¡Cuán inapreciable es tu amistad, oh Dios!


DANIEL SYDLIK


Autobiografía recogida de La Atalaya de 1 de Junio de 1985, pág. 22-27



MI VIDA tuvo su comienzo en una granja cerca de Belleville, Michigan, en febrero de 1919. Mi madre, que era inmigrante, me dio a luz con la ayuda de una comadrona, puesto que consideraba que no necesitaba un médico. “¿Por qué ir a un hospital? No estoy enferma”, solía decir en su inglés mal pronunciado a cualquiera que le preguntaba dónde había de nacer la criatura.

En la granja se pasaban tiempos difíciles. En busca de una vida mejor, nuestra familia se mudó a Detroit. Poco después, papá enfermó y murió cuando yo tenía unos tres años de edad. Él se había asociado activamente con los Estudiantes Internacionales de la Biblia, a quienes hoy se conoce como testigos de Jehová.

Mamá entonces quedó con seis hijos a su cargo y con varias deudas que pagar. Se había opuesto enconadamente a la religión de papá, pero después que él murió, ella empezó a leer la Biblia para averiguar por qué había fascinado tanto a mi padre. Varios años después ella también llegó a ser testigo de Jehová.

Después que papá murió, mamá trabajaba de camarera de noche y cuidaba de la familia durante el día. Esto continuó así hasta que varios años después ella volvió a casarse. Mi padrastro la persuadió de que el mejor lugar para criar a los hijos era el campo abierto, no una atestada selva de hormigón.

Compraron una granja de 22 hectáreas (55 acres) cerca de Caro, Michigan. Cuando llegamos allí, en la primavera de 1927, los huertos estaban radiantes con flores. La fragancia de las flores silvestres perfumaba el aire, y los árboles estaban en flor. Había charcas en las que podíamos nadar, árboles que podíamos trepar y animales con los cuales podíamos jugar. ¡La vida en aquel lugar era maravillosa! No se parecía en nada a la ciudad. No obstante, a mamá se le hizo difícil la vida campestre. Tuvo que abrirse paso sin disponer de comodidades... ni agua corriente, ni un sistema de cañerías dentro de la casa, ni electricidad.

Los inviernos eran largos y crudos. Nosotros los niños dormíamos en el desván, donde frecuentemente la nieve se colaba por entre las tejas del techo y literalmente cubría las camas. Por las mañanas era un verdadero martirio ponerse los pantalones helados, que a veces estaban tiesos por el frío. Las tareas en el establo tenían que hacerse antes del desayuno. Luego caminábamos por el bosque hasta la escuela, que solo tenía un salón donde una sola maestra daba clases a alumnos de ocho grados distintos.

Los primeros años de desarrollo espiritual

El amor genuino que mamá tenía para con Dios ejerció gran influencia en nosotros, sus hijos. Solía decir en polaco: “Dios nos ha dado un hermoso día”. Nosotros, los niños, salíamos afuera para averiguar de qué se trataba... solo para descubrir que estaba lloviendo. A mamá le parecía que todo lo que sucedía se debía de algún modo a Dios. Cuando nacía un ternero o cuando las gallinas ponían huevos o cuando la nieve caía, todo ello tenía algo que ver con Dios, de acuerdo con mi madre. De alguna manera Dios era responsable de estas cosas buenas.

Mamá creía en la oración. Era imprescindible que oráramos a las horas de comida. “Los perros menean la cola cuando uno los alimenta. ¿Hemos de mostrar menos agradecimiento que los perros?”, solía decir ella. También quería que oráramos antes de acostarnos. Puesto que ninguno de nosotros sabía el padrenuestro en inglés, ella hacía que nos arrodilláramos y repitiéramos las palabras en polaco después de ella. (Mateo 6:9-13.)

Eso era mucho antes que hubiera la televisión. Después de la puesta del Sol, quedaba muy poco que hacer excepto acostarse. Mamá nos animaba a leer. Ella leía la Biblia a la luz de una lámpara de queroseno. Y nosotros, los pequeñuelos, leíamos las publicaciones que obteníamos de los ministros viajantes de los Estudiantes Internacionales de la Biblia, como El Arpa de Dios, Creación y Reconciliación. Así empezamos a cultivar una amistad con Dios.

A principios de los años treinta, unos Estudiantes de la Biblia de Saginaw, Michigan, nos visitaron y nos animaron a predicar a otras personas. Pero, puesto que por allí cerca no había ningún grupo organizado que estudiara la Biblia ni ninguna congregación, los esfuerzos que hacíamos por predicar eran insignificantes. En la mayor parte, nuestro crecimiento espiritual quedó latente.

A causa de la depresión de los años treinta se hizo necesario que me fuera de casa a buscar trabajo en Detroit. Sobre la granja pesaba una fuerte hipoteca, y yo quería librar a mi familia de aquella carga. Pero en aquel entonces Detroit era una ciudad en la que se veían filas de desempleados. Miles de hombres hacían fila, a veces toda la noche, acurrucados en torno a fogatas de leña y carbón, tratando en lo posible de mantenerse calientes hasta que se abrieran las puertas de las oficinas de empleo. Yo tuve la dicha de conseguir empleo en una fábrica de automóviles.

Desarrollo espiritual

No fue sino hasta fines de aquella década, cuando vivía en Long Beach, California, que mi interés en lo espiritual se reavivó de modo productivo. Recibí una invitación a un discurso público. Ese domingo fue la primera vez que asistí a una reunión en un Salón del Reino. Allí conocí a Olive y William (Bill) Perkins, personas sanas que tenían una relación inapreciable con Jehová Dios.

La hermana Perkins era una extraordinaria maestra de la Palabra de Dios y usaba la Biblia con una habilidad comparable a la de un cirujano cuando usa el escalpelo. Colocaba su enorme Biblia de la Versión del Rey Jaime sobre el brazo izquierdo, humedecía el pulgar de la mano derecha y volvía las páginas al pasar de un versículo a otro. La gente se quedaba fascinada por la habilidad de ella y por lo que aprendían de la Biblia. Ella contribuyó a que muchas personas llegaran a un entendimiento del propósito de Dios. El trabajar con ella en el ministerio era una fuente de inspiración. Ello me animó a que en septiembre de 1941 emprendiera el ministerio de tiempo completo como precursor.

La hermana Wilcox fue otra que me ayudó. Era una mujer alta, de porte señorial, de setenta y tantos años de edad, que tenía el pelo blanco y se lo recogía nítidamente en forma de moño encima de la cabeza. Siempre completaba su atuendo con un bonito sombrero de ala ancha. Con su vestido de corte elegante que le llegaba hasta los tobillos, ella se veía especial, como alguien que acababa de aparecerse del siglo XIX. Juntos predicábamos en las zonas comerciales de Long Beach.

Los gerentes quedaban instantáneamente impresionados al ver a la hermana Wilcox. Y con cierto entusiasmo ansioso, la invitaban a pasar a sus oficinas. Yo iba detrás de ella. “¿De qué se trata? —preguntaban en tono respetuoso—. ¿En qué puedo servirle?”

La hermana Wilcox, que dominaba el inglés tan perfectamente como un catedrático, contestaba sin vacilar: “Estoy aquí para hablarle de la vieja ramera de Revelación que cabalga sobre la bestia” (Revelación 17:1-5). Los gerentes hacían una mueca y se acomodaban mejor en su asiento, pues se preguntaban qué habría de seguir a esto. Ella les pintaba un cuadro vívido del fin de este sistema de cosas. Los gerentes casi siempre respondían de manera decidida. Querían que ella les diera lo que tuviera. Todos los días colocábamos literalmente cajas de literatura. Yo estaba encargado de tocar el fonógrafo cuando ella pedía que lo tocara y de ser lo más intrépido y valiente posible cuando ella hablaba.

Nuevas asignaciones

El recibir un sobre de la Sociedad Watchtower siempre me llenaba de emoción. Un sobre de esta clase, que recibí en 1942, contenía una carta en la que se me asignaba a servir de precursor especial en San Pedro, California. Allí Bill y Mildred Taylor me abrieron las puertas de su hogar. Exigía mucha autodisciplina el trabajar a solas en el ministerio del campo día tras día. Pero esto hizo que me acercara más a Jehová, de modo que yo realmente sentía su amistad. Después la Sociedad envió a Georgia y Archie Boyd, junto con su hijo e hija, Donald y Susan, para que ayudaran a trabajar el territorio. La familia Boyd vivía en un remolque que medía 5,5 metros (18 pies), con todas sus provisiones y pertenencias.

¡Nos llegó otro sobre de la Sociedad! Sentimos escalofríos al leer cuál había de ser nuestra nueva asignación... Richmond, California, justamente al norte de San Francisco. Aunque parecía poco probable que pudiéramos viajar a ese lugar en nuestro viejo automóvil con remolque, empaquetamos nuestras pertenencias y emprendimos el viaje. Parecíamos una caravana de gitanos, deteniéndonos en el trayecto para arreglar el motor y poner parches a los neumáticos. Cuando finalmente llegamos a Richmond, estaba lloviendo a cántaros.

Para entonces la II Guerra Mundial estaba en su apogeo. Los astilleros Kaiser estaban fabricando en serie los llamados barcos “Liberty”. Nuestra tarea era predicar a los que habían acudido a trabajar en los astilleros. Desde temprano por la mañana hasta tarde por la noche hablábamos acerca del Reino y a menudo regresábamos a casa roncos por haber hablado tanto. Comenzamos muchos estudios bíblicos. Aquellos trabajadores de los astilleros eran generosos y hospitalarios y satisfacían todas nuestras necesidades. De hecho, nos manteníamos con lo que obteníamos en el territorio, sin tener que emprender trabajo seglar de media jornada.

Experiencias en la prisión

A los jóvenes se les estaba llamando a filas. Mis hermanos carnales, que no eran Testigos, se habían ofrecido como voluntarios y estaban sirviendo de soldados paracaidistas y en el cuerpo de ingenieros. Solicité exención como ministro, oponiéndome a la guerra por motivos de conciencia. La Junta de Reclutamiento no quiso reconocer mi condición de ministro. Fui arrestado y enjuiciado, y el 17 de julio de 1944 fui sentenciado a tres años de trabajos forzados en la Penitenciaría Federal de la isla de McNeil, en el estado de Washington. En la prisión aprendí que la amistad de Jehová dura para siempre. (Salmo 138:8, The Bible in Living English.)

Por un mes estuve en la cárcel del condado en Los Ángeles, esperando que se me trasladara a la isla de McNeil. Es difícil olvidar las primeras impresiones de la vida en la cárcel, cómo los presos gritaban obscenidades a los guardias y a nosotros cuando nos trajeron, y cómo los guardias ordenaban: “¡Cuidado con las puertas!”. El estruendo que producían las puertas eléctricas al cerrarse era parecido al ruido de truenos distantes. Mientras las puertas se cerraban una a una, ¡el sonido se acercaba cada vez más hasta que la propia puerta de uno se estremecía y se cerraba con un ensordecedor ruido metálico! Me sentí atrapado y me sobrevino una ola de temor. Rápidamente le pedí a Dios en oración que me ayudara, y casi al instante me llené de una agradable sensación de paz, experiencia que no olvidaré jamás.

El 16 de agosto, me esposaron y me encadenaron junto con otros prisioneros. Entonces, bajo el ojo vigilante de un cuerpo armado de policías, se nos escoltó hasta un autobús por entre la muchedumbre que llena las calles de Los Ángeles al mediodía y luego se nos transfirió a un tren para prisioneros con rumbo a la isla de McNeil. Aquellas cadenas de prisionero me llenaron de alegría, pues me unían a la compañía de los apóstoles de Cristo, quienes también fueron encadenados por mantener integridad. (Hechos 12:6, 7; 21:33; Efesios 6:20.)

Mientras me inscribían en la prisión de McNeil, un oficial, sentado tras un escritorio, me preguntó: “¿Es usted un T.J.?”. Aquello me tomó por sorpresa, pues era la primera vez que oía el término “T.J.”. Pero enseguida me di cuenta de lo que él quería decir, así que dije: “¡Sí!”.

“Párese allí”, dijo él. Me sorprendió oírle hacer la misma pregunta al hombre que estaba directamente detrás de mí: “¿Es usted un T.J.?”. Rápidamente el hombre contestó: “¡Sí!”.

“¡Mentiroso! —dijo el oficial riéndose—. Ni siquiera sabes lo que significa T.J.” Me enteré más tarde de que el hombre era un delincuente empedernido con un historial criminal más largo que su brazo. Por supuesto, “T.J.” significaba “testigo de Jehová”, y él no lo era.

Era tarde, y un guardia me llevó en la oscuridad a mi litera. Se me hacía difícil creer que yo estaba en una prisión federal a centenares de millas de casa y de cualquier persona conocida. Justamente entonces vi a alguien que se me acercaba en la oscuridad. “¡No hables! —me dijo él mientras se sentaba a mi lado en la litera—. Soy hermano. Me enteré de que venía un Testigo.” Se presentó y me ofreció palabras de estímulo, pues me habló del estudio de La Atalaya en grupo que se permitía dentro de la prisión los domingos por la tarde. Era una violación de las reglas el estar fuera de su propia litera después que se hubieran apagado las luces, de modo que solo se quedó unos instantes. Pero en aquellos breves momentos sentí la preciosa amistad de Dios manifestarse por medio de su siervo dedicado.

Las visitas periódicas de A. H. Macmillan, de la oficina central de la Sociedad, en Brooklyn, fueron sucesos de importancia especial durante mi estadía en la cárcel. Él era un “Bernabé”, una persona sumamente animadora. Nos permitían usar el comedor cuando él venía, y todos nosotros, los Testigos y muchos otros presidiarios, nos aglomerábamos para oírlo. Era un magnífico orador, y hasta los funcionarios de la prisión disfrutaban de oírle.

Organizamos los grupos de celdas y los dormitorios en un territorio para la predicación. Sistemáticamente predicamos las buenas nuevas del Reino en estas áreas tal como lo habíamos hecho en una manzana antes que nos encarcelaran. La acogida era variada y difícil de predecir. Pero había oídos que escuchaban. Asaltantes de bancos y otras personas, como algunos carceleros, se volvieron a Jehová y se bautizaron. Todavía me lleno de alegría al recordar tales experiencias.

Sucesos que moldearon mi vida

A principios de 1946, cuando la guerra terminó, me liberaron de la prisión. ¡Me esperaba otro sobre de la Sociedad! ¡Mi próxima asignación como precursor especial había de ser Hollywood, California!, ciudad donde todo es pura fantasía. ¡Y qué de desafíos! En ciertos casos habría sido más fácil vender refrigeradores a los esquimales que lograr que esta gente estudiara la Biblia. Sin embargo, poco a poco, se fue hallando a las “ovejas” del Señor.

Mientras yo asistía a la asamblea internacional “Naciones Gozosas”, en Cleveland, Ohio, en agosto de 1946, Milton Henschel, secretario de Nathan Knorr, entonces presidente de la Sociedad Watchtower, me detuvo y me preguntó: “¿Cuándo vas a venir a Betel, Dan?”. Le dije que me sentía feliz en el servicio de precursor. “Pero te necesitamos en Betel”, dijo él. Después de unas cuantas palabras más, me quedé sin excusas. Me encantaba California y me horrorizaba la idea de vivir en Nueva York. Pero recuerdo haber dicho para mí: ‘Dan, si Jehová quiere que estés en Brooklyn, entonces vas a Brooklyn’. Así el 20 de agosto de 1946 empecé a servir en Betel, las oficinas centrales de los testigos de Jehová, en Brooklyn.

Por años trabajé en el taller de encuadernación de la fábrica de Brooklyn haciendo una variedad de trabajos que exigían mucha fuerza física. Con el tiempo, me enviaron al Departamento de Suscripciones, lo cual hizo que me encaminara en una nueva dirección. Entonces tuve que enfrentarme a desafíos mentales, como el de escribir guiones para programas de radio y transmitir éstos por la estación de radio de la Sociedad, WBBR. También trabajé por 20 años en el Departamento de Redacción y procuré satisfacer sus altas normas. Mientras tanto, fui nombrado miembro de las corporaciones de la Sociedad Watchtower de Pensilvania y de Nueva York, tomé parte en sesiones para la grabación de los dramas, recibí asignaciones para pronunciar discursos en asambleas de distrito y asambleas internacionales y muchísimos otros privilegios de servicio, que son demasiado numerosos para que los mencione.

Entonces en noviembre de 1974 me llegó otro sobre. Éste contenía una asignación increíble, inconcebible. Se me invitaba a servir como miembro del Cuerpo Gobernante de los testigos de Jehová. Me sentía totalmente inadecuado para el puesto y estaba humildemente agradecido de haber recibido la invitación. Ya han pasado unos diez años desde aquel nombramiento, y todavía me siento igual.

Los años que han ido pasando han estado enriquecidos por las relaciones humanas que he establecido con siervos devotos y dedicados que han amado a Jehová más que a la vida misma... hombres como el juez Rutherford, a quien tuve el privilegio de conocer en su hogar, en San Diego, California. También tuve el privilegio de trabajar lado a lado con otros hombres de esta índole, entre ellos Hugo Riemer, Nathan Knorr, Klaus Jensen, John Perry, Bert Cumming y muchos otros que fueron gigantes en sentido espiritual, “árboles grandes de justicia”. (Isaías 61:3.)

Además, el privilegio de ver crecer la organización de Jehová de un simple puñado de 50.000 publicadores del Reino por toda la Tierra a casi tres millones de publicadores ha sido un gran honor. Ha sido emocionante haber presenciado el aumento en la obra de producir las publicaciones, desde solo un par de imprentas hasta docenas de fábricas, las cuales tienen el respaldo de 95 sucursales que declaran las buenas nuevas en 203 países de la Tierra. Los cambios y ajustes en la tecnología y el uso de las computadoras no han sido menos que asombrosos. Al presenciar todo esto, uno no puede menos que repetir las palabras de Mateo 21:42: “De parte de Jehová ha venido a ser esto, y es maravilloso a nuestros ojos”.

Bien puedo decir que ha sido una vida recompensadora y fructífera. En algún punto en el transcurso de mi vida, hallé el tiempo para casarme con una encantadora muchacha de Hebburn, Inglaterra. Marina, mi esposa, es un apoyo que Dios me ha enviado. Son muy ciertas las palabras de Proverbios 19:14: “La herencia de parte de los padres es una casa y riqueza, pero una esposa discreta es de parte de Jehová”.

Durante todas las experiencias que he tenido en la vida, he experimentado el poder siempre sostenedor de la amistad de Dios, como refugio protector. El meditar en la Palabra de Jehová, el reflexionar en su significado y el buscar la perspicacia y el entendimiento han llenado mi vida de riquezas espirituales y contentamiento. Hasta este mismísimo momento reboso de alegría al leer las siguientes palabras del salmista: “¡Feliz es la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para sí! Nuestra alma espera en Jehová; él es nuestra ayuda y nuestro escudo; pues en él se alegrará nuestro corazón, porque en su santo nombre confiamos. Sea tu amistad, oh Jehová, sobre nosotros, según esperamos en ti”. (Salmo 33:12, 20-22, By.)


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