ANTONIO RUIZ CABRERA "EL BARQUILLERO" (1944- ___ )


El relato de uno que logró su sueño de llegar a ser matador, y cómo era realmente esa vida.


DURANTE casi veinte años mi sueño era el llegar a ser matador de toros, un verdadero diestro, y finalmente había llegado la hora. Era el 2 de abril de 1967, en Alcalá de Henares, Madrid.

Cuando salí del hotel, había una gran muchedumbre de amigos y aficionados que querían estar conmigo en ese día importante. Aquella tarde, durante la alternativa, se me iba a conferir el título de matador de toros, el más alto rango profesional del toreo.

Los que me iban a presentar eran el diestro veterano Curro Romero, el padrino de la ceremonia, y como testigo oficial el famoso matador El Cordobés, Manuel Benítez. Después de unas palabras de ánimo dándome la bienvenida a este grupo exclusivo de profesionales, recibí lo que comúnmente se llaman los trastos de matar, las herramientas del oficio. Estas son la espada y la muleta, la capa pequeña que se usa para engañar al toro.

Entonces los dos veteranos me abrazaron. Y por fin me encontré cara a cara con el toro. Pasé la prueba con éxito. Ahora tenía ante mí una carrera prometedora. Al fin había logrado lo que había deseado por tanto tiempo.

Aspiración temprana de ser matador

Como niño, mi único interés era los toros. Solía sentarme a la puerta de la barbería del barrio solo con el propósito de escuchar a los hombres hablar de toros. Por aquellos años aún se hablaba mucho de la muerte de uno de los más famosos toreros de todos los tiempos, Manolete (Manuel Rodríguez) que fue muerto por un toro en 1947.

Yo había practicado el toreo, pero sin toro, por bastante tiempo. Por fin llegó mi oportunidad. Recuerdo que era en diciembre de 1958, cuando yo tenía quince años de edad.

Unos amigos que eran mayores que yo planearon ir de noche a los cerrados para practicar. Conseguí convencerles de que me llevasen con ellos. Con dificultad lograron separar una vaca brava de la manada. Entonces los cuatro nos turnamos en torearla. Después de haber toreado, todos discutíamos en cuanto a quién lo había hecho mejor. Uno de ellos dijo que había sido yo. Esto a mí me sorprendió, pues yo no tenía idea de lo que era hacerlo bien o mal al torear. A partir de entonces mis amigos me llevaban con ellos a sus sesiones nocturnas de toreo, y obtuve mucha experiencia.

Una noche sufrí un percance con una cornada de una vaca que me abrió la cara desde el borde de la boca hasta la barba. El único médico que tuve fue mi compañero, que echó aguardiente en la herida. Esta era mi primera sangre derramada, y lo consideré como un honor. ¿Pero cómo reaccionaría la próxima vez? ¿Me daría miedo enfrentarme a un toro dentro de una plaza de toros y delante de un público?

Mientras yo deliberaba sobre tales preguntas, estaba aun más determinado a llegar a ser matador triunfante.

Siguiendo en pos de mi meta

Mi padre lo intentó todo para desanimarme. Me daba golpizas, y me dejaba sin comer. Cuando se daba cuenta de mi ausencia de noche, me cerraba la puerta y tenía que pasar el resto de la noche en la calle. Así cuando tenía unos dieciséis años decidí marcharme de casa con dos compañeros que también querían ser toreros.

Nos fuimos a Salamanca al norte del país, a unos 700 kilómetros de mi casa en Palma del Río. Los viajamos furtivamente en trenes de mercancía, y pasamos frío y hambre, pero pudimos sostenernos vivos por medio de mendigar comida de las granjas, y otras veces robando pollos. A veces pensé en volver a casa, pero el pensar en la gloria de ser matador me animó a continuar.

Un día nos enteramos de que iban a celebrar una corrida en Ciudad Rodrigo, en la provincia de Salamanca. Los toros allí son tan grandes que solo unas pocas personas están dispuestas a arriesgarse con ellos en el ruedo. Pero mi deseo de ser matador era tan grande que no me preocupaba por el peligro. Solo quería ser famoso.

En esa ocasión, debido a mi atrevimiento, me dieron algún dinero, lo suficiente para ir a Madrid. Allí, con la ayuda de unos familiares, me hice socio de una escuela taurina. Asistí por tres meses para practicar lo que se llama “toreo de salón,” y para mejorar mi estilo.

Mi primera corrida formal

Ahora yo era un neófito que se llama novillero novel. Para alcanzar mi meta de llegar a ser matador de pleno derecho necesitaba experiencia y ser exhibido al público.

Por fin llegó la hora en 1963 cuando toreé por primera vez en una corrida formal, con mi nombre constando en los anuncios. Fue en mi pueblo natal, Palma del Río, Córdoba. La ocasión fue la fiesta religiosa del pueblo, y, como es la costumbre en la mayoría de los pueblos, incluyó dos corridas.

Una vez en el ruedo, estuve tan ansioso de triunfar que estoy seguro que mi furia sobrepasaba a la del toro. Y triunfé. Me otorgaron las dos orejas y el rabo del toro, el premio máximo, y el derecho de volver el día siguiente. En esa ocasión también tuve éxito. Todo el mundo me aclamaba y decía que llegaría a ser un buen torero, o matador.

Un hombre de negocios quiso ser mi apoderado. Mi padre había cambiado y ya no resistía la idea de que yo llegara a ser matador, ya que ahora veía los beneficios económicos. Me emancipó ante notario y me dejó en manos del apoderado, pues yo aún era menor de edad. En cambio, mi madre estuvo en contra de la idea debido al peligro envuelto.

Más pasos hacia la meta

Al principio mi apoderado se portó muy bien conmigo, haciendo arreglos para que tuviera corridas con becerros. Esto me permitió desarrollarme y mejorar. Después no hice más progreso, pues mi apoderado era un neófito en la profesión y no estuvo capacitado para ayudarme a alcanzar la estatura de un matador completo. Mi contrato con él era por cinco años, y la única salida era por medio de comprar mi libertad, lo cual hice. Tuve que comprometerme a pagarle una gran suma de dinero, pero al menos estaba libre para progresar en mi carrera.

Con un apoderado nuevo, conseguí un contrato para torear en Bilbao, que tiene una de las plazas más importantes y grandes de España. Esta llegó a ser una corrida importante en mi carrera profesional.

En el transcurso de mi faena con la capa, el pitón del toro se enganchó en la capa y la clavó al suelo. Así me quedé indefenso, sin nada con que engañar al toro. Podía haber corrido a la seguridad tras la barrera, sin pérdida de honor. Pero con mi falta de experiencia y ganas de triunfar, me mantuve en mi terreno, y le di al toro una patada en la cara. Sin embargo, me corneó en el muslo izquierdo, casi perforándolo.

Corría mi sangre. Seguramente el público me perdonaría si me retirara. Momentáneamente estuve indeciso. Pero entonces el deseo de triunfar y progresar hacia mi meta de llegar a ser matador plenamente capacitado probó ser más fuerte que el dolor de la cornada. Pedí otra capa, y aunque las autoridades de la plaza intentaron impedírmelo, de nuevo me enfrenté con el toro. Empezaron a faltarme fuerzas.

Aunque el público no desea ver una tragedia, se excitan y están a la expectativa en situaciones en que el peligro es grande para el matador. Pero a pesar de la herida, completé la faena con la capa y maté al toro con éxito. Entre las aclamaciones del público di la vuelta al ruedo, y entonces me llevaron a la enfermería. Después de recibir primeros auxilios, fui transferido a un hospital especial para toreros en Madrid.

Se publicaron reportajes de la corrida en los periódicos, así trayéndome a la atención del público taurino. También apareció una fotografía mía, con la cornada en el muslo y yo toreando al toro. Me hice famoso, y conseguí contratos en las mejores plazas de España y en el sur de Francia. Así finalmente llegué a alcanzar mi meta, tomando la alternativa el 2 de abril de 1967.

¿Satisfacción como matador?

Ahora empecé a recibir hasta 150.000 pesetas (2.500 dólares) por cada corrida. Sin embargo, después de pagar mi cuadrilla, los gastos de viaje, dietas, hotel y 10 por ciento al apoderado, muchas veces quedó menos del 10 por ciento para mí. No acumulaba las riquezas que deseaba; de hecho, gastaba más de lo que ganaba, imaginando que en la próxima temporada ganaría más.

Por un tiempo yo lo consideraba maravilloso ser matador... me ofreció fama y adulación. Pero empecé a ver que esta gente era más bien amigos del matador que de mí como persona. Querían disfrutar de la gloria reflejada del matador victorioso y ser vistos con él. Así, después de las corridas triunfantes, el hotel estaba lleno de “amigos”; se arreglaban fiestas en mi honor. Pero el día en que las cosas saliesen mal en el ruedo, estos “amigos” brillaban por su ausencia.

Además, empecé a darme cuenta de que el mundo del toreo estaba en manos de un pequeño grupo de personas influyentes. Unos pocos empresarios controlaban las plazas principales, y el que uno consiguiera contratos para torear en ellas o no dependía más de sus relaciones con los de influencia que de sus habilidades. También, los corresponsales de periódico comúnmente no informaban sobre los triunfos de un matador a menos que hubieran recibido su “propina” de antemano.

Además había las casi inevitables cornadas. Por supuesto causaban dolor físico, pero también afectaban al bolsillo, pues la temporada solo dura unos pocos meses y una cornada puede poner a uno fuera de acción durante dos a cuatro semanas o más. Fui corneado siete veces, y llegué al punto en que las cicatrices en mi cuerpo se parecían a un mapa de carreteras.

Empecé a ver que la vida de un matador no era todo lo que yo me había imaginado. No obstante, hubo otra cosa que me hizo dudar del valor de la vida que llevaba.

El matador y la religión

La religión está asociada estrechamente con el toreo. Por costumbre los matadores visitan una capilla llena de imágenes para adorar antes de cada corrida; muchos hasta llevan con ellos una capilla portátil. De acuerdo de una ocasión en que oré delante de mi capilla antes de entrar en el ruedo, como era mi costumbre, pero después al volver ¡descubrí que la capilla se había incendiado! Si hubiera llegado más tarde toda la habitación habría ardido. Eso me hizo pensar. Si estas imágenes no podían salvarse a sí mismas, ¿cómo acaso podrían protegerme a mí en una corrida? Esta duda me molestaba.

En otra ocasión cuando toreaba en Francia, me fui a confesar, como también era mi costumbre. Los que esperábamos quedamos sorprendidos y desilusionado cuando el cura no salió a atendernos. Entonces cuando supo que yo estaba allí, salió y me atendió, pero no hizo caso de la gente humilde que había esperado por tanto tiempo. Incidentes tales como estos empezaron a debilitar mi fe en la Iglesia Católica. No obstante yo creía en Dios, y respetaba la Biblia. De hecho, disfrutaba leyéndola.

Por eso una vez le pregunté a un cura sobre la Biblia, explicándole que quería entenderla. Sin embargo, me desanimó, diciendo que la Biblia era para teólogos y que me enloquecería si la leyera. Eso me entristeció, debilitando aun más mi fe en la Iglesia.

Un propósito mejor en la vida

Alrededor de este tiempo, en el otoño de 1968, mi esposa y yo desayunábamos cuando llamaron a la puerta. Ella abrió la puerta y encontró dos señoras que nos hablaron de la Biblia. Para cada pregunta que yo hice surgir, ellas dieron una contestación bíblica. Me maravillé, deseando saber manejar la Biblia como ellas. Al leer la literatura que había aceptado de ellas, me di cuenta de que podía ayudarme a obtener el conocimiento bíblico que tanto había deseado. Pronto aceptamos un estudio regular de la Biblia en casa.

Fue precisamente en este tiempo que me invitaron a participar en una corrida como parte de una fiesta en un cortijo. El obispo de Sevilla estuvo presente, y observé cuánto disfrutaba de la fiesta. Pero por alguna razón me sentía incómodo allí.

Durante mi carrera debo de haber matado alrededor de 240 toros. Pero aun entonces, mientras observaba a otros matadores torear un toro que se desangraba y sufría, sentía pena por el animal. Al paso que llegaba a familiarizarme más con las enseñanzas bíblicas, me di cuenta de que el torear no era una carrera para un cristiano verdadero. Aquella corrida relacionada con la fiesta campera en el cortijo llegó a ser la última para mí.

A medida que llegaba a apreciar el propósito de Dios de crear un justo nuevo sistema de cosas, mi deseo de servirle se fortalecía. (2 Ped. 3:13) Esto llegó a ser mi propósito principal en la vida. Y puesto que la Biblia explica que Dios desea que todos sepan de su nuevo sistema, comencé a hablar a otros acerca de él.—Mat. 24:14.

Muchas personas quedaron sorprendidas, y también contentas, al verme llamar a su puerta. Estaban anuentes de hablar conmigo sobre los toros. Pero entonces yo aprovechaba la oportunidad de explicar que hay algo mucho mejor en la vida que los toros... es el conocer y servir a nuestro gran Creador. Sin duda ha sido cierto en mi caso.


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