vida y, al conservarlo yo, no habría perdido lo esencial.

Y así quedó la cuestión.

Problema que me viene a la memoria por el hecho de haber perdido a un amigo de juventud como José Ortega. Amigo desde los quince años, en que un grupo de estudiantes fundamos una revista que llamamos Juventud. Y allí publicamos nuestros artículos, todavía muy ingenuos, los once compañeros de bachillerato, hijos muchos de ellos de conocidos intelectuales de entonces, como fueron este que ahora nos falta, hijo de don José Ortega y Gasset; Gregorio, el del doctor Marañón, compañero mío de clase en el Liceo Francés; el del novelista Pérez de Ayala; el del periodista de El Imparcial Rafael Gasset; el de Eugenio d'Ors, Alvaro, y el de Miguel Moya, nieto del fundador de El Liberal.

Algo que va en línea de mi experiencia en el campo religioso es el detalle, para mí significativo, que tuvo José Ortega haciendo no sólo una reseña de mi libro de confesiones religiosas, El nuevo rostro de Dios, sino un extenso artículo apreciando mis ideas, a pesar de creerse él en otra órbita que la mía, pero que no estaba distante de mis experiencias vitales. Y el sorprendente Papa actual dijo, en su lenguaje eclesiástico, el 6 de diciembre del año 2000, que 'a los justos de la Tierra' que ignoran a Dios y su Iglesia no les están vedadas las puertas del paraíso si practican el bien.

Convicción la mía que no creo tan diferente de la de otros pensadores cristianos que se sintieron unidos en el fondo de sus vidas a sus amistades y familiares no creyentes.

El gran filósofo tomista del siglo XX, convertido al cristianismo, Jacques Maritain, sostiene en su bello libro Búsqueda de Dios que quien vive una postura ética convencida ya está conociendo a Dios sin saberlo, porque busca el bien por el bien, y eso es, para un verdadero creyente, Dios. No es el recortado personaje que describen tan mal los catecismos, y frecuentemente los libros de teología, sino una experiencia de absoluto, de exigencia de absoluto en la vida sin que sospeche quizá el interesado que eso pueda coincidir con lo que el creyente quiere decir cuando piensa que cree en Dios.

Y lo mismo pensó una gran filósofa, la discípula predilecta de Husserl, que pasó de atea a católica y se hizo monja carmelita. Fue Edith Stein, muerta en los campos de concentración nazis. Pensaba, según su propia experiencia, que quien busca la verdad, ese tal ya cree en Dios, aunque no sepa llamarle así, o no quiera llamarle de este modo tan desfigurado por los creyentes, que consiguen que algunos abominen de él.

Y el profesor del Collège de France, gran matemático y filósofo de la ciencia, el cristiano Edouard Le Roy, sostenía que ateo es sólo quien carece de moral, no quien dice no creer en el Dios de los creyentes, que lo han empequeñecido y recortado con palabras limitadas que no pueden definir lo que es una experiencia como la moral, que me supera y desarrolla humanamente, y está por encima de mis limitaciones de palabra.

Está claro, como confesaba Tierno Galván, que ese fondo moral de nuestras vidas no es una persona que la encerramos en los estrechos límites de nuestros conceptos, que lo empequeñecen, sino el plus de humanidad que dirige positivamente una vida, el impulso creador que mueve toda realidad hacia adelante, y que podemos decir que es la fuerza de nuestra fuerza.

Otros cinco teólogos pensaron así: los jesuitas K. Rahner, De Lubac, y el P. Riquet, el canónigo Thellier de Poncheville y el abbé Joly. Éste decía que 'hay un absoluto en el fondo de la exigencia moral; y reconocerlo es ya afirmar a Dios, cualquiera que sea el nombre que se le dé' a esa experiencia de la vida.

Yo me siento, como decía en un artículo que escribí en EL PAÍS hace años, un católico agnóstico porque creo en el sentido moral universal que me enseñaron nuestros grandes místicos y pensadores del Siglo de Oro, pero no en muchas cosas que se me dicen en los libros de religión.

Y por eso -yo, creyente- me siento hondamente unido a ese hombre bueno que fue, sin lugar a dudas, José Ortega Spottorno.


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