PREFACIO
ay una raza nueva de hombres nacidos ayer, sin
patria ni tradiciones, asociados entre sí contra todas las instituciones religiosas
y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente cubiertos de infamia,
pero autoglorificándose con la común execración: son los Cristianos.
Mientras las sociedades autorizadas y organizaciones tradicionales
se reúnen abiertamente y a la luz del día, ellos mantienen reuniones secretas
e ilícitas para enseñar y practicar sus doctrinas. Se unen entre sí por un
compromiso más sagrado que un juramento y así quedan confabulados para conspirar
con más seguridad contra las leyes y así resistir más fácilmente a los peligros
y a los suplicios que les amenazan.
2. Su doctrina tiene un origen bárbaro. No es que
pensemos imputárselo como una falta o un delito: los Bárbaros, ciertamente,
son capaces de inventar dogmas; pero la sabiduría bárbara vale poco en sí
misma, si no la corrige, depura y ultima el logos o la razón griega, de la
cual Roma se siente heredera. Los peligros que los cristianos afrontan por
sus creencias, supo Sócrates afrontarlos por las suyas con un coraje inabarcable
y una serenidad maravillosa. Los preceptos de la moral de los cristianos,
en lo que contienen de perfección, antes que ellos los enseñaron los filósofos,
y especialmente los estoicos y los platónicos. Sus críticas a la idolatría,
consistentes en sostener que estatuas marmóreas o broncíneas, hechas por
hombres a veces despreciables, no son dioses, fueron antes incontables veces
expuestas. Así escribe Heráclito: «Dirigir preces a imágenes, sin saber lo
que son los dioses y los héroes, y vale tanto como hablar con las piedras1.».
3. El poder que parecen poseer los cristianos les
viene de la invocación de nombres misteriosos y de la invocación a ciertos
«daimones» o espíritus (a los que algunos llaman demonios). Fue por magia
por lo que su Maestro realizó todo lo que parece espantoso o de maravillar
en sus acciones; en seguida tuvo gran cuidado en advertir a sus discípulos
que se guardasen de los que, conociendo los mismos secretos, pudiesen realizar
lo mismo, y que evitasen como él de participar de mágicos poderes propios
de los dioses. ¡Ridícula e increpante contradicción'. Si condena con razón
a los que lo imitan, ¿cómo es que no se vuelve contra él tal condena? Y si
no es impostor ni perverso por haber realizado tales prodigios, ¿cómo es que
sus imitadores, por el hecho de realizar los mismos hechos, lo son más que
él?
4. En suma, la doctrina de los cristianos es una
doctrina secreta: en conservarla ponen una constancia indomable y no seré
yo quien censure su firmeza. Con creces merece la verdad que suframos y nos
expongamos que alguien deba renegar de su fe, o fingir abjurar de ella, para
hurtarse a los peligros que pudieran acontecerle y seguir viviendo entre los
hombres. Los que tienen el alma pura son elevados por un impulso natural hacia
la divinidad, con la cual tienen afinidad, y nada desean más que elevar siempre
hacia ella sus pensamientos y sus palabras. Es preciso incluso que las creencias
profesadas se fundamenten también en la razón. Los que creen sin examen todo
lo que se les dice, se parecen a esos infelices, presas de los charlatanes,
que corren detrás de los Metragirtos, los sacerdotes de Mitra, o de los Sabácios
y los devotos de Hécate o de otras divinidades semejantes, con las cabezas
impregnadas de sus extravagancias y fraudes. Lo mismo acontece con los Cristianos.
Ninguno de ellos quiere ofrecer o escrutar las razones de las creencias adoptadas.
Dicen generalmente: «No examinéis, creed solamente, vuestra fe os salvará»;
e incluso añaden: «La sabiduría de esta vida es un mal, y la locura un bien».
5. Si ellos estuvieran de acuerdo en responderme,
y no en que ignore lo que dicen -porque en ese aspecto ya estoy enteramente
informado- todo iría bien, puesto que yo no les quiero particularmente mal.
Pero se niegan y se esconden escudándose en su fórmula habitual: «No examinéis...etc.»,
pero es preciso al menos que me digan cuáles son en el fondo esas bellas doctrinas
que traen al mundo y de dónde las han sacado.
Las naciones más venerables por su antigüedad están de acuerdo
entre sí en los dogmas fundamentales, es decir, en las opiniones más comunes.
Egipcios, Asirios, Caldeos, Indios, Odrisos, Persas, Samotracios y Griegos
tienen tradiciones poco más o menos semejantes. Es en esos pueblos donde se
debe buscar la verdadera fuente de la sabiduría, que en seguida se esparció
por todas partes en todas direcciones por mil senderos y riberas. Sus sabios,
sus legisladores, Lino, Orfeo, Museo, Zoroastro y otros, son los más antiguos
fundadores e intérpretes de estas tradiciones y ellos son los verdaderos patronos
de la Cultura toda. Nadie piensa en contar a los judíos entre los países de
la civilización, ni en conceder a Moisés honras semejantes a las concedidas
a los más antiguos sabios. Las historias que contó a sus compañeros son propias
de su carácter y nos aclaran plenamente quién era él y quiénes eran ellos.
Las alegorías mediante las cuales intentaron acomodar sus historias al buen
sentido común son insostenibles: nos revelan que las plantearon con más complacencia
y bondad que espíritu crítico. Su cosmogonía es de una puerilidad tal que
sobrepasa todos los límites. El mundo es mucho más hermoso de lo que Moisés
cree; y, de las diversas revoluciones que trastocaron el mundo, tanto conflagraciones
como diluvios, él sólo oyó hablar de uno de estos últimos, el de Deucalión
(al que Moisés llama Noé), y cuyo recuerdo por ser más reciente hizo caer
en olvido los diluvios precedentes. Es por haberse instruido entre pueblos
y naciones sabias y doctos personajes, de quienes tomó lo que estableció de
aprovechable entre los suyos, por esa razón Moisés usurpó el título de «hombre
divino», que los judíos le conceden. Estos habían ya tomado de los egipcios
la circuncisión. Los judíos, pastores de cabras y ovejas, comenzaron a seguir
a Moisés, y se dejaron fascinar por imposturas dignas de campesinos y hasta
admitieron que existe un solo Dios, al que ellos llaman el Altísimo, Adonai,
Celeste, Sabaoth, o cualquier otro nombre que les plazca; poco importa por
lo demás, la denominación que se conceda al dios supremo: Zeus le llaman los
griegos, o cualquier otra, como los egipcios o los indios. Además, los judíos
adoran a los ángeles y practican la magia, en la que Moisés fue el primero
en darles ejemplo. Pero ya tocaremos estos asuntos, con más detención, en
ulteriores páginas.
6. Tal es el linaje de donde salieron los cristianos.
La rusticidad de los judíos ignorantes los dejó caer en los sortilegios de
Moisés. Y, en estos últimos tiempos, los cristianos encontraron entre los
judíos un nuevo Moisés que los sedujo de una forma aún mayor. Él pasa entre
ellos por hijo de Dios y es el autor de su nueva doctrina. Agrupó en torno
suyo, sin selección, una multitud heterogénea de gentes simples, groseras
y perdidas por sus costumbres, que constituyen la clientela habitual de los
charlatanes y de los impostores, de modo que la
gente que se entregó a esta doctrina nos permite ya apreciar
qué crédito conviene darle. La equidad obliga, no obstante, a reconocer que
hay entre ellos gente honesta, que no está completamente privada de luces,
ni escasa de ingenio para salir de las dificultades por medio de alegorías.
Es a éstos, a quienes este libro va dirigido propiamente, porque si son honestos,
sinceros y esclarecidos, oirán la voz de la razón y de la verdad, como espero
Libro Primero
Crítica del Cristianismo desde el punto de vista
del Judaísmo
1. Celso pone en escena a un judío que habla con
Jesús directamente
y contesta a su origen divino
7. Comenzaste por fabricar una filiación fabulosa,
pretendiendo que debías tu nacimiento a una virgen. En realidad, eres originario
de un lugarejo de Judea, hijo de una pobre campesina que vivía de su trabajo.
Esta, culpada de adulterio con un soldado llamado Pantero, fue rechazada por
su marido, carpintero de profesión. Expulsada así y errando de acá para allá
ignominiosamente, ella dio a luz en secreto. Más tarde, impelida por la miseria
a emigrar, fuese a Egipto, allí alquiló sus brazos por un salario; mientras
tanto tú aprendiste algunos de esos poderes mágicos de los que se ufanan los
egipcios; volviste después a tu país, e, inflado por los efectos que sabías
provocar, te proclamaste dios.
8. ¿Sería acaso tu madre tan bella como para corresponder
a un Dios, cuya naturaleza entre tanto no soporta que El se rebaje a amar
a simples mortales? ¿Querría un dios disfrutar de sus caricias? Pero repugna
a un Dios que Él haya amado a una mujer sin fortuna ni nacimiento regio como
tu madre, porque nadie, ni siquiera sus vecinos, la conocían. Y, cuando el
carpintero, lleno de odio por ella, la expulsó, ni el poder divino ni el «Logos»,
hábil en persuadir, la pueden salvaguardar de una tal afrenta. Nada hay en
esto que haga presentir el Reino de Dios.
9. Es verdad que, cuando tuvo lugar tu bautismo por
Juan en el Jordán, alegas que en ese momento preciso una sombra de pájaro
descendió sobre ti desde lo alto de los aires y que una voz celeste te saludó
con el nombre de Hijo de Dios. Mas ¿qué testimonio digno de crédito vio ese
fantasma alado? ¿Quién oyó esa voz celeste que te saludaba con el nombre de
hijo de Dios; quién, sino tú sólo y, si debemos creerte, uno de los que fueron
castigados contigo?
10. Un profeta, es verdad, dijo en otro Tiempo en Jerusalén
que un hijo de Dios vendría para hacer justicia a los fieles y castigar a
los malos. Pero ¿por qué habría de aplicarse a ti precisamente, con preferencia
a miles de otros nacidos desde esa profecía, tal vaticinio? Numerosos son
los fanáticos e impostores que se pretenden enviados de lo Alto en calidad
de Hijo de Dios. Si, como pretendes, todo hombre que nace conforme a los designios
de la Providencia es hijo de Dios,
¿qué diferencia hay entre ti y los otros? Y muchos sin duda
refutarán tus pretensiones y probarán que es a ellos mismos a quienes debe
aplicarse tales profecías que incluiste a tu propia cuenta.
11. Cuentas que algunos caldeos, no pudiendo contenerse
ante el anuncio de tu nacimiento, se pusieron en camino para venir a adorarte
como Dios, cuando aún estabas en la cuna; cuentas que dieron la noticia a
Herodes el Tetrarca, y que éste, temiendo que tú usurpases el trono cuando
fueses mayor, hizo decapitar a todos los niños de la misma edad, para hacerte
perecer infaliblemente. Pero, si Herodes hizo eso movido por el temor de que
más tarde ocupases su lugar, ¿por qué tú no reinaste, cuando llegaste a ser
mayor? ¿Por qué te vieron entonces, a ti, Hijo de Dios, vagabundo de infelicidad,
doblegado por el pavor, desamparado, recorriendo el país con tus diez o doce
acólitos reclutados entre la ralea del pueblo, entre publicanos y marineros
sin heredad ni hacienda, y ganando precariamente la subsistencia? ¿Por qué
fue preciso que te llevasen para Egipto? ¿Para salvarte del exterminio de
la espada? Pero un Dios no puede temer a la muerte. Un ángel vino a propósito
desde el cielo para ordenarte a ti y a tus padres la huida. El gran Dios
que ya se había tomado la molestia por ti de enviar dos ángeles, ¿no podía
entonces proteger a su propio hijo en su propio país?
Las viejas leyendas que narran el nacimiento divino de Perseo,
de Anfión, de Eaco, de Minos, hoy ya nadie cree en ellas. Por lo menos dejan
a salvo cierta verosimilitud, pues se atribuyen a esos personajes acciones
verdaderamente grandes, admirables y útiles a los hombres. Pero tú ¿qué hiciste
o dijiste hasta tal punto maravilloso? En el Templo la insistencia de los
Judíos no pudo arrancarte una sola señal que pudiera manifestar que eras
verdaderamente el Hijo de Dios.
12. Se cuenta, es verdad, y exageran a propósito,
muchos prodigios sorprendentes que operaste, curaciones milagrosas, multiplicación
de los panes y otras cosas semejantes. Mas esas son habilidades que realizan
corrientemente los magos ambulantes sin que se piense por eso en mirarlos
como Hijos de Dios.
13. El cuerpo de un Dios no podría estar hecho como
el tuyo; el cuerpo de un Dios no sería formado y procreado como el tuyo lo
fue; el cuerpo de un Dios no se alimenta como te alimentaste; el cuerpo de
un Dios no se sirve de una voz como la tuya, ni de los medios de persuasión
que tú empleaste: ¿Acaso tu sangre, que corre por tus venas, se parece a la
que corre por las venas de los dioses? ¿Qué Dios, qué hijo de Dios es aquel,
cuyo padre no puede salvarlo del más infame suplicio y que no puede él salvarse
a sí mismo?
14. Tu nacimiento, tus acciones, tu vida, no son las
propias de un dios, sino las de un hombre odiado por los dioses y las de un
miserable gheto.
2. Celso imagina que un Judío se dirige a los Cristianos:
razones que impiden reconocer en Jesús al Hijo de Dios
15. ¿De dónde procede, oh compatriotas,
que hayáis apostatado de la ley de nuestros padres, y que habiéndoos dejado
ridículamente explotar por ese impostor, nos hayáis dejado para adoptar otra
ley y otro género de vida? Tres días apenas habían pasado desde que castigamos
a aquel que os conducía como un rebaño: ¡ese breve tiempo bastó para que abandonaseis
la ley de vuestros antepasados! Y es nuestra religión la que sirve de fundamento
a vuestras creencias: ¿cómo podéis rechazarlas ahora? Si, en efecto, alguien
predijo que el hijo de Dios debía nacer en el mundo, ése es uno de los nuestros,
un profeta inspirado por nuestro Dios, Juan, que bautizó a vuestro Jesús,
y Jesús mismo, nacido entre nosotros, era también de los nuestros, vivía según
nuestra ley y practicaba nuestros ritos. FI sufrió entre nosotros la justa
retribución de sus crímenes. Lo que os inculcó con jactancia sobre la resurrección,
el juicio final, la recompensas reservadas a los malos, no pasan de ser hermosas
fruslerías que corren por nuestros libros y que todos consideramos desde hace
mucho tiempo ya caducas. Buen número de otros habrían podido aparecer tales
como vuestro Jesús, si se hubiesen prestado a ser burlados.
16. Los que creen en Cristo atribuyen a los Judíos
el crimen de no haber recibido a Jesús como a Dios. Pero ¿cómo nosotros, que
habíamos enseñado a todos los hombres que Dios debía de enviar acá a la tierra
al ministro de su justicia para castigar a los malos, cómo íbamos a ultrajarlo
a su llegada? ¿Habría sido conveniente tratar con ignominia a aquel, cuyo
advenimiento habíamos predicho y deseado? ¿Con qué finalidad? ¿Para atraer
sobre nosotros un torrente de cólera divina? Mas ¿cómo recibir como Dios
a aquel que, entre otros agravios atribuidos, nada hizo de lo que había prometido?
¿Quién es el que, acusado, juzgado, condenado al suplicio, vergonzosamente
fue preso gracias a la traición de los mismos a los que llamaba sus discípulos?
¿Sería propio de un Dios dejarse atar y conducir como un criminal? Mucho menos
aún convenía a un Dios el ser abandonado, traicionado por sus próximos, que
lo seguían como a un maestro y veían en él al Mesías, hijo y mensajero del
gran Dios. Un buen general que manda miles de soldados jamás encuentra un
traidor entre ellos; lo mismo sucede con un miserable jefe de salteadores
que comanda a hombres perdidos, en cuanto éstos tienen su lucro conseguido;
pero Jesús, traicionado por sus propios compañeros, no supo hacerse obedecer
como un buen general; ni siquiera después de habérselos ganado quiero decir
a sus discípulos- no consiguió inspirarles la dedicación que un jefe de salteadores
consigue de su cuadrilla.
17. Sabemos cómo acabó él, la defección de los suyos,
la condena, las sevicias, los ultrajes y los dolores del suplicio. Estos hechos
ciertos, que no es posible disfrazar, y no conseguiréis sostener que tales
provocaciones fueron apenas vana apariencia a los ojos de los impíos, y que
en realidad él no sufrió. Confesáis ingenuamente que él en efecto sufrió.
Mas la imaginación de sus discípulos encontró una hábil escapatoria: Había
previsto y predicho él mismo todo lo que le aconteció. ¡Qué bella justificación'.
Es como si, para probar que un hombre es justo, se demostrase que cometió
injusticias; para probar que es irreprochable, se demostrase que vertió
sangre; para probar que es inmortal, se certificase que murió, argumentando
que él había previsto todo eso. Pero ¿qué dios, qué demonio, qué hombre de
sentido común, sabiendo anticipadamente que tales males le amenazan, no
los evitaría si tuviese medios, en vez de entregarse con cabeza humillada
a los peligros que previa? Si Jesús predijo la traición de uno, la negación
de otro, ¿cómo osaron el uno traicionar, el otro negar a aquel que sabían
debían temer como a un Dios? Sin embargo, lo traicionan, lo reniegan sin la
menor aprensión.
Un hombre contra el que Conspiran, si lo sabe, se anticipa
a los conjurados, los hace por eso mismo cambiar de designio y se pone en
guardia. Esos acontecimientos no ocurrieron pues porque hubieran sido predichos.
Es imposible que personas avisadas con antelación hubiesen persistido en
traicionar o renegar.
18. Mas Jesús que predijo todas esas cosas era Dios;
era preciso pues que todo lo que tenía él previsto y había profetizado ocurriera.
¡Un Dios habría inducido a sus propios discípulos, con los cuales repartía
el pan y el vino, en ese abismo de impiedad y de perversión, él que había
venido para bien de todos los hombres y, especialmente, más que a los demás,
a aquellos con los que había tenido un banquete cotidiano! ¿Dónde se vio a
alguien urdir traiciones a sus anfitriones? Pues ahora, en este caso, es el
comensal de un Dios el que le tiende celadas; y, lo cual repugna aún más,
el propio Dio5 tiende emboscadas a sus compañeros y los convierte
en traidores e impíos.
19. Si todo esto aconteció porque él lo quiso, si fue
para obedecer a su padre y por ello Soportó ser crucificado, es claro que
ese accidente, afectando a un Dios que se le somete libremente, no puede
causarle ni dolor ni tormento. ¿Por qué suelta entonces lamentos y gemidos
y suplica que el tormento que le atemoriza le sea evitado?:
«Oh, padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz!»
20. La verdad es que todos estos pretendidos hechos
no pasan de ser mitos, que vuestros maestros y vosotros mismos fabricasteis,
sin conseguir siquiera dar a vuestras mentiras la apariencia de verosimilitud,
si bien es de pública notoriedad que muchos de entre vosotros, semejantes
a ebrios que levantan la mano contra sí mismos, han modificado a su modo tres
o cuatro veces, y aún más, el texto primitivo del Evangelio, a fin de refutar
lo que así objetaban.
21. En vano alegáis las profecías: hay una infinidad
de otros personajes, a los cuales ellas se podrían aplicar con más justo título.
Es la venida de un gran monarca, señor de toda la tierra, de todas las naciones
y de todos los ejércitos, lo que los profetas anunciaron, y no la de tal flagelo.
Además, cuando se trata de Dios o del Hijo de Dios, no es con tales indicios,
en equívocas exégesis, en tan pobres testimonios que nuestra credibilidad
podría escorarse. Como el sol al iluminar el Universo es testimonio de sí
mismo, así debería ocurrir con el Hijo de Dios.
22. En vano, con abuso de sutileza, identificasteis
al Hijo de Dios con el Logos divino. De hecho, en lugar de ese puro y santo
Logos, sólo nos presentáis a un individuo ignominiosamente conducido al suplicio,
vejado. Nosotros también, nosotros os aprobaríamos, si fuese el Verbo de Dios
lo que contemplaseis como su hijo: pero ¿cómo reconocerlo en ese charlatán
y en ese gheto? La genealogía que le fabricasteis y que partiendo del primer
hombre hace descender a Jesús de viejos reyes, es una obra prima de orgullosa
fantasía. La mujer del carpintero, si hubiese tenido semejantes antepasados,
no lo habría sin duda ignorado.
23. ¿Y que hizo Jesús tan grande que pueda testimoniar
la obra de un Dios? ¿Acaso lo vieron, menospreciando a los adversarios, divertirse
con los acontecimientos de acá abajo? ¿Dijo acaso como el personaje de la
tragedia; «El propio Dios me librará, cuando yo quiera»? Sabéis que quien
lo condenó, no fue castigado como Penteo, que fue acometido de locura y deshecho
en pedazos. Y, si antes le fue impedido, ¿por qué tarda en hacer brillar su
naturaleza divina? ¿Por qué no se lava, en fin, de la ignominia de su muerte?
¿Por qué no venga las afrentas de quienes le ultrajaron a él, y a su padre?
Y ¿la sangre que salió de su herida era semejante a la que corre por las venas
de los dioses? ¿El ardor de la sed, que cualquiera puede soportar, fue tal
en él, que bebió la espesa hiel y vinagre?
24. Nos atribuís el crimen, raza crédula, de no haberlo
recibido como Dios, de no admitir que él sufrió para el bien de los hombres,
a fin de que aprendiésemos también nosotros a menospreciar los suplicios.
Pero la realidad es que, después de haber vivido sin haber podido persuadir
a nadie, ni siquiera a sus propios discípulos, fue ejecutado y sufrió lo que
ya se sabe. Él no supo, ni preservarse del mal, ni vivir exento de mácula.
No llegaréis al punto de pretender que, no habiendo podido conquistar a nadie
acá en la tierra, se fue para el Hades a seducir a los muertos que allí habitan.
25. Si pensáis que basta alegar, para vuestra justificación,
absurdas razones, os engañaríais ridículamente; ¿qué es lo que impide considerar
a todos los que fueron condenados y abandonaron la vida de una manera aún
más desdichada, como los mayores y los más divinos enviados? De un ladrón
y de un asesino supliciados, se podría decir con evidente igual descaro: «No
fue un criminal, sino un Dios, porque predijo a sus cómplices que soportaría
lo que padeció».
26. En el discurrir de su vida acá en la tierra, todo
lo que pudo hacer fue atraerse hacia sí a una docena de marineros y publicanos,
y aún así no consiguió conciliarlos a todos. Pero éstos, que vivían familiarmente
con ~1 que oían su voz, que lo tenían por maestro, cuando lo vieron torturado
y muriéndose, no quisieron ni morir con él, ni morir por él; olvidaron el
desprecio por los suplicios; es más, negaron que eran discípulos suyos. Sois
vosotros hoy los que queréis morir con él. Mas ¿no será el colmo del absurdo:
viviendo él no puede convencer a nadie; muerto, le basta querer para convertir
a multitudes?
27. ¿Qué razones os autorizaban a creer que él era
Hijo de Dios?
--Y, decís, porque él sufrió el suplicio para destruir la
fuente del pecado.
--Pero ¿no hay millares de otros que fueron ejecutados, y
no con menos ignominia?
--Es que él curó cojos y ciegos, y además, resucitó muertos.
--¡O luz y verdad! De su propia boca, según vuestros propios
labios, ¿no os anunció él que otros se os presentarían, usando los mismos
poderes, y que no pasarían de malos e impostores; y no habla él de un cierto
Satanás, que le imitará los prodigios? ¿No es dar a entender que esos prodigios
no tienen nada de divino, sino que son fruto de prácticas impuras? Proyectando
sobre los otros la luz de la verdad, él se confundió a la vez a sí mismo.
¡Qué pobreza deducir de unos mismos actos, que éste es un Dios y aquellos
unos charlatanes! ¿Por qué entonces, a propósito de unos mismos hechos y
siguiendo su propia confesión, acusar de perversidad a otros y no a él? Atengámonos
a su testimonio: él reconoció que los prodigios no son la marca de una virtud
divina, sino el indicio manifiesto de la impostura y la perversidad.
28. ¿Qué razón, a fin de cuentas, os persuade a creer
en él? ¿Es porque predijo que después de muerto resucitaría? Pues bien, sea,
admitamos que hubiera dicho eso. ¡Cuántos otros esparcen también maravillosas
fanfarronadas para abusar y explotar la credulidad popular! Zamolxis de Citia,
esclavo de Pitágoras, hizo otro tanto, según se dice, y el propio Pitágoras
en Italia; y Rampsonit de Egipto, de quien se cuenta que jugó a los dados
en el Hades con Deméter y que volvió a la tierra con un velo que la diosa
le había dado. Y Orfeo entre los Odrises, y Protesilao en Tesalia, y Hércules,
y Teseo en Tenares. Convendría previamente examinar si alguna vez alguien,
realmente muerto, resucitó con el mismo cuerpo. ¿Por qué tratan las aventuras
de los demás como fábulas sin verosimilitud, como si el desenlace de vuestra
tragedia tuviese un buen mejor aspecto y fuese más creíble que el grito que
vuestro Jesús soltó al expirar, o el temblor de tierra y las tinieblas? En
vida, nada puede hacer por sí mismo; muerto, decís, resucitó y mostró los
estigmas de su suplicio, las heridas de sus manos. Pero ¿quién vio todo eso?
Una mujer en éxtasis, según vosotros mismos reconocéis y algún otro hechizado
por el mismo estilo, siguiendo los simulacros de lo que había soñado o lo
que le sugería su espíritu perturbado; o bien porque su imaginación iluminada
había dado cuerpo a sus deseos, como acontece tantas veces; o bien porque
había preferido impresionar el espíritu de los hombres con una narración tan
maravillosa, y por el precio de tal impostura, suministrar materia a sus cofrades
de charlatanismo y filibustería. En su tumba se presentan dos ángeles, según
unos, un ángel, según otros, para comunicar que él resucitó; porque el Hijo
de Dios, según parece, no tenía fuerza para abrir él solo su tumba; tenia
necesidad de que alguien viniese a remover la losa... Si Jesús quería hacer
resplandecer realmente su cualidad de Dios, era preciso que se mostrase a
sus enemigos, al juez que lo había condenado, a toda la gente. Porque, dado
que había pasado por la muerte, y además era Dios, como vosotros pretendéis,
nada tenía que temer de nadie; y sólo aparentemente había sido enviado para
esconder su propia identidad. En caso de necesidad, para exponer su divinidad
en plena luz, habría debido desaparecer súbitamente de la cima de la cruz.
¿Qué mensajero es el que se vio escondiéndose, en vez de exponer el objeto
de su misión? ¿Sería porque abrigaba dudas de que él hubiera venido acá abajo
en carne y hueso, a la vez que estaba persuadido de su resurrección, y así,
cuando está vivo él se prodiga y se deja ver por doquier, pero una vez muerto,
¿sólo se deja ver por una mujercita y algunos comparsas? Su suplicio tuvo
innumerables testimonios; su resurrección apenas tuvo una. Es justamente lo
contrario lo que tendría que haber sucedido. Si quería permanecer ignorado,
¿por qué una voz divina proclama en alto que él es el Hijo de Dios? Si quería
ser conocido, ¿por qué se dejó arrastrar al suplicio y por qué murió? Si quería
con su ejemplo enseñar a todos los hombres a despreciar la muerte, ¿por qué
ocultó su resurrección al mayor número de hombres? ¿Por qué no reunió multitudes
en derredor de sí, después de su resurrección, como hizo antes de morir, y
así exponer públicamente con qué fin había venido a la tierra?
29 ¡Oh Altísimo! ¡Oh Dios del Cielo! Qué Dios al presentarse
a los hombres, los deja incrédulos, sobre todo cuando aparece en medio de
aquellos que suspiran por él! ¿Cómo no habría de ser reconocido por aquellos
que lo esperan desde hace mucho?
30. ¡Y qué decir de su carácter irritable! ¡Tan pronto
las imprecaciones corno las amenazas! ¿Qué decir de sus «ay de vosotros!»
y de sus «yo os anuncio...». Al usar tales frases confiesa claramente que
es impotente para persuadir; y esos medios no convienen nada a un Dios, ni
siquiera a un hombre de sentido común.
31. Y todo esto lo sacamos de vuestras propias escrituras:
no tuvimos que acudir a otros testimonios contra vosotros. Os bastáis vosotros
para refutaros a vosotros mismos.
32. Sí, con certeza, tenemos esperanza de que resucitaremos
un día corporalmente y gozaremos de inmortalidad, y que el Mesías que esperamos,
será el modelo y el iniciador de esta vida nueva, y manifestará que nada es
imposible a Dios. Pero ¿dónde está él a fin de que lo veamos y lo reconozcamos?
¿Si era aquél que nos propusisteis, no habría descendido a la tierra sino
para hacer incrédulos? No, fue solamente un hombre. La experiencia nos obliga
a verlo así y la razón nos convence de ello.
LIBRO SEGUNDO
Crítica de Apologética de los Judíos y los Cristianos
3. Orígenes, clientela y método de proselitismo de los
Cristianos
33. Nada hay en el mundo tan ridículo como la disputa
entre los Cristianos y los Judíos en torno a Jesús, y su controversia recuerda
oportunamente el proverbio: «querellarse a causa de la sombra de un burro».
Nada tiene fundamento en este debate, donde las dos partes concuerdan en unos
profetas inspirados por un espíritu divino y en que dichos profetas predijeron
la venida de un Salvador del género humano; pero no se ponen de acuerdo en
si dicho personaje anunciado vino efectivamente o no. Así como los Judíos
son Egipcios de origen, que dejaron su país a continuación de una insurrección
contra el estado egipcio y por el desprecio que habían concebido de la religión
nacional, el mismo tratamiento que habían infligido a los egipcios, lo sufrieron
después de aquellos que siguieron a Jesús y tuvieron
fe en él como en el Cristo. En uno y otro caso, la razón
del cisma fue el espíritu de sedición contra el Estado. Eso hizo que unos
egipcios se separasen de la madre patria para tornarse Judíos, y que en el
tiempo de Jesús otros judíos se separasen de la comunidad judaica para comenzar
a seguir a Jesús. Ese espíritu de facción es tal aún hoy entre los Cristianos,
que, si todos los hombres quisieran tornarse Cristianos, éstos no lo tolerarían.
Originariamente, cuando no pasaban de un pequeño número, estaban todos animados
por los mismos sentimientos; después que se tornaron multitud, dividiéronse
en sectas y cada una de ellas pretende formar un grupo aparte, como ellos
hicieron primitivamente. Se aíslan de nuevo de la gran mayoría, se anatematizan
los unos a los otros, teniendo sólo en común, propiamente el nombre de cristianos,
por el que todos luchan. Esta es la única cosa que tendrían vergüenza en abandonar;
porque en lo demás unos profesan unas cosas y otros otra.
34. Lo que hay de notable en su sociedad es que se
les puede culpar de no haberla fundado en ningún principio serio, a menos
que veamos como tal al espíritu de partido, a fuerza que de ahí se pueda derivar
el temor de los demás, porque ése es el fundamento de su comunidad. Enseñanzas
esotéricas acaban por cimentaría, formados no se sabe por qué malos cuentos
fabricados con viejas leyendas de las que llenan primero la imaginación
de sus adeptos, lo mismo que aturden con barullo de tambores a los que se
inician en los misterios de los Coribantes. Ciertamente, no faltan en sus
misterios bellos ritos exteriores: más sucede como en los templos egipcios.
Desde que nos aproximamos, vemos patios y bosques sagrados magníficos, amplios
y hermosos vestíbulos, templos admirables con imponentes peristilos; mas
si penetramos en el fondo del santuario, vemos que lo que se adora no pasa
de ser un gato, un mono, un cocodrilo, un macho cabrío, o un can. Incluso,
para los iniciados, hay en eso algo que no es ni vil ni frívolo. Esos símbolos,
en efecto, no merecen el desprecio, porque son en el fondo un homenaje prestado,
no a animales perecederos, como cree el vulgo, sino a ideas eternas. Los
cristianos que se burlan del culto egipcio son unos ingenuos, porque lo que
enseñan acerca de Jesús nada tiene de más sublime que los chivos, los cocodrilos,
o los canes de los templos egipcios.
35. Igualmente y sin razón se burlan de Castor y de
Pólux, de Hércules, de Dionisio y de Esculapio, sin admitir aceptarlos como
dioses, porque, por muchos y muy brillantes servicios que hayan podido prestar
a la humanidad, fueron primitivamente simples mortales; en cuanto que, por
lo que respecta a Jesús, pretenden que después de su muerte se apareció en
persona a sus compañeros; en persona -debiera entenderse su simulacro o imagen,
la pálida sombra de los muertos de que habla Homero- y pretenden, por eso,
reconocerlo como Dios. Tales apariciones póstumas son moneda corriente en
todas las literaturas. Aristeo de Proconesia, después de haber milagrosamente
desaparecido, se dejó en seguida ver en varios lugares y según diversos testimonios.
El propio Apolo había recomendado a los habitantes del Metaponto que lo pusieran
entre el número de los dioses; todavía nadie lo toma hoy por tal. Igualmente
nadie considera hoy como un dios al hiperbóreo Abaris que poseía incluso el
poder prodigioso de transportarse de un lugar a otro con la rapidez de una
flecha. Tampoco nadie considera como dios a Hermitomo el de Clazomene, de
quien, entre otros rasgos sorprendentes, se cuenta que su alma, escapándose
del cuerpo al que daba vida, erraba de acá para allá sola y libre. Ni consideran
dios a Cleomanes el de Astiipaleia quien, encerrado en una caja tapada y claveteada,
no fue encontrado en ella: los que partieron la caja verificaron que se había
volatilizado por efecto de algún poder maravilloso. Y se podrían
citar muchas otras historias de este género.
36. Prestando culto a su supliciado, los Cristianos,
en tal caso, no hacen más que los Getas con Zamoixis, los Cilicios con Mopsa,
los Acarnanios con Anfíloco, los Tebanos con Anficraos, los Lebadianos con
Trofonios. De la misma manera, los Egipcios elevaron altares a Antinoo y le
prestan honras religiosas, sin pensar por eso en ponerlo al mismo nivel que
a Zeus o a Apolo. ¡Tal es la virtud de la fe que se apaga al primer objeto
que se presenta! Fue la fe ciega de la que están poseídos, la que creó ese
partido de Jesús. De un ser que tuvo un cuerpo mortal hacen un Dios y piensan
que así obran con piedad. Su carne todavía era más corruptible que el oro,
la plata o las piedras: estaba hecha del más impuro lodo. ¿Dirán acaso que
despojándose de esa corrupción, él se tomó dios? Y ¿por qué no habríamos de
decir lo mismo antes de Esculapio, de Dionisios o de Hércules? Ríense de los
que adoran a Zeus, con el pretexto de que en Creta se muestra su sepultura,
sin saber cuáles son las razones y cuáles las circunstancias que impelieron
a los cretenses a declararlo dios, pero ellos, a su vez, adoran a un hombre
que fue sepultado en su tumba.
37. He aquí algunas de sus máximas: «Lejos de aquí
todo el que poseyera alguna cultura, alguna sabiduría, o algún discernimiento;
son mas recomendables nuestros ojos: pero si alguno fuera ignorante, simple,
inculto, pobre de espíritu, que venga a nosotros con valentía».
Al reconocer que tales hombres son dignos de su dios, muestran
bien claramente que no quieren ni saben conquistar sino a los necios, a las
almas viles y sin apoyos, a los esclavos, a las pobres mujeres y a los niños.
¿Qué mal hay, pues, en ser un espíritu culto, en amar los conocimientos bellos,
en ser sabio y en ser tenido por tal? ¿Será eso un obstáculo al conocimiento
de Dios? ¿No serán otras tantas ayudas para alcanzar la verdad? ¿Qué hacen
los charlatanes y los saltimbanquis? ¿Acaso se dirigen a los hombres sensatos
para inculcarles sus tosquedades? No, pero si atisban en alguna parte un grupo
de niños, de mozos de flete o de gente grosera, es allí donde implantan sus
reales, estacionan sus industrias y se hacen admirar. Sucede lo mismo en el
seno de las familias. Vense cardadores de lana, zapateros, rentistas, personas
de la mayor ignorancia y desprovistas de toda educación, que en presencia
de sus maestros, hombres con experiencia y adoctrinados, se guardan de abrir
la boca; mas se sorprenden a la vez, en particular los niños o las mujeres
que no tienen gran entendimiento, y se ponen a hacerles creer maravillas.
Solamente es en ellos en quien deben tener confianza; padres, preceptores
son locos que ignoran el verdadero bien y son incapaces de enseñarlo. Sólo
ellos saben cómo se debe vivir; los niños se sentirán bien si los siguen,
y, gracias a ellos, la felicidad visitará a toda la familia. Si, mientras
peroran, se suma algún curioso, un preceptor o el propio padre, los más tímidos
se callan: los desvergonzados no dejan de excitar a los niños a sacudir el
yugo, insinuando con sordina que nada quieren enseñarles delante de sus padres
o preceptores, para no exponerse a la brutalidad de esa gente corrompida
que los mandaría castigar. Los que aprecian la verdad que dejen padres y
preceptores, y vengan con las mujeres y los niños al gineceo, o a la tienda
del zapatero, para así aprender la vida perfecta. Así es como se las arreglan
para captar adeptos. No exagero, y, en mis acusaciones, en nada sobrepaso
la verdad. ¿Queréis una prueba? En los otros misterios, en los ritos de iniciación,
se oye proclamar solemnemente: «Que se aproximen sólo los que tienen las
manos puras y la lengua prudente», o incluso: «Venid, vosotros, que estáis
libres de crímenes, vosotros cuya conciencia ningún remordimiento oprime,
vosotros que vivisteis bien y justamente». Es así como se expresan los convocantes
de ceremonias lustrales. Escuchemos ahora a qué canalla convocan los Cristianos
a sus ceremonias y misterios: «Quien fuera pecador, quien no tuviera inteligencia,
quien sea flaco de espíritu, en una palabra, quien sea miserable, que se aproxime,
el Reino de Dios le pertenece». Ahora bien, al decir «un pecador», ¿qué se
debe entender, sino un hombre injusto, o salteador , o derrumbador de puertas,
o envenenador, o sacrílego, o violador de tumbas? Además de éstos, ¿qué otros
pensará un jefe de ladrones reclutar para su tropa?
38. Responderéis que Dios fue enviado para los pecadores.
¿ Por qué no fue enviado también para los que no pecan? ¿Qué mal hay en estar
exento de pecado? Que el injusto, decís, se humille en el sentimiento de
su miseria y Dios le escogerá. Pero ¿qué? Si el justo, confinado en su virtud,
levantase sus ojos hacia Dios, ¿acaso seria rechazado? Los magistrados conscientes
no permiten que los acusados se alarguen en lamentaciones, por miedo a ver
sacrificada la justicia en aras a la piedad. ¿Dios, en sus juicios, sería
menos accesible a la justicia que a la lisonja? Ellos aseguran, y no sin
justicia, que ningún mortal está exento de pecado. ¿Dónde está en efecto el
hombre perfectamente justo e irreprochable? Todos son por naturaleza propensos
al mal. Sería preciso apelar indistintamente a todos los hombres, visto que
todos son pecadores. ¿Por qué esa primacía concedida a los pecadores? ¿Por
qué son ellos particularmente designados para la selección divina, antes
que los demás? ¿Por qué esa primacía concedida a los menos dignos? ¿No será
injuriar a Dios y a la verdad hacer así la aceptación de tales gentes? Sin
duda atribuyen tal selección a Dios en la esperanza de atraer más fácilmente
la clientela de los malos y porque no pueden conquistar a otros que no se
dejen amañar. ¿Se diría que con esa indulgencia intentan mejorar a los malos?
¡Qué ilusión! A quienes el hábito fijó y endureció en la propensión al mal
no suelen enmendarse ni por la fuerza, ni por la dulzura. Nada más difícil
que cambiar radicalmente la naturaleza.
Es a los que no pecan a quienes corresponde una vida más
feliz. En vano pretenden ellos salirse de las dificultades, afirmando que
Dios todo lo puede: Dios no puede querer nada que sea injusto. Ahora bien
¿no cometería Dios una suma injusticia, si se mostrase complaciente para con
los malos, que conocen el arte de apiadarlo, y desamparase a los buenos, que
ignoran esa astucia?
39. Escuchad a sus doctores: «Los sabios, dicen, repudian
nuestras enseñanzas, ensorbecidos é impedidos como están por su propia sabiduría.»
¿Qué hombre en sano juicio puede dejarse captar por doctrina tan ridícula?
Basta contemplar la multitud que la abraza para despreciarla. Los maestros
de los cristianos ni buscan ni encuentran discípulos, sino entre hombres sin
inteligencia y de espíritu obtuso. En esto, se asemejan bastante a los sabios
empíricos que prometen restituir la salud a un enfermo, a condición de no
llamar a los verdaderos médicos por miedo a que éstos revelen su ignorancia.
Se esfuerzan por desacreditar a la ciencia: «Se dejan agitar, dicen; sólo
yo los salvaré; los médicos vulgares matan a los que se vanaglorían de curar».
¿No se diría que están ebrios, quienes, entre sí, acusan a las personas sobrias
de estar ebrias, o miopes a quienes quisieran persuadir a otros miopes que
quienes ven en realidad no ven nada?
40. Fácil sería alargarnos en este punto. Pero por
ahora pongámonos un límite. Baste decir que ellos se yerguen contra Dios y
lo injurian, cuando, para conquistar a los malos, los engañan con locas esperanzas,
predicando a los hombres el desprecio por unos bienes que valen más que todas
sus promesas, y exhortándolos a abandonar aquellos bienes para ser felices.
4. Objeciones contra la Encarnación, el antropomorfismo
y la pretensión de los judíos de ser ellos el pueblo elegido
41. Entre Cristianos y Judíos, están los que declaran
que un Dios o un Hijo de Dios descenderá a la tierra para justificar a los
hombres, otros que él ya vino: idea tan pueril que en verdad no necesita de
un largo discurso para ser refutada.
¿Con qué designio iba a descender Dios acá abajo? ¿Sería
para saber lo que pasa entre los hombres? ¿Pero no es él omnisciente? ¿O será
que sabiéndolo todo, su divino poder está hasta tal punto limitado, que nada
puede corregir si no viniese en persona o si no enviara expresamente un mandatario
al mundo? Si se entiende que él debe descender en persona a la tierra, ¿le
será entonces preciso abandonar la sede desde donde gobierna? Ahora bien,
si se produjera la más ligera mudanza, todo el universo se trastocaría. O
viendo tal vez que los hombres lo desconocían y considerando que por eso algo
le faltaba, ¿Él habría tomado sumo interés en manifestárseles y experimentar
por sí mismo y poner a prueba a los fieles y a los incrédulos? Eso sería atribuirle
una vanidad muy humana, comparable a la de esos nuevos ricos empeñados en
hacer ostentación de su riqueza, poco ha adquirida. Dios no necesita para
su contento personal del hecho de ser conocido por nosotros. ¿Sería para
nuestra salvación por lo que él quiso revelarse, a fin de salvar a los que,
habiéndole reconocido, serán considerados virtuosos, y castigar a los que,
habiéndole rechazado, manifestaran de este modo su malicia? Pero ¿qué? ¿Vamos
a pensar que después de tantos siglos, Dios se haya preocupado de justificar
a los hombres, de los que antes no se había preocupado? Es tener de Dios
una idea bien poco concorde con la sabiduría y con la verdadera piedad.
42. El fin del mundo, el juicio final y la «parusia»
son invenciones del mismo jaez: es un vano espantajo destinado a aterrorizar
a las almas flacas, como los espectros y los fantasmas que hacen aparecer
en los misterios de Dionisos para impresionar las imaginaciones. Todo eso
se funda, entra en viejas historias mal digeridas. Ellos oyeron decir que
después de un ciclo de varios siglos, en el retorno de ciertas conjunciones
de astros, se producen conflagraciones y diluvios. Ahora bien, como el último
cataclismo que tuvo lugar en tiempos de Deucalión fue un diluvio, debiendo
el orden del universo traer una conflagración, se basan en esto, sin otras
razones, para sostener que Dios debe descender acá abajo armado de fuego para
aplicar el juicio final.
43. Tomemos las cosas desde una perspectiva más elevada
y razonemos un poco. No quiero alegar ninguna novedad; me apegaré a las ideas
desde hace mucho tiempo consagradas. Dios es bueno, hermoso, feliz; es el
supremo bien y la belleza perfecta. Si él desciende al mundo, sufrirá necesariamente
un cambio: a su bondad le desagrada la maldad, a su belleza la fealdad, a
su felicidad la miseria, a su perfección la infinidad de defectos. ¿Quién
aspirará, pues, a tal cambio? Un cambio y una alteración de ésas son compatibles
sin duda con la mortal naturaleza; mas la esencia inmortal permanece necesariamente
idéntica a sí misma e inmutable. Por lo tanto, un cambio tal no podría convenir
a un Dios. Una de las dos cosas: o Dios se modifica verdaderamente y efectivamente,
como ellos dicen, en un cuerpo mortal: o bien, como acabamos de expresar,
eso le es imposible; o entonces, sin cambiar efectivamente de naturaleza,
lo hace de modo que parezca transformado a aquellos que lo ven, y entonces
El engaña o bien Él miente. Pero el embuste y la mentira son siempre dignos
de censura, a menos que se recurra a ellas como remedio para aliviar a amigos
enfermos o con el espíritu desarreglado, o bien como un medio para desembarazarnos
de nuestros enemigos. Pero Dios no tiene como amigos a personas enfermas y
de espíritu desarreglado; y por otra parte, Él no tiene a nadie a punto de
ser coaccionado a usar el embuste en caso de peligro.
44. Judíos y cristianos esfuérzanse en justificar la
Redención cada uno según su propio punto de vista. «El mundo, dicen los primeros,
por estar lleno de crímenes, es preciso que Dios envíe a alguien para castigar
a los malos y limpiar todas sus máculas como ocurrió otrora cuando el diluvio
y la destrucción de la torre de Babel.» Ahora bien, es evidente, que en su
historia de la torre de Babel y de la confusión de las lenguas, Moisés no
hizo más que copiar, modificándola, la leyenda de los Aloidas, de la misma
manera que la historia de Sodoma y Gomorra fue sacada del mito de Faetón.
Los cristianos responden con otros considerandos: «Fue por causa de los pecados
de los Judíos, por lo que el Hijo de Dios fue enviado a la tierra, y éstos,
habiéndole hecho perecer y beber hiel, desencadenaron sobre sí la cólera divina.»
¿Qué cosa habrá más ridícula que semejante debate? Judíos y Cristianos me
parecen una bandada de murciélagos o de hormigas saliendo de su agujero, ranas
reunidas en torno a su charco, o gusanos en medio de un lodazal, y disputándose
entre si cuáles serán los mayores pecadores. Parece oír a esos animalitos
decirse entre sí: «Es a nosotros a quien Dios revela y predice todas las cosas
Del resto del mundo él no se preocupa; deja el cielo y la tierra rodar a su
aire para preocuparse de nosotros. Somos los únicos seres con los que desea
establecer intimidad, porque Él nos hizo a su imagen y semejanza. Todo nos
está subordinado, la tierra, el agua, el aire y los astros; todo fue hecho
para nosotros y destinado a nuestro uso; y puesto que ocurrió que algunos
de nosotros pecaron, vendrá Dios en persona o enviará a su propio hijo para
quemar a los malos y hacernos gozar con él la vida eterna». Un tal lenguaje
sería seguramente más fácilmente soportable entre los gusanos y las ranas
que en la disputa entre Judíos y Cristianos.
45. ¿Quiénes son, en efecto, esos Judíos para justificarse
con semejante arrogancia? Son esclavos fugitivos de Egipto, que jamás hicieron
algo de notable y que nunca destacaron en nada, ni por su número ni por su
importancia. Para forjarse títulos de nobleza, intentaron hacer remontarse
su genealogía a la primera familia de impostores y de vagabundos; invocan
para tal efecto palabras oscuras y equívocas, envueltas en misterio y en
tinieblas, que comentan a su manera para los ignorantes y gentes débiles,
sin que nadie, desde mucho tiempo ha, se haya acordado de discutir su interpretación,
y acerca de las cuales, no obstante, ellos se querellan. Mientras tradiciones
verdaderas acreditadas entre los pueblos más antiguos, Atenienses, Egipcios,
Arcadios, Frigios y otros, hacen salir a la primera generación humana del
seno de la tierra, ellos, los Judíos, amontonados en un rincón de Palestina,
que por ignorantes en letras, jamás habían oído que tales cosas habían sido
contadas otrora por Hesíodo, y por otros muchos poetas divinamente inspirados,
imaginaron una historia muy increíble y muy grosera. Dios habría fabricado
con sus propias manos un hombre, habría soplado sobre él, habría sacado una
mujer de una de sus costillas, les habría dado unos mandamientos, y una serpiente
que contra ellos se había erguido , sobre ellos triunfó: buena fábula para
las viejas, narración donde, contra toda piedad, se hace de Dios un personaje
tan pobre desde el comienzo, que se muestra incapaz de hacerse obedecer por
el único hombre que él mismo había formado.
46. Hablan en seguida de un diluvio y de un arca extraordinaria,
que contenía todos los seres del mundo, de una paloma y de un cuervo, que
servían de mensajeros, otros tantos hechos, arrancados e imaginados según
la fábula de Deucalión. Los autores de estas bellas narraciones no habían
pensado en más que en entretener a niños, y no habían en modo alguno imaginado
que tal narración recorriese las tierras un día. Y de este estilo son todas
las demás leyendas: niños nacidos de mujeres fuera del tiempo previsto, querellas
y celadas entre hermanos, fraudes entre madres; Dios dando a sus hijos jumentos,
ovejas y camellos, y pozos a los justos; nuevamente rivalidades fraternas,
la horrible venganza de dos hermanos contra los de Siquem, la aventura de
Lot y de sus hijas más abominable que el festín de Tiestes; los hermanos vendedores,
el hermano vendido, el padre engañado, los sueños del gran panadero mayor
y del gran copero del rey y los del propio Faraón explicados por José, la
liberación y la maravillosa suerte de éste; los hermanos empujados por el
hambre hacia Egipto, la escena del reconocimiento, el traslado del cuerpo
del padre para la tumba, y, por el crédito de José, la ilustre y divina raza
de los Judíos implantándose en Egipto, multiplicándose, establecida en el
más vil rincón del país y escapándose en seguida mediante la huida.
47. Los más sensatos de los Cristianos y de los Judíos
evitan todas estas ridículas ficciones, y para salirse de las dificultades,
recurren a la alegoría y las que forjaron son todavía más descaradas y más
absurdas aún que las narraciones mismas, por el esfuerzo extravagante que
denuncian para establecer relaciones entre las cosas que no les son apropiadas.
Tal es la controversia de «papisco y Jasón», libro más apropiado para suscitar
indignación que risa. No tengo la menor intención de refutarlo. Su capacidad
para el absurdo es irritante para quien tuviera el coraje de recorrer sus
páginas.
48. En vez de obstinarse en descubrir en la Biblia ridículas
alegorías, valdría más aprender a analizar la verdadera naturaleza de las
cosas. Dios no tiene nada de mortal; las esencias inmortales son sus únicas
obras, y por ellas fueron hechos los seres mortales. Si el alma es obra de
Dios, el cuerpo tiene otro origen distinto; a este respecto, no hay diferencia
de naturaleza entre el cuerpo de un murciélago, el de una rana y el de un
hombre, porque están formados de la misma materia e igualmente sujetos a corrupción.
La naturaleza de todos los cuerpos es la misma, sujeta a las mismas vicisitudes,
al mismo flujo y reflujo universal. De todo lo que proviene de la materia,
nada es inmortal. Mas ya es suficiente sobre este particular. Quien deseara
saber más sobre ello, sólo tiene que proseguir nuestras investigaciones.
50. No ha sido ordenado el mundo visible
para el hombre. Todas las cosas nacen y perecen para el bien común del todo,
por una incesante transformación de los elementos. Siendo en el mundo constante
la suma de los males, no hay motivo para que Dios intervenga para corregir
su obra. No es cierro que lo que os parece un mal lo sea efectivamente, porque
no sabéis si no os es útil, o bien a alguna otra persona, o bien al conjunto
del Cosmos.
51 Para quien conoce este orden universal e invariable,
¿ habrá algo más divertido que las concepciones antropomórficas de los Judíos
y de los Cristianos, que atribuyen a Dios sus sentimientos, y el lenguaje
lleno de invectivas de un hombre irascible, y habrá algo más ridículo que
ver efectivamente un hombre irritado con los Judíos, deseando exterminarlos
a todos, grandes y pequeños, quemar sus ciudades, reducirlas a nada, en cuanto
que todo es el resultado de la ira y de las amenazas del gran Dios, como dice,
así como que Dios envíe a su Hijo al mundo, para padecer los tratos ya conocidos?
52. Pero no es solamente de los Judíos de quienes quiero
hablar; es de la naturaleza entera, como ya lo prometí. Voy a explicar más
claramente lo que dije antes en el penúltimo párrafo.
Es pueril hacer del hombre el centro de la creación. Dios,
según parece, no creó el trueno, los relámpagos y la lluvia. Y aunque él fuese
el autor, no se podría decir que con la creación de la lluvia Dios favoreció
más el sustento del hombre que el de las plantas, los árboles, las hierbas
o los espinos; y si se pretende que todas estas producciones de la tierra
crecen para el hombre, ¿Por qué antes para el hombre que para los animales
salvajes y privados de razón? ¿Éstos no parecen haber sido menos bien tratados
que nosotros? Por el precio de un duro trabajo o de todos nuestros sudores,
conseguimos con mucho costo asegurar nuestra subsistencia. Ellos no tienen
necesidad de sembrar ni laborar la tierra. Todas las cosas nacen por sí mismas.
Y si objetaran este verso de Eurípides:
«El sol y la noche están al servicio del hombre»7
preguntaré ¿por qué fueron hechos para nosotros más que para las hormigas
y las moscas? ¿La noche no les sirve, como a nosotros, para reposar, la luz
del sol para ver claro y trabajar? Si objetaran que somos los reyes de los
animales porque los cazamos y comemos, se podría muy bien afirmar que somos
nosotros, por el contrario, los que estamos destinados a ellos, visto que
ellos también nos apresan y nos devoran. E, incluso, nosotros, para cazarlos
necesitamos de todo un sistema de aparejos, redes, armas, picadores, perros,
mientras que los animales salvajes, para vencer a los hombres, les basta
sólo con las armas que la naturaleza les proporcionó. Pretendéis que Dios
nos dio el poder de apresarlos y usarlos según nuestra fantasía; pero es
mucha casualidad que, antes de que los hombres hubiesen constituido sociedades,
inventando las artes, fabricando armas y redes, fuesen éstos casi siempre
apresados y comidos.
53. En vano dirán que los hombres llevan ventaja sobre
los animales pues construyen ciudades, organizan Estados, tienen magistrados
y jefes para que los gobiernen. Otro tanto se ve entre las hormigas y las
abejas. Las abejas tienen una reina a la cual siguen y a la cual obedecen.
Tienen como nosotros guerras, victorias y exterminio de los vencidos; como
nosotros tienen ciudades y poblaciones; como nosotros, horas de trabajo y
de reposo; como nosotros, castigos para la pereza y la perversidad:
ellas persiguen y matan a los zánganos. En cuanto a las hormigas
no quedan atrás en materia de previsión y de ayuda mutua, si las comparamos
con los hombres. Auxilian a las compañeras, cuando éstas están fatigadas;
transportan a las agonizantes para un lugar reservado que es como un túmulo
familiar. Se ayudan mutuamente cuando se encuentran, y las que se desencaminan
son de nuevo retornadas al sendero. Ellas poseen, en cierto modo, la plenitud
de la razón, ciertas nociones generales de sentido común y un lenguaje para
comunicarse entre silo que desean. Para quien contemplase la tierra desde
lo alto del cielo, ¿qué diferencias habría entre las acciones de las abejas,
las de las hormigas o las acciones de los hombres?
54. ¿Qué el hombre se enorgullece de conocer los secretos
de la magia? En este punto aún las serpientes y las águilas son superiores
al hombre. Ellas conocen numerosos remedios misteriosos contra las dolencias
y otros males. Conocen las virtudes de ciertas piedras y las utilizan para
curar a sus hijos. Esas piedras cuando las encontramos, no dudamos en poseer
un tesoro maravilloso.
55. ¿Créese el hombre superior porque es capaz de erguirse
hasta la concepción de un Dios? Sépase que entre los animales varios no ceden
terreno al hombre en este aspecto. Nada hay más divino que el poder de adivinar
el futuro. Mas esa presciencia la tenemos a partir de animales, en especial,
las aves. Los adivinos son solamente los intérpretes de sus predicciones.
Si las aves, para sólo hablar de ellas, nos revelan por señales todo lo que
Dios les reveló, de ahí se sigue que viven en una intimidad más estrecha que
nosotros con la divinidad, superándonos en esa ciencia, y siendo más queridas
que nosotros a los ojos de la divinidad. Hay hombres muy esclarecidos que
también aseguran que las aves se comunican entre sí, y sin duda de una manera
más santa y venerable que nosotros. Manifiestan que incluso se puede percibir
ese lenguaje, y demuestran cómo acontece, cuando, habiéndonos advertido que
las aves irán para tal lugar y harán tal cosa, nos las muestra efectuando
ellas tal hecho de facto. ¿Habrá animales más fieles al juramento y más religiosos
que los elefantes? Y, verosímilmente porque tienen conocimiento de Dios.
Las cigüeñas también nos llevan ventaja en piedad filial, las cuales alimentan
a sus padres; igualmente el ave fénix, el cual, después de algunos años, transporta
el cuerpo de su padre, encerrado en una bola de mirra, como un ataúd, desde
Arabia hasta Egipto, y lo coloca en el lugar donde queda el templo del Sol.
¿ Qué decir de esto? Es preciso rechazar esa idea de que el mundo ha sido
hecho para el hombre: no fue más hecho para el hombre que para el león, el
águila o el delfín. Fue hecho de modo que fuese perfecto y bien rematado como
convenía a la obra de Dios; y es porque cada una de las partes que lo componen
no están ajustadas a la medida exacta entre cada una de ellas, sino que cada
una se combina a expensas del conjunto y dependiente de la totalidad. Es
de este todo del que Dios únicamente cuida; es el todo lo que la Providencia
jamás abandona; es el todo lo que no se corrompe ni se altera. Jamás Dios
lo abandona, ni se olvida, tras largo tiempo, de volver a mirar por él. Él
no se irrita más por causas de los hombres que por culpa de los monos o de
los ratones. No amenaza a ningún ser, porque cada uno conserva el lugar y
la función que le fueron destinados.
56. Así pues, oh Judíos y Cristianos, ningún Dios ni
Hijo de Dios descendió jamás ni jamás descenderá a la tierra. ¿Será de los
ángeles de Dios de quienes queréis hablar? ¿De qué naturaleza son, según vuestra
opinión? ¿Son dioses o algo diferente? Os comprendo, son demonios probablemente,
porque los enviados de Dios a la tierra, encargados de hacer bien a los hombres,
¿qué podrían ser sino demonios?
57. Por lo que respecta a los Judíos, lo que es sorprendente
en ellos, es que adoran al cielo y a los ángeles que lo habitan, pero desprecian
las partes más augustas y más poderosas del cielo, el sol, la luna, los astros
fijos y los errantes; ¡como si fuese plausible prestar culto a seres envueltos
en tinieblas que sólo aparecen a ojos alucinados por equívocos sortilegios
o habitados por engañadoras visiones, y no tener en cuenta para nada a esos
profetas manifiestos a los ojos de todos que gobiernan la lluvia, las nubes
y los truenos -a los que los Judíos adoran-, los relámpagos, todos los frutos
y productos de la tierra, que manifiestan la divinidad, visibles coriferos
de las alturas, ángeles verdaderamente celestes!
58. Otra de sus extravagancias consiste en creer que después
de Dios haber encendido el fuego, como un cocinero, todos los vivos serán
quemados y que sólo ellos permanecerán: sólo ellos quiere decir no solamente
los que vivan entonces, el día del juicio final, sino también todos los de
su raza muertos hace mucho tiempo, que se verán surgir de la tierra con la
misma carne que otrora tuvieron. Tienen una esperanza digna de gusanos. ¿
Qué alma humana, pues, iba a desear entrar en un cuerpo putrefacto? También
entre vosotros y entre los Cristianos, quien, lejos de aceptar esta creencia,
está de acuerdo en considerarla absurda, abominable e imposible. ¿Habrá algún
cuerpo que, después de haber entrado en descomposición, pueda volver a su
primitivo estado? No teniendo nada que responder, recurren a las más absurdas
escapatorias: dicen que a Dios todo le es posible. Pero Dios no puede hacer
nada vergonzoso ni querer nada contrario a la naturaleza. Porque víctimas
de alguna abominable perversión de espíritu, metemos en la cabeza alguna extravagancia
infame, no es razón para que Dios pueda realizarla, ni que se deba contar
que tal cosa ocurrirá. Dios no es el ejecutor de nuestras fantasías irresponsables
y de nuestros apetitos desajustados, sino que es el soberano regulador de
una naturaleza donde reina la armonía y la justicia. Al alma él bien puede
concederle una vida inmortal: pero, como dice Heráclito: «Los cadáveres valen
menos que el estiércol». Tornar inmortal contra todo sentido una carne llena
de cosas, que no se podrán nombrar decentemente, es lo que Dios no querría
ni podría hacer. Porque Dios es la razón de todo lo que existe, el Logos del
cosmos, y no puede obrar contra la razón, como no puede tampoco obrar contra
si mismo.
59. En lo que concierne a los Judíos, hace largos siglos
que se constituyeron en nación y se dotaron de leyes conforme a sus costumbres
y que respetan todavía hoy. La religión de sus padres, es la que siguen, valga
lo que valiere o digan lo que dijeran.
Permaneciendo fieles a sus padres, no hacen nada
que no hagan los demás hombres, pues cada cual conserva las costumbres de
su país. Y además es bueno que así sea, no sólo porque los diferentes pueblos
se dotaron de leyes diferentes, y que es preciso que en cada Estado los ciudadanos
sigan las leyes establecidas. E incluso, porque es plausible que en un comienzo
las regiones diversas de la tierra hayan sido repartidas entre otros tantos
poderes que las administran cada uno a su manera, y que en cada región todo
funciona bien, cuando se gobierna según las reglas de juego instituidas. Así
habría impiedad en infringir las reglas establecidas desde el origen
Se puede a este propósito invocar el testimonio de Heródoto,
quien se expresa en estos términos:
«Los habitantes de las ciudades de Mereira y de Apis situadas
en la extremidad de Egipto, en los confines de Libia, se consideran Libios
y no Egipcios, y, cumpliendo los ritos religiosos de estos últimos se abstienen
de carne de vaca y enviaron delegados al oráculo de Amón para declarar que
nada tienen de común con los Egipcios, visto que habitaban fuera del delta
y no participaban en sus creencias: le piden por lo tanto la libertad para
comer de todo lo que quisieran. Pero el dios se lo prohibió, respondiendo
que toda la región que el Nilo baña en sus periódicos desbordamientos era
tierra egipcia y eran egipcios todos los que beban las aguas de ese río por
abajo de la ciudad de Elefantina». Esto es lo que escribe Heródoto, y el
oráculo de Amón no tiene menos autoridad en lo que concierne a las cosas
divinas que los ángeles de los Judíos. No existe por lo tanto mal alguno en
que cada cual conserve las costumbres religiosas de su país. La variedad es
grande en los diferentes pueblos, e incluso cada uno considera sus costumbres
como las mejores. Los Etíopes de Méroe sólo adoran a Zeus y a Diónisos, los
Arabes apenas a Diónisos y a Urania; todos los Egipcios adoran a Osiris y
a Isis: los Saitas en especial a Atenea; los Naucratitas hace poco que reconocen
como dios a Serápis y cada uno de los otros grupos reverencian dioses propios.
Unos se abstienen de carne de oveja, porque consideran sagrados a estos animales;
otros se abstienen de carne de cabra, éstos de carne de cocodrilo, aquellos
de carne de vaca; ninguno toca en la carne de cerdo, a la que abominan. Los
Citas creen proceder bien comiendo carne humana, y entre los hindúes muchos
piensan que obran muy santamente comiéndose a sus padres, según cuenta Heródoto.
Cito las palabras de éste para mostrar que nada invento: «Si todos los hombres
estuviesen obligados a elegir las leyes de todos los pueblos a las que consideran
mejores, no cabe duda que después de un maduro examen optarían todos por las
leyes de su país de origen; porque cada pueblo está persuadido de que sus
leyes son muy superiores a las de los otros. Es preciso por lo tanto ser realmente
flaco de espíritu para burlarse de las costumbres religiosas». Entre otros
testimonios de la excelencia que cada uno atribuye a sus leyes, podemos citar
el episodio Siguiente: «Un día reinando Darío entre los Persas, llamó junto
a sí a algunos griegos que se encontraban en la corte, y les preguntó que
por qué precio aceptarían comer a sus padres muertos. Ellos se espantaron
y respondieron que por nada del mundo cometerían una maldad tal. Mandó entonces
aproximarse a algunos hindúes, de la tribu de los Calacias, que tienen la
costumbre de comerse a sus padres, y les preguntó, en presencia de los griegos,
a quienes los intérpretes traducían la conversación, qué querían a cambio
de quemar los cuerpos de sus padres muertos; espantáronse ellos y suplicaron
que no se les formulase tal pregunta». Tal es la fuerza de las instituciones
y Píndaro me parece tener razón, cuando dice: «La costumbre es rey del mundo».
Por lo tanto, si en virtud de estos principios, los Judíos
se limitasen a conservar celosamente las propias leyes, no habría lugar para
que los censuráramos, pero sí a los que abandonaran las costumbres en las
que fueron educados para adoptar las de los Judíos. Mas si éstos se enorgullecen
de una sabiduría superior y desdeñan el encuentro de Otros hombres, obran
mal, porque debe recordarles que hasta su creencia en el cielo y la idea que
de él tienen, no les pertenece en exclusiva, visto que -para limitarnos a
estos- los Persas, según testimonio de Heródoto, profesan desde hace mucho
la misma opinión. «Acostumbran, dice Heródoto, subir a lugares altos para
sacrificar a Zeus, y así llaman a toda la bóveda celeste». Estarán de acuerdo,
Supongo, en que los nombres no vienen al caso y que es indiferente llamar
al supremo dios Zeus Hipsistos o Altísimo o Zeus, o Adonai, o Sabaoth, o Amón
como los Egipcios, o Papai como los Escitas. Tampoco es necesario que los
Judíos vayan a imaginarse más santos que los demás hombres porque se circuncidan:
los Egipcios y los Caldeos lo hicieron antes que ellos; tampoco deben creerse
más santos por abstenerse de carne de cerdo: así hacen los Egipcios, que
se abstienen hasta de carne de cabra, de oveja, de buey y de peces. ¿Pitágoras
y sus discípulos no llegaban hasta el punto de privarse de habas y de cualquier
alimento animal? En fin, ¡no existen indicios de que gocen de la estima y
del amor de Dios en grado Superior a los demás hombres, ni que sólo ellos
hayan tenido el privilegio de recibir ángeles de lo alto, con el pretexto
de que habían obtenido un reino de bienaventurados: bien vemos qué tratamiento
de favor gozan ellos y su país!
60. Que esta tropa nos deje en paz, después de haber
recibido el castigo de su impudor; es gente que no conoce al gran Dios, pero
que, seducidos y engañados por el impostor Moisés, dieron oídos a sus lecciones
en un mal designio.
5. Diversidad de las sectas cristianas; plagio
de los Libros Santos;
puerilidad de la cosmogonía mesiánica; refutación de las
profecías;
Oposición de Cristo a Moisés; grosero antropomorfismo
del Dios de Israel; imposibilidad de la resurrección de los cuerpos
61. Pasemos ahora al segundo grupo, al de los cristianos.
Les preguntaré de dónde vienen, a qué ley nacional obedecen. No podrán alegar
ninguna, porque tienen su origen en los Judíos. Fue entre éstos en donde encontraron
el maestro y el jefe. Sólo que se separaron de ellos.
62. Dejemos a un lado todo lo que se les puede objetar
sobre su maestro. Tomémoslo por una buena persona, sea; pero ¿ser el único
que fue enviado y no apareció ningún otro antes que él? Si dicen que él fue
el único en ser enviado, no será difícil demostrarles que mienten y se contradicen.
Cuentan, en efecto, que otros vinieron muchas veces, hasta sesenta y setenta
al mismo tiempo, y que habiéndose pervertido, como castigo de su maldad,
fueron encadenados bajo tierra, en tanto que de sus lágrimas brotaban calientes
manantiales. Cuentan también que en el túmulo de su maestro se vio, unos
dicen uno, otros dicen dos, para anunciar a las mujeres que él había resucitado;
porque el Hijo de Dios, según parece, no tenía fuerza para erguir él sólo
la losa del túmulo; tenía necesidad de ayuda para removería. Vino incluso
un ángel junto al carpintero, por causa de la gravidez de María, e igualmente
otro para advertir a los padres que cogiesen al hijo y huyesen lo más deprisa
posible. ¿Habrá necesidad aquí de citar todos los que fueron enviados antes
a Moisés y a otros? Ahora bien, si otros fueron enviados, síguese que Jesús
también lo fue, por el mismo Dios. Concedamos, si se quiere, que él lo había
sido para un objetivo más elevado, para redimir algún pecado de los Judíos,
culpados de corromper la religión o de cualquier otra maldad del género, como
los Cristianos dan a entender; no es menos cierto que él no fue el único en
ser enviado a los hombres; que hasta los que, en nombre de la doctrina de
Jesús, abandonaron el demiurgo como un dios subalterno y reconocieron como
un Dios superior al padre del Mesías, no dejaron todavía de reconocer que,
antes de Jesús, el demiurgo había enviado a otros varios a los hombres.
63. Filos y los Judíos reconocen, por tanto, al mismo
Dios. Los de la gran Iglesia lo reconocen abiertamente y tienen por verídicas
las tradiciones de los Judíos sobre el origen y la formación del mundo, los
seis días de la creación y el séptimo en que Dios descansó, el nombre del
primer hombre, el orden genealógico de sus descendientes, las querellas y
disensiones entre los hermanos, y la entrada y residencia en Egipto, así como
el éxodo de este país.
64. Resulta todavía difícil de creer que entre los Cristianos,
unos confiesan tener el mismo Dios que los Judíos, otros lo niegan, pues afirman
que el que envió al hijo es un Dios opuesto al primero.
65. Conozco igualmente muchas otras divisiones
y sectas entre ellos: los Sibilistas, los Simonianos, y, entre éstos, los
Helenianos del nombre de Helena o de Helenos, su maestro; los Marcelinianos,
de Marcelina; los Carpocratianos, salidos unos de Salomé, otros de Mariana,
otros de Marta; los Marcionistas nútrense de Marción; otros incluso se imaginan
unos a tal demonio, otros a tal maestro, aquéllos a tal otro, y se sumergen
en espesas tinieblas, se entregan a desdenes peores y más ultrajantes aún
para la moral pública que aquellos que, en Egipto, practican los compañeros
de Antinoo. Se injurian hasta la saciedad los unos a los otros con todas
las afrentas que les pasan por las mentes, rebeldes a la menor concesión en
son de paz, y están animados de un mutuo odio mortal. Todavía, estos hombres
encarnizados los unos contra los otros, intercambiándose los más encarnizados
ultrajes, tienen todos en la boca las mismas palabras: «El mundo fue crucificado
por mí y yo soy por el mundo...».
[Aquí Celso insistía largamente en la diversidad de sectas
cristianas y en las objeciones que de ahí se podrían derivarse.
66. Examinemos, a pesar del despecho de
la falta de fundamentos serios en su doctrina, el contenido de lo que se proclama.
Fijémonos por lo demás en esos restos de sabiduría que recogieron y, por
ignorancia, estropearon, pues tienen la cabeza llena de principios que no
comprendieron ni siquiera en su primera palabra. He aquí cómo hablan.
[Aquí Celso citaba probablemente varias frases evangélicas
acerca del conocimiento y del amor de Dios, sobre la caridad, y las comparaba
con las máximas de los filósofos, pretendiendo que estas últimas tenían más
claridad, naturalidad y fuerza.] Todo esto fue dicho y mucho mejor por los
Griegos, sin esa afectación y ese tono profético, como si se hablase en nombre
de Dios y de su hijo.
67. El sumo bien, escribió Plantón, no es un conocimiento
que se pueda transmitir por palabras. Es después de un largo trato y una
meditación asidua, cuando él brota súbitamente como una chispa y se torna
en alimento para el alma y la sostiene por sí solo y sin otra ayuda... Si
acreditase que esta ciencia podía ser enseñada al pueblo por escritos o palabras,
¿qué más bella ocupación podría yo dar a mi vida que escribir sobre cosa tan
útil a los hombres y exponer su naturaleza a plena luz para todos? Mas creo
que tales enseñanzas sólo convienen al pequeño número de los que, con leves
indicaciones, saben descubrir por sí mismos tales enseñanzas. Porque en lo
que respecta a la gran mayoría, se ha de llegar a esta conclusión: llenos
de un inicuo desprecio por los demás humanos e inflados con una injusta y
vana confianza en sí mismos, imaginarían, cada vez que enunciasen una cosa,
poseer conocimientos maravillosos. Y Plantón, aunque había
enseñado lo que es útil saber, no impregnó sus libros de prodigios, ni tapa
la boca a los que quieren averiguar lo que él promete, ni ordena que se crea
antes que cualquier cosa que Dios es esto o aquello, que tiene un hijo de
tal naturaleza, y que ese hijo, enviado expresamente, conversé con él.
«Quiero, sostiene Platón, detenerme más en este asunto, y
lo que acabo de decires, os parecerá aún más evidente. Hay de hecho una razón
que reprime la temeridad de los que quieren escribir sobre estos asuntos:
ya la he expuesto muchas veces, y, según me parece, no es útil repetiría.
Hay en todo espíritu tres condiciones para que la ciencia sea posible; en
cuarto lugar viene la propia ciencia, y en quinto lugar lo que se trata de
conocer: el ser verdadero. La primera cosa es el nombre, la segunda la definición,
la tercera la imagen, la ciencia es la cuarta». Así se ve cómo Platón, aunque
tiene cuidado en decir primeramente que estas altas verdades no podrían ser
expuestas, para que no parezca que procura una disculpa, va alegando lo
inefable, presentando incluso las razones. En efecto, ¿podrá el mismo explicarse
algo? Y Platón jamás quiso exagerarlo o imponérselo a nadie; él no dice que
encontró algo de nuevo, ni que viene del cielo para traérnoslo, sino que reconoce
de dónde lo tomó. El no impone dogmáticamente la verdad, sino que la investiga,
haciéndola surgir de los espíritus por interrogaciones bien dirigidas. No
procede al estilo de los que dicen: «Acreditad que aquél de quien os hablo
es verdaderamente el Hijo de Dios, aunque haya sido atado vergonzosamente
y sometido al suplicio más infamante, aunque haya sido tratado con la máxima
ignominia. Creedlo aún más por eso mismo».
68. Si ellos al menos llegasen a entenderse entre
sí acerca de la persona del Mesías...; pero están muy lejos de eso. «Unos
garantizan esto, otros aquello, y todos tienen en la boca la misma recriminación:
¡Creed si queréis salvaros, y seguidamente idos! ¿Qué harán los que verdaderamente
deseen salvarse? ¿Deberán echar los dados para saber a qué lado tornarse y
a quienes juntarse?».
69. En vano, para dispensarse de buscar la
verdad y para justificar su perversidad, alegan que «la sabiduría humana es
locura a los ojos de Dios». Algunos dicen cuál es la razón que les hace hablar
así, es que quieren conquistar a los ignorantes y a los simples. Pero ni
siquiera esa máxima la encontraron por sí solos. Antes de ellos los griegos
supieron distinguir con bastante precisión la sabiduría humana de la sabiduría
divina. Fue Heráclito quien dijo: «La conducta del hombre es sin razón, mas
la conducta de Dios es racional». Y él mismo en otra ocasión añade: «¡Oh hombre
simple, aprende como un daimon, como un niño, como un hombre!». Y Platón en
su Apología pone en boca de Sócrates: «La reputación que adquirí, oh Atenienses,
me viene de una cierta sabiduría que está en mí. Pero ¿qué sabiduría es esa?
Según parece es una sabiduría puramente humana, y corro el gran peligro de
no ser sabio sino en eso». Ahora bien, de esa sabiduría divina que no osaba
Sócrates reivindicar para sí, pretenden ellos abrir los arcanos a los más
estúpidos y a los más incultos, esos charlatanes que evitan tanto cuanto pueden
a los hombres cultos, porque estos últimos no se dejan tan fácilmente engañar,
para prender en sus redes a las personas de más baja condición.
70. La falsa humildad que enseñan confunde servilismo
con modestia, lo que no pasa de una imitación desnaturalizada de lo que Platón
escribió sobre esa virtud: «Dios, dice él, de acuerdo con una vieja tradición,
es el comienzo, el medio y el fin de todos los seres. Él sigue siempre una
línea recta, de acuerdo con su naturaleza, al mismo tiempo que abarca el mundo,
la justicia se desprende de él, vengadora de las injurias hechas a la ley
divina. Quien quisiera ser feliz debe apegarse a la justicia, siguiendo humilde
y modestamente sus huellas. importa también esta sentencia de Jesús contra
los ricos: «Es más fácil a un camello pasar por el agujero de una aguja que
a un rico entrar en el Reino de Dios», está directamente sacada de este pasaje
de Platón, al que Jesús al Discurso verdadero
71. Ellos hablan del reino de Dios, pero ofrecen de
él una idea mezquina y despreciable, en todo inferior a lo que Platón opina
cuando escribe: «Todos los seres están agrupados alrededor del rey del universo.
El es su fin común y el principio de toda la belleza; lo que es de segunda
categoría se corresponde con el segundo puesto, y lo que es de tercera categoría
se corresponde con el tercer puesto. El alma humana desea apasionadamente
penetrar estos misterios: para conseguirlo, dirige los ojos hacia todo lo
que tiene afinidad con ella; pero no encuentra nada que la satisfaga absolutamente.
Por lo que respecta al rey y a las cosas de que hablé, no hay nada que se
le asemeje». Y en otro lugar manifiesta: «Lo que es divino, es lo bello, lo
verdadero, el bien y todo lo que se le compara. Él es el que alimenta y fortifica
los entresijos del alma: por el contrario, todo lo que es feo y malo, las
debilita y las arruina. Mas el jefe supremo, Zeus, viene en primer lugar,
conduciendo su alado carro; él lo ordena y gobierna todo. Detrás de él avanza
el ejército de los dioses y de los daimones, dividido en once cohortes. Hestia
queda sola en el palacio de los inmortales. Las otras once grandes divinidades
siguen cada una a la cabeza de una cohorte según el lugar que les fue reservado.
¡Qué espectáculos encantadores entonces, qué majestuosas evoluciones animan
el interior del cielo, donde los dioses bienaventurados cumplen la función
atribuida a cada uno, acompañados de todos los que quieren y pueden seguirlos,
porque la envidia reside lejos del coro de los dioses!». Esta religión supra-celeste,
ningún poeta la cantó todavía, ninguno jamás la celebrará dignamente. Pero
en realidad así es, y no debemos publicar la verdad, sobre todo cuando se
habla de la propia verdad. La verdadera esencia, sin color, sin forma, impalpable,
no puede ser contemplada sino por el guía del alma, la inteligencia... Ahora
bien, a semejanza del pensamiento de Dios que se alimenta de lo inteligible
y de la ciencia absoluta, el pensamiento de cualquier alma, que procura recibir
el alimento conveniente, se alegra al ver de nuevo el ser del cual hace mucho
estaba separada y alimentarse con las delicias de la contemplación de la verdad,
hasta el momento en que el movimiento circular la reconduce al punto de partida.
Durante esa revolución circular, el alma contempla la justicia en sí, que
no está sujeta al devenir, ni difiere según los diferentes objetos que aquí
abajo califican de reales, sino la ciencia que tiene por objeto el ser absoluto.
72. Y, a lo que parece, partiendo de algunas de estas
ideas de Platón, de las que tenían alguna vaga noción, ciertos cristianos
proclaman al Dios que está en lo alto del cielo, y se elevan así por encima
de los Judíos. Platón enseñó que, para descender del cielo a la tierra, o
para ascender de la tierra al cielo, las almas pasan por los planetas. Los
Persas representan la misma idea en los misterios de Mitra. Ellos tienen
una figura que representa los dos movimientos que se realizan en el cielo,
el de las estrellas fijas y el de los astros errantes, y otra figura análoga
para simbolizar el viaje del alma a través de los cuerpos celestes. Esa figura
es una alta escalera con siete puertas, y una octava puerta encima de todas.
La primera puerta es de plomo, la segunda de estaño, la tercera de cobre,
la cuarta de hierro, la quinta de una mezcla de metales, la sexta de plata,
la séptima de oro. Atribuyen la primera a Cronos (Saturno), sugiriendo, por
el plomo, la lentitud de este astro; la segunda la atribuye a Afrodita, que
evoca el brillo y la moldeabilidad del estaño; la tercera, hecha de cobre,
que no puede dejar de ser fuerte y sólida, la atribuyen a Zeus; la cuarta
evoca a Hermes, reputado entre los hombres por la dureza en el esfuerzo y
fecundidad en útiles trabajos, con el hierro; la quinta compuesta de diversas
metales, es irregular y diversa, evoca a Ares; la sexta evoca a la Luna, que
tiene la blancura de la plata; y la séptima al Sol, cuyos rayos recuerdan
el color del oro. La disposición de los astros no es obra del acaso, sino
que obedece a las relaciones musicales (de la música celeste pitagórica).
Si quisiéramos establecer un paralelo entre las enseñanzas
de los hierofantes de Mitra y ciertas enseñanzas especiales y esotéricas de
los Cristianos y confrontarlas, veremos que no están sin ciertas analogías.
¿Será preciso citar la figura simbólica, a la que ellos llaman «diagrama»,
con una línea negra que la divide en dos secciones y a la que llaman la Gehena
o el Tártaro, los diez círculos englobados en un círculo mayor, al que llaman
«el alma del mundo» y el «sello»? Quien aplica el sello se denomina el Padre,
y quien lo recibe, el Hijo, quien responde: «Soy el ungido de la unción blanca
cogida del árbol de la vida». Ellos colocan junto a los que van a morir siete
ángeles de luz, y del otro lado, siete ángeles inferiores, llamados arcónticos,
cuyo jefe se llama Dios maldito. ¿Quién es ese Dios maldito? No es otro más
que el autor del mundo, el Dios de Moisés, al que justamente denominan maldito,
por él temen la serpiente portadora de la maldición, a la cual los primeros
hombres debieron el conocimiento del bien y del mal. ¿Y qué habrá más extravagante
y más insensato que esa sabiduría francamente absurda? ¿De qué está culpado
el legislador de los Judíos? Y si él debe ser reprendido fuere en lo que
fuere, ¿por qué recoger, bajo la forma de alegorías y metáforas, la cosmogonía
y la ley de la cual es él el autor? Mas he aquí vuestra inconsecuencia: impíos
como sois, glorificáis involuntariamente al que consideráis el autor del
mundo, el que prodigó a los Judíos todas esas promesas: los hacéis multiplicarse
hasta llenar la tierra, resucitando a los muertos en carne y hueso: el que
inspiró a sus profetas, al mismo tiempo que lo injuriáis! Sí, cuando reflexionáis
todo esto, cuando estáis sin argumentos, os confesáis de acuerdo con los Judíos
en servir al mismo Dios; pero cuando vuestro maestro Jesús y Moisés, el de
los Judíos, se contradicen, entonces suscitáis otro Dios en su lugar. Los
siete principales demonios, de los que el Dios maldito es el jefe y que ellos
ponen junto a las almas de los moribundos, tiene el primero la forma de un
león; el segundo la forma de un toro; el tercero la de un anfibio de horribles
silbidos; el cuarto, la forma de un águila; el quinto, la de una osa; el sexto,
la forma de un perro, y el séptimo, la de un burro llamado Tliafabaoth u
Onoel. Pretenden ellos que hay hombres que se convierten en demonios del
mismo género, unos en leones, otros en toros, otros en dragones, en águilas,
en osos, en perros. En ese cuadro también están inscritas la figura cuadrada
y las puertas del paraíso.
73. Acumulan además una gran cantidad de cosas las
unas sobre las otras: discursos de profetas, círculos sobre círculos, riachuelos
de la Iglesia terrestre y la circuncisión, virtudes que emanan de una virgen
únicos, alma viva, cielo que para vivir debe ser inmolado, tierra degollada
por la espada, hombres que sólo vivirán si fueren masacrados, muerte que
cesará en el mundo por la muerte del pecado, nuevo descenso por estrechos
lugares, puertas que se abren por si solas. Por todas partes mezclan el árbol
de la vida con la resurrección de la carne por el madero, probablemente porque
su maestro fue clavado en una cruz y porque fue carpintero. Si él hubiese
sido arrojado desde un roquedal, o tirado a un abismo, o ahorcado con una
soga, o si hubiese sido zapatero, cantero o cerrallero, ellos pondrían en
la cima de los cielos una roca, la roca de la vida, o el abismo de la resurrección,
o la cuerda de la inmortalidad, la piedra de la beatitud, o el hierro de
la caridad, o el cuero de la santidad. ¿Habrá alguna vieja que no sintiese
vergüenza al contar tales frivolidades para adormecer a un niño pequeñito?
74. Ellos se atreven aún - y ésa no es su menor invención-
a escribir no se sabe qué inscripciones acerca de los más altos círculos
hipercelestes y en especial éstas: «El mayor y el más pequeño», «El Padre
y el Hijo». Se trata de fórmulas mágicas, de las que se sirven para impresionar
a la multitud ignorante, que atribuye una virtud maravillosa a esas palabras
extrañas y no supone que tal o cual palabra misteriosa designa, en la lengua
de los Bárbaros, una cosa bien conocida en la lengua griega: así, según el
testimonio de Heródoto, Apolo es llamado Gongosuro, entre los Scitas; Poseidón,
Thamasimasas; Afrodita, Argimpasa; Hestia, Tabiti. Toda esa liturgia bizarra
es un plagio de ceremonias y de ritos usados ya mucho antes de ellos. ¿Será
necesario enumerar aquí a todos los que enseñaron, antes que ellos, la práctica
de las purificaciones, los cantos y las palabras que curan o liberan de las
dolencias, el uso o imágenes de demonios y de tantos otros preservantes sacados
de tejidos, números, piedras, hierbas y raíces?
Vi a más de un sacerdote de esa religión con libros bárbaros
llenos de nombres de demonios y de conjuros; ellos se ufanaban, no de ser
útiles a los hombres, sino de hacer caer sobre ellos todo género de males.
A este respecto, el músico Dionisio de Egipto, a quien conocí, decía que
las prácticas mágicas sólo tienen efecto sobre los ignorantes y los pervertidos,
mas no tienen efecto sobre los filósofos y los que saben ser señores de sí
mismos y ordenar sabiamente sus propias vidas.
75. Otro error no menos impío, nacido de su extrema
ignorancia y de su incomprensión de los mitos, consiste en pretender que Dios
tiene por adversario al Diablo, al que en hebreo llaman Satán. Ahora bien,
es una extraña aberración, o una singular impiedad el decir que el gran Dios,
en su deseo de hacer el bien a los hombre, enfrenta a un ser que le causa
daño y lo reduce a la impotencia. ¿El Hijo de Dios habrá sido vencido por
el Diablo? Los tormentos que éste le causa, tienen como fin enseñarnos, según
pretenden, a menospreciar las pruebas que él nos infligirá, cuando llegue
nuestro turno: aquél anuncia, en efecto, que Satán vendrá a la tierra, que
realizará grandes prodigios, procurando así apropiarse de la gloria de Dios;
pero es un seductor, contra los prodigios del cual es preciso precaverse,
y sólo en el Hijo de Dios debemos confiar. He aquí manifiestamente las palabras
de un charlatán que acumula precauciones contra los que sean tentados a proclamar
dogmas contrarios a los suyos y a suplantarlo.
76. La noción de Satán es, además, tomada de viejos
mitos mal asimilados, relativos a una guerra divina que relatan las viejas
tradiciones. Heráclito hace una alusión a esto al escribir: «Sépase que existe
una guerra universal, que la discordia cumple la función de justicia, y es
según sus leyes como nacen y perecen todas las cosas». Mucho antes de Heráclito,
Ferecido representó en un mito dos ejércitos enemigos, uno capitaneado por
Cronos y el otro por Ofioneo; y cuenta los desafíos, los combates y el acuerdo
establecido de que de los dos partidos el que fuese echado al mar sería considerado
vencido, y el que expulsase al otro poseería el cielo como premio de su victoria.
Las historias de los Titanes y los Gigantes en guerra contra los dioses, las
guerras que los Egipcios cuentan sobre Tifón, de Horus y de Osiris, pertenecen
al mismo ciclo de mitos. Esto es lo que encontraron entre nosotros y asimilaron
mal: es una cosa completamente diferente de sus invenciones sobre el Diablo,
que figura, hablando con propiedad como otro impostor tras las huellas del
primero. Homero figura en la misma corriente de ideas de Ferecido y de Heráclito,
y sus cantos de la guerra de los Titanes, cuando coloca estas palabras en
boca de Hefaisto, dirigidas a Hera:
«Otrora, cuando me precipité para defenderte, él me agarró
por un pie y me arrojó del divino umbral»; y estas otras palabras en boca
de Júpiter dirigidas a la misma Hera: «¿Ya no te acuerdas del día en que,
lanzada por los aíres, con las manos atadas con lazos embarullados, con un
grillete en cada pie, tu cuerpo estaba colgado en medio del éter y de las
nubes? Las divinidades del vasto Olimpo se indignaban, pero agrupados en tu
derredor, nada podían hacer para libertarte. Quien lo osase, lo arrancarían
del umbral de los dioses y los lanzarían por tierra, donde caería semimuerto».
Estas palabras de Zeus a Hera deben interpretarse como palabras divinas dirigidas
a la materia. Y significan que tras encontrar la materia en estado de caos,
Dios la ordenó y la encadené en los lazos de la armonía y el orden; y que,
para castigar a los demonios que la rondaban para desarreglar su obra, los
precipité en los abismos de acá abajo. Fue dando sentido a estos versos de
Homero como Ferecido pudo decir: «Por debajo de esta región, está la región
del Tártaro. Las Harpías y la Tempestad, hijas de Bóreas, están encargadas
de su custodia y es así como Zeus relega a los dioses que lo ultrajan». Las
mismas ideas están representadas en el péplum de Atenas, que se expone en
la procesión de las Panateneas. Lo que así se representa enseña a todos que
una divinidad sin madre, y virgen, triunfa de la audacia de los hijos de la
tierra. Pero enseñar que el Hijo de Dios es atormentado por el Diablo, para
enseñarnos con su paciencia a soportar con coraje las provocaciones que éste
inflige, es el cúmulo del ridículo. Lo que era necesario, en mi opinión, sería
castigar al Diablo, y no aterrorizar a los hombres amenazándonos con sus maleficios.
77. Por lo que respecta a la expresión «El Hijo de
Dios», debemos buscar su origen en el hecho de que los Atenienses llaman «hijo»
o «criatura» de Dios al mundo salido de sus manos.
78. Nada más pueril que la cosmogonía de los cristianos,
la narración de la creación del hombre a imagen de Dios, el paraíso plantado
por la mano de Dios -no hay nada más oscuro que el cambio del primer hombre
como consecuencia del pecado original y su expulsión del jardín de las delicias.
Son apenas divagaciones, o, si se quiere, historietas divertidas. Es en otro
tono, con otra seriedad y con otra profundidad, como los viejos sabios de
Grecia hablaron de la formación del mundo y de los hombres. Moisés y los Profetas,
autores de sus escrituras, en la ignorancia en que estaban de la naturaleza
del mundo y de los hombres, fabricaron a tal respecto cuentos para hacer
dormir de pie: ¡El mundo creado en seis días! ¡Como si fuesen concebibles
anteriores a la aparición del sol y de la luz! ¿Y qué significado atribuir
a estas palabras: «Hágase la luz», que muchos interpretan como un deseo o
una petición? ¿El autor del mundo, el demiurgo, tomó prestada la luz en lo
alto, como cuando encendemos nuestra vela en la de un vecino? Si el demiurgo
era un Dios maldito, enemigo del gran Dios, si hacía el mundo sin el consentimiento
de éste, ¿cómo estuvo de acuerdo el gran Dios en darle la luz?
79. No quiero examinar aquí la cuestión del origen
y el fin del mundo, ni inquirir si el mundo es increado y eterno, si no debe
perecer aunque no haya tenido un comienzo, o si debe acabar aunque haya tenido
un principio. ¿No será contrario a la razón, como ellos hacen, el introducir
el espíritu del gran Dios en el mundo? ¿Cómo admitir que el gran Dios comience
por dar su espíritu al demiurgo, y que éste abusa tanto de él que el Dios
supremo lo retoma? ¿Cuál es el Dios que da para volver a tomar lo dado? Sólo
si se toma aquello de lo que se necesita sería correcto: pero Dios de nada
necesita. ¿Pero, tal vez ignorase que iba a dar su espíritu a un ser que abusaría
de él? Entonces, ¿cómo deja a ese demiurgo perverso alzarse contra él? ¿Por
qué obra subrepticiamente para arruinarlo, sobornando y seduciendo a cuantos
puede? ¿Por qué procura conquistar a los que el demiurgo condenó a la maldición,
como decís, y los arrebaña como un ladrón de esclavos? ¿Por qué les enseña
a hurtarse a su dueño? ¿Por qué les enseña a huir de su padre, el demiurgo?
¿Por qué los adopta él, sin el beneplácito de su padre? ¿Por qué se presenta
como padre de los seres que pertenecen a otro? Y es, con certeza, un dios
bien digno de respeto, que desea tener como hijos a los pecadores que otro
condenó, proscritos, o, según su propia expresión, excrementos de la tierra;
y ni es capaz de castigar o meter en orden a su enviado que le desobedeció.
80. Si se afirma que fue el Dios supremo el que creó
el mundo, ¿cómo se puede justificar la presencia del mal? ¿Por qué es él impotente
para exhortar y persuadir? ¿Por qué le vemos arrepentirse a causa de la ingratitud
y la perversidad de sus criaturas? ¿Por qué maldice y acusa él a lo que no
hizo? ¿Cómo puede amenazar con la destrucción a sus propios hijos? O, si
no los destruye, ¿para dónde trasplanta de este mundo al hombre al que hizo?
Nada invento: esto o expresamente está expresado en sus libros o puede deducirse
de ellos.
81. Lo que es más pueril aún es dividir la formación
del mundo en varios días, incluso antes de que hubiese días: ¿cómo podría
haber días antes de que el cielo fuese hecho, la tierra formada y el sol
haciendo sus revoluciones? Y ¿cómo es posible imaginarse al gran Dios admitiendo
que sea él el autor del mundo, diciendo, a manera de orden: «Que esto se
haga», y seguidamente: «Que tal cosa exista», y realizando un día una obra,
al día siguiente otra, y así en el tercer día, y al cuarto, en el quinto y
al sexto día; acaba la tarea en ese día descansando al séptimo, como un mal
trabajador que, fatigado, tiene necesidad de holganza para restablecerse?
Pero no se puede decir que el gran Dios se fatiga, ni que trabaja con sus
manos, ni siquiera que da órdenes. Dios no tiene manos, ni boca, ni nada de
lo que le atribuyen. Es igualmente falso sostener que el hombre haya sido
hecho a imagen de Dios; Dios no tiene forma humana ni la de ninguna otra criatura
sensible. Y, como si tal cosa no bastase, le atribuyen explícitamente a Dios
ojos, orejas, brazos, corazón, figura, movimiento. Pero todo viene de Dios,
mas él en sí no es nada de cualificable: no puede ser aprehendido por la razón,
ni expresado por la palabra, él no está sujeto a ningún cambio capaz de determinarlo.
82. «Pero entonces, objetarán, ¿cómo poder conocer
a Dios? ¿Quién me enseñará el camino que conduce a él? ¿Cómo me tornaréis
a Dios como algo evidente? Me cubrís los ojos de tinieblas tan espesas que
ya nada puedo distinguir». Es verdad; si hacemos a alguien pasar de la oscuridad
a la luz plena, no pudiendo soportar el fulgor de los rayos que se desprenden
e hieren sus ojos, se imaginan estar ciegos. ¿Cómo, pues, una vez más, confiar
en conocer a Dios, y obtener de él la salvación? Siendo Dios demasiado trascendente
para que nuestro pensamiento pueda alcanzarlo, insuflé su espíritu en un cuerpo
semejante al nuestro, y lo hizo descender acá abajo, de modo que pudiéramos
recoger sus palabras y sus enseñanzas: eso sostienen los cristianos. Mas,
concediendo que el Hijo de Dios sea un espíritu enviado por Dios en un cuerpo
humano, no resulta de ahí que el hijo de Dios sea inmortal, porque no es de
la naturaleza de un espíritu el durar eternamente. Visto que el Hijo de Dios
murió, habría sido necesario que Dios le insuflase de nuevo el espíritu,
lo cual prueba que Jesús no pudo resucitar con su cuerpo, porque repugna a
Dios tomar de nuevo un espíritu que él dio, una vez que ese se haya manchado
en el contacto con el cuerpo. Se sigue igualmente que el hijo de Dios haya
nacido de una virgen; si Dios quisiese, de hecho, enviar su espíritu acá abajo,
¿por qué iba a tener necesidad de insuflarlo en el vientre de una mujer? Él
sabía ya el arte de fabricar hombres, y podía formar un cuerpo a fin de alojar
a su espíritu, sin hacerlo pasar por lugar tan lleno de impurezas.
Así, haciéndolo descender directamente de lo alto, habría
prevenido las objeciones de incredulidad.
83. Es cierto que entre ellos hay quien dice y lo hacen
venir súbitamente del cielo a la tierra, evitando así las dificultades de
la concepción virginal, el nacimiento y los primeros años: pero cuando acreditan
que él no es el que los profetas predecían, sino otro mayor e hijo de un Dios
más alto, ofrecen el flanco a la crítica; ¿cómo se podría entonces probar
que un hombre que padeció un tal suplicio sea el hijo de un Dios, si sus sufrimientos
no hubieran sido predichos? Además de eso, ¿qué habrá más extravagante que
introducir aquí dos dioses: el Dios Justo y el Dios bueno, y dar un hijo a
cada uno, que ellos envían a la tierra, e incitar la lucha, en ausencia de
los padres, sus propios hijos, como codornices en combate, porque los padres,
viejos, quebrantados, necios, ya no se baten y por ellos se baten sus hijos?
84. Si el espíritu de Dios se hubiese encarnado en
un hombre, sería al menos necesario que este superase a todos los otros en
estatura, belleza, fuerza, majestad, voz y elocuencia. Sería inadmisible que
aquel que trae en sí sobre todo la virtud divina no se distinguiese de modo
insigne de los demás hombres. Pero Jesús nada tenía de más comparado con los
demás hombres. Y además, si les damos crédito, era bajo, feo y sin nobleza.
85. Hay más. Si como el Zeus de la comedia al
despertar de un largo sueño, Dios quisiese liberar al género humano de sus
males, ¿por qué iba a enviar al espíritu que decís a un pequeño rincón del
mundo? Era necesario insuflarlo a la vez en
muchos cuerpos y enviarlos aquí y allá por toda la tierra.
El poeta cómico para hacer reír a su público muestra a Zeus al despertar enviando
a Hermes a los Atenienses y a los Lacedemonios. La idea de enviar el Hijo
de Dios a los Judíos, ¿no es para suscitar la risa? ¿Por qué sólo a los Judíos?
¿Por qué a esa nación grosera, miserable, semidisuelta, mientras tantos otros
pueblos eran más dignos de la atención de Dios: los Caldeos, los Magos, los
Egipcios, los Persas, los Hindúes, tantas naciones venerables y verdaderamente
animadas por el espíritu de Dios?
86. ¿Cómo ignoraba ese Dios omnisciente que enviaba
a su hijo a unas manos que iban a cometer un nuevo crimen condenándolo? ¿Qué
alegan aquí a guisa de defensa? La secta de los Cristianos que introduce un
segundo Dios, diferente al Dios de los Judíos, nada tiene que decir pero
los que reconocen al mismo Dios preferirán esta gran frase acentuada con el
cuño de una gran profundidad: «Era preciso que aquello sucediese». ¿Y por
qué entonces? Porque otrora tal cosa predijeron los profetas. Pero ¡qué! El
oráculo de la Pitia, el de Dodona, el de Claros, el de los 3 Branquidas, el
de Amén y tantos otros, cuyas advertencias aprobaron casi todas las tierras
y colonias, no tienen ningún peso en opinión de los cristianos, pero ¡unas
pocas palabras, más o menos auténticas, pronunciadas en Judea, como es costumbre
en el país y como se puede todavía hoy recoger de boca de las gentes de Fenicia
y de Palestina, pasan a parecerles maravillas y verdades indiscutibles! Esos
predicadores de Fenicia y de Palestina son de diversas categorías. Muchos,
oscuros y sin nombre, sea a propósito de lo que fuera, se ponen a gesticular
como poseídos del ardor profético; otros, adivinos ambulantes, recorren las
ciudades y los campos, ofreciendo el mismo espectáculo. Nada les es más fácil
de decir, y no dejan de hacerlo: «¡Yo soy Dios, soy Hijo de Dios, soy el Espíritu
de Dios, vengo, porque el mundo se va a acabar, y vosotros, los hombres, vais
a perecer bajo el peso de vuestras iniquidades. Entretanto quiero salvaros
y me veréis armado de un poder celeste. ¡Bienaventurado entonces quien me
haya reverenciado hoy! Enviaré a todos los demás al fuego eterno, a los de
las ciudades y a los de los campos. Los que todavía no saben los suplicios
que les aguardan, se arrepentirán entonces y han de gemir en vano, en cuanto
que los que crean en mí, los protegeré por toda la eternidad... A estas predicciones
jactanciosas, mezclan palabras de posesos, confusas y absolutamente incomprensibles,
a las que ningún sensato podría descubrir su significado, tan oscuras y vacías
de sentido son, pero que permiten al primer imbécil impostor llegado apoderarse
y apropiarse de las voluntades.
A esos pretendidos profetas, yo oí a más de uno con mis propios
oídos, y, después de tenerlos confundidos, los llevé a confesar sus puntos
flacos, que hacían confiar en el caso todo lo que les pasaba por el cerebro.
87. En cuanto a los que se abonan a viejas profecías,
se verán en grandes apuros para justificar todas las cosas absurdas que atribuyen
a Dios. No se puede creer, en efecto, que Dios pueda hacer sufrir o que autorice
el mal. ¡Tampoco es admisible que se diga que Dios come carne de oveja, beba
hiel o vinagre y otras cosas de la misma especie! ¿Sólo porque los profetas
predijeron que el gran Dios, para no citar más, sería esclavo, enfermo y
que moriría, debe seguirse necesariamente que Dios debe padecer la esclavitud,
la enfermedad y la muerte, por la simple razón de que eso había sido predicho?
¿Convenía que él justificase su divinidad muriendo? No; no cabía a los profetas
predecir nada semejante, porque tal cosa es un mal y una impiedad. No hay
que preocuparse de si una cosa fue o no vaticinada, sino si es digna de Dios
y buena por sí misma: porque lo que es malo e indigno de Dios, aunque todos
los hombres en un arrebato colectivo de locura lo hubiesen vaticinado, no
debe confiarse en ello. Ahora bien, es muy simple responder a la pregunta
de si 10 que se cuenta de Jesús, en la hipótesis de ser él Dios, está de acuerdo
con la piedad.
88. Una última observación se impone: suponiendo que
Jesús, en conformidad con los profetas de Dios y de los Judíos, fuese el
hijo de Dios, ¿cómo es que el Dios de los Judíos les ordenó, por medio de
Moisés, que procurasen las riquezas y el poder, que se multiplicasen hasta
llenar la tierra, que masacrasen a sus enemigos sin perdonar siquiera a los
niños y exterminar coda la raza, lo que él mismo hace ante sus propios ojos,
tal
como cuenta Moisés? ¿Por qué los amenaza él, si desobedecieron
sus mandamientos, de tratarlos como enemigos declarados, mientras que el Hijo,
el Nazareno, formula preceptos completamente opuestos: el rico no tendrá acceso
hasta el Padre, ni el que ambiciona el poder, ni el que ama la sabiduría y
la gloria; no nos debemos inquietar con las necesidades de subsistencia más
que los cuervos; es necesario preocuparnos menos de la vestimenta que los
lirios; si os diesen una bofetada es preciso aprestarse a recibir una segunda?
¿Quién miente entonces: Moisés o Jesús? ¿Será que el Padre, cuando envió al
Hijo, se olvidó de lo que le había dicho a Moisés? ¿Habrá cambiado de opinión,
renegado de sus propias leyes y encargado a su heraldo el promulgar otras
completamente contrarias?
89. Se conoce, por lo demás, qué idea baja y grosera
tienen ellos de Dios, atribuyéndole órganos corporales, inclinaciones y pasiones
puramente humanas, incapaces según son de concebir lo que es puro e indivisible
con el esfuerzo del pensamiento.
90. Después de la muerte, ¿a dónde esperan ir?
-Para una tierra mejor que ésta-. Es verdad que los hombres divinos de los
viejos tiempos hablaron de una vida de felicidad reservada a las almas de
los Bienaventurados. A esa morada futura, la llaman unos Islas Afortunadas,
y otros los Campos Elíseos, porque allí estaremos libertados de los males
de acá abajo. El mismo Homero dice: «Los inmortales te enviarán para el extremo
del mundo, para los Campos Elíseos, donde la vida es apacible». También Platón,
que defiende la inmortalidad del alma, llama al lugar para donde el alma es
enviada, una tierra, en este pasaje: «La tierra es inmensa y nosotros sólo
habitamos esta pequeña parte que se extiende desde las márgenes del Faso hasta
las columnas de Hércules, viviendo en derredor del mar como hormigas, o como
ranas alrededor de un pantano. Pero hay otros pueblos que habitan en otras
regiones semejantes. En toda la superficie de la tierra, hay, en efecto, depresiones,
de grandeza y configuraciones variadas donde se juntan las aguas, las nubes
y el aire grosero, mientras la tierra en sí está situada en el mundo celeste,
en el éter... Confinados en algunos pliegues de la tierra, creemos habitar
en las alturas tomando el aire por el cielo». No es dado a todo el público
penetrar bien en el pensamiento de Platón. Para ello es preciso comprender
bien los puntos en que él pone énfasis.
Nuestra flaqueza y nuestro peso nos impiden elevarnos a las
cimas del aire; si alguien, en efecto, llegase a la cima o pudiese volar con
alas, vería entonces, al erguir la cabeza, lo que es la tierra verdadera desde
allá arriba. Y si su naturaleza fuese capaz de soportar esa contemplación,
reconocería que allí está el cielo verdadero, la verdadera luz, la verdadera
tierra. Los Cristianos no podrán comprender esto; creerían que se trataba
de una tierra semejante a la nuestra, donde sólo se podría vivir con cuerpos
semejantes a los nuestros.
91. De ahí les viene esa ridícula idea de la resurrección
de los cuerpos, inspirada igualmente en lo que habían oído decir sobre la
metempsicosis. En este punto, cuando los llevamos aparte y los confundimos,
vuelven siempre a la carga, como si no les hubiésemos replicado siempre con
la misma pregunta: «Si nuestro cuerpo no resucita, ¿cómo podríamos conocer
y ver a Dios? ¿Cómo podríamos llegar hasta él?». A lo que parece, se imaginan
que Dios está en algún lugar en donde podemos encontrarlo familiarmente. Esperan
ver a Dios con los ojos corporales, oír su voz con sus orejas carnales, tocarlo
con sus manos. Mas, por Zeus, si queréis dioses con forma humana, dioses
que se dejen ver claramente y sin ilusión, id a los santuarios de Toronjos,
de Afiaraos, y de Mopse: allí podréis satisfaceros. Allí veréis a los dioses
que deseáis, no una voz y de paso, como visteis a aquel que os engañó, sino
permanentemente: allí encontraréis a dioses que siempre están allí para quienes
quieran conversar con ellos.
92. Preguntarán incluso: «Si Dios escapa a nuestros
sentidos, ¿cómo podremos conocerlo, cómo de un modo general se puede conocer
una cosa sin la ayuda de los sentidos?». Esto no es en modo alguno el lenguaje
de un hombre ni de un espíritu, sino el grito de la carne. Que escuchen todavía,
si son capaces de comprender, por más viles y carnales que sean. Si, imponiendo
silencio a vuestros sentidos, eleváis el espíritu, y, alejándoos de la carne,
abrís los ojos del alma, solamente entonces veréis a Dios.
Pero si os procuráis un buen guía para abriros la vía del
conocimiento divino, primeramente tened cuidado en huir de los impostores,
de los introductores de ídolos, a fin de evitar ese exceso de ridículo que
consiste en blasfemar y en llamar ídolos a los otros dioses, mientras adoráis
a un personaje más miserable que los ídolos, más aún, inferior a cualquier
ídolo, un mero muerto, y le atribuís un padre digno de él. ¡Y el charlatanismo
de vuestros maravillosos directores os dictan fórmulas divinas dirigidas
al León, al Cangrejo, al demonio de cabeza de burro, y a todos los demás porteros
celestes, cuyos nombres aprendéis con tanto esfuerzo, para no sacar ningún
provecho, oh infelices! Además de ser maltratados y puestos en la cruz. ¿Queréis
por el contrario buenos guías? Dirigios a los viejos poetas divinamente inspirados,
a los sabios, a los filósofos y a Platón, el maestro más capaz de esclareceros
en esa materia. Él escribió en su Timeo: «En cuanto al universo, al que llamamos
cielo o mundo, o cualquier otro nombre, es preciso primeramente, como para
todas las cosas en general, considerar si existe desde siempre, o si nació
y tuvo un comienzo. El mundo nació, porque es visible, tangible y corporal...
y todo lo que nació debe necesariamente venir de alguna causa. Mas es difícil
encontrar el autor y el padre del universo, e imposible, después de haberlo
encontrado, tornarlo evidente a toda la gente». Veis cómo hombres divinos
buscan el camino de la verdad para darnos una idea que representase el ser
primero e inefable, bien deduciéndolo a partir de todos los demás entes,
ya componiéndolo, ya separándolo, bien por analogía, para hacer concebir
lo que de otro modo no se puede expresar, si yo quisiese iniciaros en tales
enseñanzas, me sorprendería de que pudieseis seguirme, tan esclavizados estáis
a la carne, sin ojos para lo que es puro.
Más todavía: existe distinción entre el ser y el devenir,
lo inteligible y lo visible, La verdad se refiere al ser, el error al devenir.
La verdad es objeto de la Ciencia; una mezcla de verdad y de error es objeto
de la opinión. El conocimiento es relativo a lo inteligible, la vista a lo
visible. El entendimiento percibe lo inteligible, el ojo lo visible. Por tanto,
tal como en la esfera de las cosas visibles, el sol no es ni el ojo ni la
visión, sino la causa sin la cual el ojo no ve, la visión no se realiza, los
objetos visibles no son percibidos, ninguna cosa sensible existe, y el propio
sol no puede ser contemplado; igualmente en la esfera de las cosas inteligibles,
lo que no es ni entendimiento, ni conocimiento, ni Ciencia, es todavía la
causa que hace que el entendimiento conozca, que el acto del conocimiento
se efectúe y que la Ciencia se realice; la causa que hace que todos los seres
inteligibles, la verdad, el propio ser, existan, si bien el ser en sí se encuentra
por encima de todas las cosas, siendo inteligible por un cierto poder inefable.
Hablo para hombres dotados de cierto sentido de espiritualidad. En cuanto
a vosotros, si comprendéis alguna cosa, tanto mejor para vosotros. Si os agrada
creer que algún espíritu vino de parte de Dios para enseñar la verdad divina,
ése será sin duda el que reveló estas grandes ideas, el espíritu que llena
las almas de los sabios del pasado y que por sus bocas esparció tan brillantes
lecciones. Mas si no podéis alcanzar estas alturas, permaneced sosegados y
mudos, disimulad vuestra ignorancia y no digáis que los clarividentes son
los ciegos, que los que corren son los cojos, marchitos y cojos que sois respecto
al alma y vivos solamente para el cuerpo, quiero decir, vivos solamente para
aquello que de perecedero existe en el hombre.
93. Si tenéis tan gran voluntad de innovación, ¡cuánto
mejor os habría sido escoger para deificarlo a alguno de los que murieron
valientemente y que son dignos del mito divino! Si os repugna escoger a Hércules,
a Esculapio o a alguno de los viejos héroes que ya son honrados con un culto,
tenéis a Orfeo, poeta inspirado que nadie discute y que pereció de muerte
violenta. Diréis quizá que no era digno de ser escogido. Sea; pues ahí tenéis
a Anaxarco, quien metido en la máquina de la tortura, mientras le magullaban
cruelmente, se burlaba del verdugo: «Atormentad, atormentad el físico de Anaxarco,
porque a él mismo no le tocaréis!», palabras llenas de espíritu divino. Aquí
todavía hay físicos que lo escogieron por maestro; y esto podría teneros
prevenidos. ¿ Por qué no escogéis entonces a Epicteto? Mientras su señor
le retorcía una pierna, le dijo calmoso y sonriente:
«Vais a partirla», le decía; y habiéndole partido la pierna
efectivamente: «Ya os decía yo que ibais a partirla». ¿Qué dijo vuestro Dios
de semejante en medio de su tormento? Y ¿por qué no escogisteis a la Sibila,
ya que algunos de entre vosotros reconocéis su autoridad? Habríais tenido
mejores razones para llamarla hija de Dios. Os contentasteis con introducir
a izquierda y derecha, fraudulentamente, innumerables blasfemias en sus libros
sibilinos, y tomáis como dios a un personaje que acabó con una muerte miserable
una vida infame. Habríais hecho mejor en elegir a Jonás, que salió sano y
salvo del vientre de un gran pez; a Daniel, que escapó indemne de las fieras,
o a otro cualquiera de los que nos contáis cosas todavía más exquisitas.
94. He aquí ahora uno de sus preceptos: no debemos
contestar con ultrajes. «Si os golpearan en una mejilla, ofreced incluso la
otra». Es una vieja máxima ya dicha y mucho mejor antes de ellos. Sólo la
vulgaridad de la fórmula les pertenece. Escuchad a Platón, haciendo conversar
entre sí a Sócrates y a Gritón: «Es entonces un deber absoluto el no ser injusto
jamás? -Sin duda. -Si es un deber absoluto el no ser nunca injusto, ¿lo es
también el no serlo nunca, incluso para quien lo fue con nosotros, diga el
vulgo lo que quisiera?
-Es exactamente esa mi opinión. -Y entonces, qué, ¿será permitido
hacer mal a alguien o no?
-No lo es, en verdad, oh Sócrates. -Entonces, devolver mal
por mal, ¿será justo, como pretende el vulgo, o injusto? -Enteramente injusto:
porque obrar mal y ser injusto es la misma cosa.
-Sin duda. -Así pues, es obligación sagrada jamás pagar injusticia
con injusticia, o mal con mal». Así habla Platón, e incluso añade: «Reflexiona
bien, y mira si estás realmente de acuerdo conmigo, y si podemos establecer,
partiendo de este principio, que, en ninguna circunstancia, está permitido
jamás ser injusto, ni pagar injusticia con injusticia, o mal con mal; o bien,
si piensas de diferente manera, interrumpe la discusión ya, puesto que yo
pienso como otrora». Tales eran las máximas de Platón, y los hombres que de
ellas antes vivieron no tuvieron otras diferentes.
95. Mas ya basta respecto a este punto y otros semejantes
en los que ellos se revelaron plagiadores poco hábiles. Quien quisiera analizar
el asunto con más detalle podrá hacerlo fácilmente.
LIBRO CUARTO
Conflicto del Cristianismo con el Imperio:
Tentativa de Conciliación
96 (no existe en la edición utilizada)
97. Vamos a tratar de otro asunto. Los cristianos no
pueden soportar la vista de templos, de altares ni de estatuas. Tiene!) esto
en común con los Escitas, con los nómadas Libios, con los Seros que no tienen
Dios, y con las naciones más salvajes. Los Persas comparten ese mismo sentimiento,
como Heródoto nos revela en este pasaje de su Historia; «Sé de buena fuente
que entre los Persas la ley no permite erguir altares, templos, estatuas.
se considera locos a quienes lo hacen. Y, según parece, porque piensan que
no se podría atribuir a los dioses ni un origen ni una forma humana, como
hacen los Griegos». Y a este propósito escribe en cierta ocasión Heráclito:
«Dirigir preces a imágenes sin saber 1o que son los dioses y los héroes,
vale tanto como hablar con las piedras». ¿Qué enseñan ellos más sabio, sobre
este asunto, que este pensamiento de Heráclito? Éste en suma deja entender
que es absurdo dirigir preces a estatuas, a menos que se sepa lo que son los
dioses y los héroes. Tal es su pensamiento. Pero los cristianos reprueban
en absoluto cualquier imagen. ¿Será porque la piedra, la madera, el bronce
o el oro, utilizados por el primero que llega no pueden ser un dios? ¡Bello
descubrimiento en verdad! ¿Quién, pues, a menos que sea un simple, podría
creer que esos son dioses y no objetos consagrados a los dioses o imágenes
que los representan? Si los cristianos piensan que no se pueden admitir imágenes
divinas, porque Dios, como también opinan los Persas, no tiene forma humana,
se contradicen de forma estrepitosa, ellos que declaran, por otra parte, que
Dios hizo al hombre a su propia imagen y que le dio una forma parecida a la
suya.
98. Sucede que admiten de verdad que las estatuas son
erguidas en honra de ciertos seres que se les asemejan más o menos; pero los
seres, a quienes las consagran no son dioses, son demonios; ahora bien, quien
adora a Dios, no debe prestar culto a los daimones o demonios.
En primer lugar, les preguntaré ¿por qué estaría prohibido
honrar a daimones? ¿Será que no todas las cosas son gobernadas según la voluntad
de Dios? ¿Será que toda la providencia no depende de él? ¿Será que todo lo
que se hace en el mundo, sea por obra de un Dios, sea por medio de ángeles,
sea por medio de daimones (demonios), o por medio de héroes, no está ello
reglamentado por las leyes del Dios supremo? ¿Será que no fue él quien promovió
a cada función particular a cada uno de esos seres que escogió e invistió
del poder correspondiente? Será por lo tanto justo que quien adora a Dios,
venere también a los seres en los cuales él delegó el gobierno de las cosas
de acá abajo.
99 Lo que a esto responden los cristianos es
que «es imposible servir a dos señores al mismo tiempo». Palabras de facciosos
que quieren hacer grupo aparte y separarse del común de la sociedad. Los
que así se expresan, atribuyen a Dios sus propios prejuicios. Entre los hombres,
de hecho, existe algún derecho a decir que quien sea servidor de un señor
no puede serlo de otro; porque cl servicio prestado al segundo sería en detrimento
del servicio prestado al primero. Así, cuando primeramente nos vinculamos
a alguien, no nos podemos entregar ya a otro, y el servicio prestado a diferentes
héroes de ese género es condenable por el prejuicio que acarrea a cada uno
de ellos. Pero, en lo que a Dios respecta, a quien ni prejuicio ni afrenta
pueden alcanzar, es absurdo juzgar como si de un hombre se tratase, de héroes
o de otros daimones, y tener escrúpulos en servir a varios dioses al mismo
tiempo «lejos de hacer sombra al gran Dios, es por el contrario, puesto que
se sirve a alguno de los seres que dependen de él, agradarle. Nadie tiene
derecho a homenajes, si Dios no le dio tal privilegio; y en consecuencia,
honrar y adorar a todos los que están subordinados a Dios, no es desagradar
a Dios que a todos los mantiene bajo su dependencia.
Por lo tanto, quien, hablando de Dios, declara que hay sólo
un ser al que se debe el nombre de «Señor», es un impío que divide el reino
de Dios e introduce en él la sedición, como si hubiese dos partidos opuestos,
como si Dios tuviese delante de si un rival para hacerle frente.
100. Incluso si esa gente sirviese a un solo Señor,
podrían tal vez invocar contra los otros razones bastante fuertes: pero no;
les vemos honrar con un culto hiperbólico a ese personaje que recientemente
apareció en el mundo, y ellos no piensan que ofenden a Dios, al hacerse servidores
de su ministro. Puesto que además de a Dios, ellos adoran a su Hijo, se deduce,
que, según reconocen, es preciso adorar no solamente a un Dios, sino igualmente
a sus ministros.
101. Y si os tomáis el trabajo de demostrarles que en
modo alguno éste es especialmente Hijo de Dios, más que todos los hombres
en general, quienes por Padre tienen a ese Dios, a quien sólo propiamente
se debería adorar, no lo admitirán, y querrán adorar al mismo tiempo al jefe
de su fracción, al que llaman «el Hijo de Dios», no para honrar a Dios con
más piedad, sino para engrandecer desmedidamente su personalidad.
Para probar que no les atribuyo ninguna idea que les pertenezca,
me serviré de sus propias palabras. En el «Diálogo Celeste» hablan en cierto
momento en el sentido de los siguientes términos: «Si el Hijo de Dios es más
poderoso que su Padre, y si el hijo del hombre es al mismo tiempo su propio
Señor, ¿quién a no ser el Hijo del hombre manda en el Dios que gobierna el
mundo? ¿Por qué tanta gente al borde del pozo y por qué no desciende allí
nadie? ¿Por qué después de tanto camino recorrido os falta el coraje? -Te
engañas, tengo corazón y una espada».
¿No se ve plenamente aquí el fondo de su pensamiento? Hacen
del Dios celeste una persona distinta, padre del que concuerdan en ponerse
a adorar, y a continuación, cobijados bajo el nombre del gran Dios, está su
jefe, el Hijo del hombre, el único al que adoran, atribuyéndole la supremacía
y soberanía sobre el Dios que todo lo gobierna. De ahí que les parezca que
no sea preciso servir a dos Señores, a fin que su facción sea más favorable
a su maestro.
102. La aversión de los Cristianos a los templos, las
estatuas y los altares es como el signo y la señal de reunión, misteriosa
y secreta, que entre sí intercambian. Su rechazo a participar en las ceremonias
públicas se asienta en la misma concepción errada de la divinidad. A pesar
de la diversidad de nombres que se le da y de la variedad de ceremonias con
las que se procura rendirle homenaje, Dios es el Dios común a todos los hombres;
es bueno, sin necesidades, incapaz de envidia. ¿Qué impide pues que los que
le son más devotos tomen parte en las fiestas públicas, se sirvan las carnes
consagradas y que participen en los banquetes en honra de los ídolos, si
esos ídolos nada son, qué mal hay en sentarse con toda la gente en el festín
sagrado? Mas si son seres divinos, está fuera de duda que pertenecen también
a los dioses, y que es necesario confiar en ellos, ofrecerles sacrificios,
según las leyes establecidas, dirigirles preces para granjeamos su benevolencia.
103. Si es por respeto a las tradiciones de sus padres
por lo que se abstienen de la carne de ciertas víctimas, como de las que hablamos,
entonces también deberían abstenerse rigurosamente de todos los animales,
como Pitágoras que creía de ese modo honrar la vida y a sus órganos. Pero
si es, como dicen, para no sentarse a la mesa de los demonios, me pasmo de
su sorprendente sabiduría que los hace apercibirse, sólo entonces, de que
viven de mesa de los demonios, y sólo recelan de ello cuando tienen ante sus
ojos víctimas inmoladas, como si el pan que comen, el vino que beben, los
frutos que saborean, el agua con que se sacian, el propio aire que respiran,
todas esas cosas no estuviesen cada una de ellas bajo la tutela de ciertos
daimones o demonios, que les están especialmente adscritos y que les es forzoso
recibir.
En efecto, el aire y la tierra están llenos de daimones,
ministros y servidores del Gran Dios, encargados de gobernar en su nombre
la naturaleza entera y la vida del hombre, capaces de ayudar o de perjudicar.
Dos vías se presentan: o es preciso renunciar por completo a vivir y no venir
al mundo; o, visto que fuimos echados acá abajo en estas condiciones, dar
gracias a los demonios encargados de presidir las cosas de la tierra, ofrecerles
preces y primicias, mientras vivamos, a fin de tornárnoslos favorables. En
efecto, mientras un simple sátrapa, gobernador, pretor o procurador del rey
de Persia o del Emperador romano, y hasta aquellos que, en un plano inferior
de jerarquía, ejercen los menores oficios y los más ínfimos empleos, tienen
la facultad de castigar rigurosamente a los que no les prestan homenaje,
¿será plausible que los demonios, esos sátrapas y ministros del aire y de
la tierra, estén desarmados contra quien les ultraja?
104. Los Judíos y los Cristianos admiten tal como nosotros
la existencia de esos ministros del Gran Dios y les presentan homenaje a su
manera. Toda la diferencia entre ellos y nosotros reside en los nombres que
les conferimos. Si se designan con vocablos bárbaros, se deduce que esos ministros
tienen algún poder; nombrarlos en griego o en latín, y entonces cesan de tener
poder.
105. Vedme, dice uno de ellos para justificarse, erguido
ante una estatua de Zeus, de Apolo, o de cualquiera de vuestros dioses, lanzándoles
injurias a la cara o golpeándoles con mi bastón. ¡No os vemos tomar venganza!
-¿No ves pobre hombre, que también hay quien insulta a la cara a tu demonio,
o incluso no se contenta con injuriarlo? Te proscriben de toda la tierra y
de los mares, y tú mismo, que eres como una estatua viva consagrada a tu Dios,
eres arrastrado y clavado en una cruz. ¿El demonio, o daimon, o como dices,
el Hijo de Dios, se venga acaso más por eso? ¡Tú, tú te burlas e insultas
a las estatuas de esos dioses. Pero si hubieses ultrajado a Diónisos o al
mismo Hércules cara a cara, no te habría salido sin duda tan bien! Pero a
tu Dios lo agarran en persona, lo clavan a la cruz y lo torturan, pero los
torturadores jamás sufrieron el menor daño. Y, recíprocamente, desde aquel
día, en el transcurso de un largo período de tiempo, jamás se vio que favor
alguno premiase a los que acreditasen que ese personaje no era un simple mago,
sino el Hijo de Dios. ¿Qué decir de quien lo envió al mundo con instrucciones?
¿El mensajero fue cruelmente castigado y consigo llevó para nada su mensaje,
y desde hace mucho tiempo su Padre aún no tomó ninguna venganza? ¿ Podrá un
padre hasta tal punto ser desnaturalizado? -Mas, decís, Jesús quería aquello
que suucedió y si sufrió ese exceso de ultrajes, es porque tal era su voluntad.
-Pero de esos dioses que tú insultas, yo podría decir la misma cosa, y, por
esa razón, por la que ellos soportan tus blasfemias. Porque no es preciso
ver diferencias donde no las hay. Y al menos vuestros dioses saben por lo
menos castigar a sus blasfemadores, obligándolos a esconderse y a perecer
si son atrapados.
106. ¿Será necesario, finalmente, recordar acerca de
esos dioses, todos los oráculos dados por los profetas, por las profetisas
y tantos otros personajes, hombres o mujeres divinamente inspirados? ¿Cuántas
palabras maravillosas salidas del fondo del santuario? ¿Cuántas cosas no revelaron
las inmolaciones y los sacrificios a quienes a ellas recurrieron? ¿ Cuántas
cosas fueron descubiertas por otros signos milagrosos? ¡Cuántas personas a
su vez son favorecidas con apariciones esclarecidas! No hay vida humana donde
tal fenómeno no exista. ¡Cuántas ciudades reconstruidas, cuántas ciudades
liberadas de la peste o del hambre, gracias a los oráculos! ¡Cuántos por
menospreciarlos u olvidarlos, perecerán miserablemente! Atendiendo a la voz
de los oráculos ¡Cuántas colonias se fundaron, y por obedecer el oráculo,
se tornaron florecientes! ¡Cuántos príncipes, cuántos particulares vieron
su situación mejorar o empobrecer según el caso que hicieron de los oráculos!
¡Cuántas personas, desoladas por no tener hijos, vieron sus deseos cumplidos!
¡Cuántos pudieron escapar a la cólera de los demonios! ¡Cuántos paralíticos
se curaron! E, inversamente, ¡cuántos, por haber violado el respeto debido
a los santuarios, fueron inmediatamente castigados! Unos fueron acometidos
de demencia seguidamente; otros confesaron por sí mismos sus propios crímenes;
unos se suicidaron, otros fueron presa de dolencias incurables. A veces se
vio incluso a algunos fulminados por una voz temible salida del fondo del
santuario.
107. Como tú, mi buen amigo, que crees en los castigos
eternos, los exégetas, los telestas y los mistagogos de nuestros misterios
creen igualmente. De la misma manera que tú amenazas a otros, también otros
te amenazan a ti. La cuestión está en saber quién de entre vosotros tiene
la razón, es decir, la verdad de su lado. Porque, en lo que toca a vuestros
discursos, tú y los otros cristianos, igualmente reivindicáis el derecho a
hablar como lo hacéis. Pero, si es preciso recurrir a pruebas, presentan un
gran número provenientes de prodigios realizados por diversos demonios y de
las respuestas de todo tipo, ofrecidas por los oráculos.
108. Es verdad que ninguno de ellos se atreve a declarar
que el hombre, una vez muerto, renacerá entero de sus cenizas. ¿Qué cosa
habrá más absurda que vuestro dogma de la resurrección? Esperáis
y deseáis que vuestro cuerpo resucite tal como es, como si no tuvieseis nada
mejor y más precioso: ¡y en seguida lo exponéis a los suplicios como una cosa
vil! Pero tales hombres, apasionados por tales ideas y subyugados también
al cuerpo, no merecen que se discuta con ellos este asunto. Son personas groseras
e impuras que, contra toda razón, tienen la cabeza enloquecida por sus ideas
sectarias. En cuanto a los que creen en la inmortalidad del alma o del principio
pensante, cualquiera que sea el nombre que les agrade darle, esencia espiritual,
espíritu inteligible, santo y bienaventurado, alma viva, vástago celeste
e incorruptible de una naturaleza divina e incorporal, con esos se puede dialogar,
a Dios gracias. Ellos al menos son santos, al confiar en la felicidad futura
de quienes hubieran vivido bien, y en el castigo eterno de los malvados: es
un dogma que ni ellos ni nadie jamás debe olvidar.
109. Pero, visto que los hombres nacieron con un cuerpo,
bien por así exigirlo la economía universal, bien como expiación de sus faltas,
bien debido a las pasiones que sobrecargan el alma y la mantienen pegada acá
abajo hasta que se haya purificado en el decurso de diversas evoluciones
anticipadamente prefijadas; puesto que es necesario según Empédocles, que,
durante tres veces diez mil años, el alma, cambiando de forma con el devenir
del tiempo, ande errante lejos de la morada de los bienaventurados, hay motivos
para creer que los hombres están bajo la custodia de ciertos seres superiores,
encargados de cuidar de su prisión.
110. Desde ahora sólo tiene dos caminos: o rehusar seguir
las ceremonias públicas y rendir homenaje a los que las presiden; visto que
renuncian a la toga viril, a casarse, a ser padres, a cumplir las funciónes
de la vida, que se marchen todos juntos para bien lejos de aquí dejar el menor
descendiente y que la tierra sea expurgada de esta canalla. Y el otro camino
es, que si quieren casarse, tener hijos, comer los frutos de la tierra, participar
de las cosas de la vida, tanto de sus bienes como de sus males, es necesario
que presten las honras debidas a los que están encargados de administrarlo
todo. Es necesario que se enfrenten a todos los deberes de la vida, hasta
que estén libres de los lazos que les ata a ella: de otro modo serían especialmente
ingratos para con esos seres superiores, porque es injusto participar de los
bienes de que disponen y no prestarles a cambio ningún homenaje.
111. Todo aquí abajo, hasta las más pequeñas cosas, está
confiado a las manos de algún poder. Las creencias de los Egipcios así lo
testimonian. Según ellos, treinta y seis daimones, demonios, o dioses del
aire, se reparten el cuerpo del hombre en treinta y seis partes. Ellos saben
los nombres de esos dioses en la lengua del país. Son: Chnuman, Chachuman,
Cnath, Sicath, Bio, Erú, Erebú, Rhamanor, Reianoor y otros, que tienen nombres
egipcios. Es invocando a estos dioses como se curan las dolencias de cada
una de las partes del cuerpo. ¿Qué os impide entonces prestar un pequeño homenaje
a estos dioses y a los otros, si se prefiere la salud a la enfermedad, una
vida feliz a una vida miserable, si se prefiere estar a cubierto de cautiverios
y suplicios en la medida de lo posible?
112. Es siempre importante no exagerar la realidad. Es
precioso cuidado, al entregarnos a esas prácticas, no aproximarnos en exceso,
no absorbernos en la preocupación del cuerpo, olvidando o haciendo tabla rasa
de cuidados más elevados. En este punto, conviene tal vez dar crédito a los
sabios, que nos dicen que la mayor parte de los demonios se complacen en las
cosas perecederas, son ávidos de la sangre y el humo de los sacrificios, apegándose
a conceptos y placeres semejantes, sin ser capaces de nada mejor que curar
cuerpos, predecir el futuro a los hombres y a las ciudades, sin saber o poder
hacer nada que sobrepase la vida mortal. Es preciso honrar a esos seres porque
es útil. Mas y mejor aún es creer que a los demonios nada les falta, de nada
necesitan, pero que se alegran con los sentimientos que les testimoniamos.
113. Apeguémonos a este principio: jamás, de ningún modo,
es preciso abandonar a Dios, ni de noche, ni de día, ni en público ni en privado.
Debemos continuamente, bien con nuestras palabras, bien con nuestras acciones,
e incluso cuando ni hablamos ni obramos, mantener nuestra alma dirigida hacia
Dios. Puesto esto, ¿qué mal hay en procurar atraer la benevolencia de los
que de Dios recibieron su poder, y, en especial, de los reyes y los poderosos
de la tierra? Pues no fueron elevados al lugar que ocupan, sin la intervención
de la voluntad divina.
114. ¡Ah! Sin duda, si se tratase de obligar a un hombre
piadoso a cometer alguna acción impía o a pronunciar alguna palabra vergonzosa,
él tendría razón para soportar mil torturas a preferir hacerlo; pero tal
no es el caso, cuando os mandan celebrar al Sol, o cantar un bello himno en
honor a Atenas. Son formas de piedad y no podrá nunca haber en eso demasiada
piedad. Admitís a los ángeles; ¿por qué no admitís a los daimones, demonios,
o dioses subalternos? Si los ídolos nada son, ¿qué mal habrá en participar
en estas fiestas públicas? Si hay demonios, ministros de Dios todopoderoso
¿no será preciso que los hombres píos les presten homenaje? Pareceréis efectivamente
tanto más honrar al Gran Dios, cuanto mejor glorificarais a esas divinidades
secundarias. Al aplicarse también a todas las cosas, la piedad gana en perfección.
115. Suponed que os ordenen jurar por el Jefe del Imperio.
No hay ningún mal en hacer tal cosa. Porque, es entre sus manos en donde fueron
colocadas las cosas de la tierra, y es de él de quien recibís todos los bienes
de la existencia. Conviene atenerse a la antigua frase: «Es necesario un solo
rey, aquel a quien el hijo del artificioso Saturno confíó el cetro». Si procuráis
minar este principio, el príncipe os castigará, y razón tendrá; es que si
todos los demás hiciesen como vosotros, nada impediría que el Emperador se
quedase en solitario y abandonado y el mundo entero se tornaría presa de los
bárbaros más salvajes y más groseros. No existiría en breve ninguna señal
de vuestra hermosa religión, y lo mismo acontecería a la gloria de la verdadera
sabiduría entre los hombres.
116. No esperáis, supongo, que los Romanos abandonen,
para abrazar vuestra fe, sus tradiciones religiosas y civiles, e invoquen
a vuestro Dios, el Altísimo o cualquier otro nombre con que lo denomináis,
a fin de que desde el Cielo combata por ellos, de modo que no tengan necesidad
de ninguna otra ayuda. Porque este mismo Dios, según decís, había en otro
tiempo prometido las mismas cosas y aún más extraordinarias a sus fieles.
Ahora veis qué servicios prestó a los Judíos y a vosotros mismos. Aquellos,
en vez del Imperio del mundo, ni siquiera tienen un hogar ni terruño propio.
Y, en cuanto a vosotros, si hay aún cristianos errantes y escondidos, procuran
aplicarles la pena capital.
117. No se puede tolerar oíros decir: «Si los Emperadores
que hoy reinan, después de dejarse persuadir por nosotros, corrieran a su
propio desastre, seduciremos incluso a sus vencedores. Si éstos cayeran igualmente,
nos haremos oír por sus sucesores, hasta que todos se nos hayan entregado
y sean igualmente exterminados por los enemigos». Sin duda es lo que no dejaría
de suceder, a menos que un poder más esclarecido y más previsor os destruya
a todos de arriba abajo, antes de perecer por culpa vuestra. Si fuese posible
que todos los pueblos que habitan Europa, Asia y Africa, tanto Griegos como
Bárbaros, hasta los confines del mundo, fuesen unidos por la comunidad de
una misma fe, tal vez una tentativa del estilo de la vuestra tuviese probabilidades
de éxito; pero eso es pura quimera, dada la diversidad de las poblaciones
y de sus costumbres. Quien pone en su mente semejante designio muestra por
eso mismo que es ciego. Apoyad al Emperador con todas vuestras fuerzas, compartid
con él la defensa del Derecho; combatid por él, si lo exigen las circunstancias;
ayudadlo en el control de sus ejércitos. Por ello, cesad de hurtaros a los
deberes civiles y de impugnar el servicio militar; tomad vuestra parte en
las funciones públicas, si fuere preciso, para la salvación de las leyes y
de la causa de la piedad.
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